Complejidades y duendes del teatro danzado
La Compañía Nacional de Danza aborda de nuevo un ballet clásico demostrando su voluntad de mantener una oferta variada
¡Vuelven los clásicos! Entradas agotadas para todas las funciones ya antes del estreno. Se ha dicho mil veces, pero no está de más repetirlo: un amplio sector del público demanda el repertorio, lo agradece, lo sigue fielmente, es fuente infinita de alto recreo artístico.
El montaje de cualquier pieza del gran repertorio (romántico-académico, para entendernos) implica una serie de dificultades, se abren muchos frentes y detallismos para lograr pulir el artefacto antes de subir el telón. Es un trabajo de equipo y de conjunto, de cooperación y de linealidad muy vertical en lo estilístico; lo que Rameau decía sobre la manera interpretativa de la música frente al espectador es aplicable al gran ballet. La sílfide [Le Sylphide] no es nada menor en cuanto a exigencias, desde las formales a la mecánica escénica, desde las prestaciones que pide la lectura coreográfica a su obligada y característica musicalidad, con sus peculiaridades tan propias en los acentos, pura escolástica danesa que queda fijada en su gráfica plasticidad. El estreno de la Compañía Nacional de Danza [CND] fue algo accidentado, hubo circunstancias comprometidas tanto en el baile como en el decurso teatral, pero ya se sabe: el escenario (y sus duendes, que parecen parientes de la sílfide misma) es una sucesión de trampas mortales siempre que se deben sortear, superar y conjurar. El esfuerzo es evidente y debe ser reconocido, y los fallos son superables si se reconocen conscientemente; otra cosa es el azar y sus imponderables. El secreto es uno solo: trabajo y más trabajo de sol a sol.
Conviene apuntar que sílfide con pedigrí y solera solamente hay una que ha sobrevivido con su lectura coreográfica, estilo y música prácticamente intactos, la de August Bournonville de 1836, que estrenó Lucile Grahn, y que es la que ha escogido Joaquín de Luz para volver al ballet académico tras su debatida Giselle.
En 1972 Pierre Lacotte reconstruyó a su manera y buen ver el original olvidado de Filippo Taglioni de 1832 en la Ópera de París Le Pelletier, y que fue el que vio Bournonville, al parecer, más de una vez, antes de volver a su casa madre: el Teatro Real de Copenhague. El danés compró un programa de mano que en la época era habitual llevaran el libreto completo y en sus memorias dice que ya le rondaba la idea de hacer su propia versión, que ha resultado el ballet completo más antiguo que se conserva. Lo de Lacotte es otra cosa, empezó por una recreación para televisión con una ambientación algo pomposa y algunas hipótesis estilísticas y de fraseo más imaginarias que filológicas, hechas con entusiasmo, pero, al fin y al cabo, soluciones modernas todas. Lacotte no fue el único. Antes, citemos a vuelapluma, la reconstrucción de 1953 hecha por Harald Lander para Le Grand Ballet du Marquis de Cuevas, y a principios de los años sesenta, Erik Bruhn, siguiendo ambos fielmente a Bournonville; Bruhn lo remontó a la mítica Rosella Hightower y en 1964, el American Ballet Theatre asume la coreografía de Lander —bailado por su exmujer, Toni Lander (se divorciaron mientras terminaban el montaje para celebrar el 25º aniversario de ABT)—.
La Sylphide adelantó un modelo paradigmático de representación de los espíritus elementales, si bien, se hizo más complejo y cristalizaría ya en tiempos de Giselle una década después: el parecido entre los dos ballets es muy evidente. Tampoco Taglioni fue el primero, y se calcula un total de tres óperas y siete ballets (desde el de Rossini de 1822) hasta llegar a Bournonville. Se manifiestan en todos, como regla generativa, dos principios: el acto realista (o naturalista) y el acto de sueño fantástico, feérico o fantasmal (las clásicas tres efes del género) en agudo y franco contraste programático, apenas separados por un intermedio, y por otro lado, la inveterada lucha entre el bien y el mal con la siempre ejemplarizante punición a díscolos y caprichosos. La nueva propuesta de CND, que necesita ajustes y revisiones de producción, es convencional, no hay ningún alarde y quiere resaltar su parte de que lo añejo no es viejo, sino que entorna en lo clásico.
Joaquín de Luz ha decidido esta vez, con acierto, dar la oportunidad a jóvenes de talento, algunos prácticamente recién llegados a CND
Del todo meritorio es el trabajo de Broholm y de los ensayadores con los bailarines. De Luz ha decidido esta vez, con acierto, dar la oportunidad a jóvenes de talento, algunos prácticamente recién llegados a CND. Junto a ellos, otros artistas ya cuajados, con más experiencia. Ayer, jornada de estreno y nervios, debutaron en los protagónicos la estadounidense Yaman Kelemet (La sílfide) y el triestino Thomas Giugovaz (James Ruben), ambos poseedores de buena presencia y de algunos de los mimbres que harán que sigamos sus carreras con atención. Kelemet tuvo su traspiés al comenzar, pero eso no la hizo perder el perfil del personaje, por el que debe aún luchar; Giugovaz, igualmente, enfrentó con gallardía un rol marcado por un virtuosismo aéreo, pero a la vez contenido y pendiente de su dibujo estilístico: el carácter de James es de candorosa credulidad, roza la inmadurez y sólo reflexiona cuando es tarde ya. El joven Jorge Palacios (que viene de su estadía en el Mariinski) en el papel de Gurn ofreció un buen y ajustado baile, lo mismo que Martina Giuffrida en Effie, secundarios muy importantes en la dramaturgia y la acción.
La música de Løvenskiold siempre ha sido criticada, a veces con ferocidad, por haber sido compuesta a trompicones y con prisas, usando retales propios y ajenos precedentes; de hecho, siempre la musicología la da por inacabada y repleta de baches; quizás es ese el motivo por el que Lander encargó una nueva orquestación y músicas adicionales a Edgar Cosma en París (1952) para la puesta en escena del Théâtre de l’Empire, lecturas que se siguieron usando en muchos sitios y hoy desechadas. Løvenskiold, desde la obertura, sigue los pasos de todos los compositores del albor romántico (Auber, Meyerbeer, Hérold) en cuanto a colocar el tema principal, los pasajes descriptivos y demás convenciones sonoras en utilitaria sucesión. El director británico Daniel Capps, por momentos batuta en ralentí, manejó los tiempos discretamente dándole algo más de vuelo al empaste y de buscar equilibrio a la velada donde, por momentos, la orquesta misma y su metal no estuvieron del todo afortunados.
La sílfide
Coreografía: August Bournonville (1836); música: Herman Løvenskiold; libreto: Adolphe Nourrit. Puesta en escena: Petrusjka Broholm; escenografía: E. Sanz; vestuario: T. Bakunova; luces: N. Fischtel. Orquesta ORCAM. Dirección musical: Daniel Capps. Compañía Nacional de Danza. Director artístico: Joaquín de Luz. Teatro de La Zarzuela, Madrid. Hasta el 17 de diciembre.
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