Yo era ateo, pero ahora creo
Se estrena ‘La Mesías’, estamos enganchadas a ‘Las hijas de Felipe’ y Santa Teresa se ha convertido en un personaje pop. ¿Por qué fetichizamos la clausura y el misterio?
Leo estos días la última novela de Virginie Despentes, Querido capullo, que narra la cibercorrespondencia entre una musa cincuentona del cine francés y un escritor de novela policiaca recién cancelado por acusaciones de abuso sexual. La extraña amistad que se teje entre ellos se explica por sus orígenes compartidos de clase obrera y se solidifica, en cierto punto, a través de la drogadicción, también compartida, que lleva al personaje de la actriz a estallar en una perorata de nihilismo salvaje en contra de la rehabilitación del adicto y de cualquier discurso que anime a la superación personal en un contexto de capitalismo insuperable.
Hay una rabia y una elocuencia en este fragmento —que termina con un eslogan de camiseta, Antes muerta que hacer yoga— susceptibles de levantar a un estadio o que, al menos a mí, me llevaron al aplauso y al vítor, pero lo cierto es que, a diferencia de los fragmentos en los que la autora analiza la tensión difícil entre reparación y victimismo en el contexto posterior al MeToo, que suscribo e identifico fácilmente en mi propio marco de referencia, me doy cuenta de que esas otras palabras sobre un presente desacralizado no podrían estar más lejos de mi lectura de época. Y es que, si algo he sentido en el movimiento tectónico que nos agita desde la pandemia es precisamente el auge del furor por el yoga, las terapias energéticas, los challenges de meditación, la relectura de las místicas, las monjas y sus conventos. Transitamos un presente en el que Rosalía —”lo segundo es chingarte, lo primero es Dios”— postea libros de Simone Weil, se estrena la serie La Mesías, de Los Javis, mientras asistimos a una nueva temporada de Sex Education protagonizada por la crisis de fe de un adolescente queer católico, y las figuras de Santa Teresa o Hildegarda se reivindican desde lugares que las transforman en personajes pop, susceptibles de convertirse en gifs y pegatinas. ¿Por qué estamos fetichizando la clausura y el misterio?
Ideas como la autogestión y la solidaridad femenina ayudan a entender la recuperación y reivindicación de lo conventual desde posiciones que, ‘a priori’, podrían parecer contradictorias
Sin duda, un factor importante para que mis amigas no paren de hablar y fantasear con lo conventual es el maravilloso podcast Las hijas de Felipe, donde Carmen Urbita y Ana Garriga —por quienes siento una admiración que roza el fanatismo adolescente— desgranan la cara oculta de los siglos XVI y XVII con una clara predilección por cuanto sucedía en los conventos, desde la historia de la persecución del lesbianismo a través de casos como el de la monja lesbiana Benedetta Carlini —cuya vida transforma Paul Verhoeven en una fantasía masturbatoria masculina muy poco recomendable en su película más reciente— hasta la recuperación de escritoras enclaustradas y para mí del todo desconocidas como la maravillosa sor Violante del Cielo. Pero más allá del anecdotario concreto, lo que trasciende es una mirada sobre el convento como espacio de creación y autonomía personal para las mujeres de la época; la institución que sor Juana y Santa Teresa eligieron por encima del matrimonio, para evitarlo, para sortearlo, para cambiar hijos por libros, descendencia por biblioteca; un refugio de resistencia en los márgenes de la transición hacia el capitalismo que aún tiene fuerza como símbolo, y puede que incluso como práctica.
En un reportaje de la SER sobre el cierre masivo de conventos que, desde hace una década, viene produciéndose en nuestro país, descubrí algunos datos que desconocía: que las monjas de clausura no reciben una asignación de la Iglesia, que las mayores comparten sus pensiones con las que siguen en activo, que la mayoría de los obradores de los que solían depender para financiarse están cerrando por culpa de la inflación pero que las más jóvenes siguen echando mano de la huerta. Se dibuja con estas pinceladas un tapiz de autogestión y solidaridad femenina que ayuda a entender la recuperación y reivindicación de lo conventual desde posiciones que, a priori, podrían parecer contradictorias. “Huerto de subsistencia y rezos entre hermanas; decidme si acaso no es la fantasía de lesbianismo político que todas deseamos”, resume mi amiga Elisabeth al hilo de esta historia, y solo puedo decirle “amén”.
Pero más allá del fetiche y el juego, si acaso acierto y es significativo este acercamiento generacional hacia la religión y la espiritualidad —”yo era ateo, pero ahora creo”—, la pregunta que me hago es si se está llevando a cabo desde la derrota o desde el júbilo, desde lo nostálgico o desde lo revolucionario. Y es que no es lo mismo recurrir a Dios en tiempos de crisis, aferrarse a un clavo ardiendo cuando lo das todo por perdido, que redescubrir a Dios como una esencia que siempre estuvo ahí y nos habían intentado arrebatar a base de alienación y culto al consumo. ¿Rezamos porque nos estamos mentalizando para el apocalipsis o para recabar la fuerza para prevenirlo? No tengo respuesta a esta pregunta, pero sí muchas ganas de leer sobre sus complejidades. Y diría que, en lo que se refiere a la producción literaria, se agradecerá cualquier renovación temática que pueda venir auspiciada por este movimiento desde el yo hacia lo divino.
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