Otto Klemperer: oír para creer, medio siglo después
En el cincuentenario de su muerte, Warner reedita todas las grabaciones orquestales del gran director de orquesta alemán, una suerte de cámara de las maravillas cuya audición deja al oyente sumido permanentemente en el asombro
Nacido el mismo año que Alban Berg y fallecido cuatro meses después que Pablo Picasso: este fue el amplio arco vital de Otto Klemperer, de quien se conmemora este año el cincuentenario de su muerte. Su nombre no suele asociarse a la magia imprevisible de Wilhelm Furtwängler, ni posee el pedigrí mediático de Herbert von Karajan, y, sin embargo, cuesta pensar en otro director de orquesta que, tras superar mil y una penalidades físicas, y padecer también en carne propia los desgarros del siglo XX, haya conseguido erigirse a un tiempo, como él, en un apóstol de la vanguardia musical y escénica en su juventud y primera madurez, para devenir luego en un intérprete venerado de la gran tradición musical germánica en las dos últimas y portentosas décadas de su vida. Warner Classics ha aprovechado la efeméride para lanzar dos grandes recopilaciones de su inigualado legado discográfico: sus grabaciones sinfónicas, ya publicadas, y una segunda caja con las óperas y obras religiosas que llevó al disco y que verá la luz a finales de este mes.
Natural de Breslavia, entonces alemana y ahora polaca, sus comienzos como director estuvieron fundamentalmente ligados a los teatros de ópera. Una recomendación escrita de Gustav Mahler, al que había visto ya de niño por la calle en Hamburgo, donde se crio, y conocido luego personalmente en Berlín y Viena, le abrió las puertas a su primer trabajo como director asistente en el Teatro Alemán de Praga. Allí asistiría al estreno de su Séptima sinfonía en 1908 y, dos años después, a los ensayos de la Octava en Múnich. En su doble faceta de compositor y director (“era cien veces mejor que Toscanini”, confesó sin ambages en 1969 a su biógrafo Peter Heyworth), Mahler dejó una profunda huella en el joven Klemperer: con los años, él mismo se convertiría en uno de sus mayores y más visionarios intérpretes.
Desde 1933 se suceden las desgracias, pero nada pudo detener la pasión de este gigante de casi dos metros
A partir de 1933 fueron sucediéndose las desgracias: como judío, la llegada de los nazis al poder le obligó a abandonar su país y a peregrinar de acá para allá; cinco años después, un tumor cerebral limitó para siempre severamente su motricidad; se incrementaron los episodios depresivos; varias caídas, sobre todo una en el aeropuerto de Montreal en 1951 que provocó la rotura de una cadera, deshilacharon aún más su cuerpo quebrantado; siete años después sufrió gravísimas quemaduras en un incendio en su cama causado por su sempiterna pipa. Pero nada pudo detener la pasión por hacer música de este gigante (medía casi dos metros), que conoció su segunda edad de oro en Inglaterra (la primera coincidió con su etapa berlinesa en los últimos años de la República de Weimar), cuando la invitación de Walter Legge para que dirigiera a su Orquesta Philharmonia cambió su vida para siempre y permitió que el mundo cobrara por fin conciencia de su grandeza.
La caja de Warner resume en dos discos sus años en Berlín con grabaciones de los años 1927-1929 en las que, si bien se vislumbra a un gran director, no resultan aún reconocibles ni el estilo ni, sobre todo, el sonido de Klemperer, ambos inconfundibles y cincelados en su etapa londinense con una orquesta que acabó moldeando a su imagen y semejanza. Una de sus grandes bazas, a la vez que una poderosa seña de identidad, fue una sección de viento ahora legendaria, en la que coincidieron el flautista Gareth Morris (con su instrumento de madera), el oboísta Sidney Sutcliffe, el clarinetista Bernard Walton, el fagotista Gwydion Brooke o los trompistas Dennis Brain y Alan Civil. Metales infalibles y una cuerda que parecía centroeuropea más que británica completaban los mimbres con los que Klemperer, que se convertiría en el favorito del público londinense, construyó, año a año, una discografía que, escuchada de nuevo ahora, inmejorablemente remasterizada por el estudio Art & Son de Annecy, es lo más parecido a la cueva de Alí Babá: una colección de tesoros que nos ciegan y nos provocan conmociones constantes.
El alemán era todo lo contrario de un director tramposo o efectista: encarnaba más bien la esencia de aquel movimiento, que pudo vivir en primera persona en la Alemania de Weimar, bautizado como la Neue Sachlichkeit (Nueva Objetividad). Klemperer parece solo interesado en extraer la verdad última que esconde toda la gran música: sin manierismos, sin excesos, sin azúcar, sin imitar a nadie y cerrando a su vez la puerta a cualquier posible imitación. Quien intente emular sus tempi (con tendencia a ser desde leve hasta rotundamente lentos), se estrellará contra un muro, tanto como el que pretenda reproducir su sonido granítico o, a veces, marmóreo. Hay famosos ejemplos en los que es justamente esa desusada lentitud la que le permite acceder a todos los secretos (la Séptima sinfonía de Mahler, un Everest inescalable para casi todos sus colegas) y la que posibilita el despliegue de una insólita claridad de las texturas instrumentales, con las maderas siempre prominentes. Cuando llega la hora del contrapunto imitativo, sea en el final de la Sinfonía ‘Júpiter’ o el Adagio y fuga de Mozart, en la obertura de La consagración del hogar, la marcha fúnebre de la Heroica, el final de la Novena o la Gran fuga de Beethoven, o en el final de la Quinta de Bruckner, nadie, nunca, ha alcanzado sus niveles de lógica musical y de transparencia: un escáner realizado por un arquitecto.
Parece solo interesado en extraer la verdad última de la música, sin manierismos, sin excesos, sin azúcar
Se abusa con frecuencia del adjetivo genial, pero ¿a qué otro recurrir para hacer justicia a sus versiones de un puñado de sinfonías de Haydn, de la Heroica y la Pastoral de Beethoven (y de todas sus compañeras, en realidad), la Primera de Schumann, la música incidental para El sueño de una noche de verano de Mendelssohn, cuatro sinfonías de Mahler, una iconoclasta Patética de Chaikovski o las Metamorfosis de Strauss? Esta es una lista exigua, porque a lo largo de la escucha de este casi centenar de discos hay que frotarse los ojos y tener fe en nuestros oídos para creer que una sola persona fuera capaz de erigir, piedra a piedra, esta formidable catedral sonora. Sus Conciertos para piano de Beethoven, con un Barenboim veinteañero (versus un Klemperer octogenario), su Concierto para violín de Brahms con David Óistraj o el de Beethoven con Yehudi Menuhin son ejemplos asombrosos de ósmosis entre personalidades musicales radicalmente diferentes. Y su grabación de Das Lied von der Erde, de Mahler, con dos cantantes en estado de gracia (Christa Ludwig y Fritz Wunderlich), es, quizá, el ejemplo máximo de lo que podía lograr este sumo sacerdote “inmoralista” —como él mismo se calificó frente al “moralista” Bruno Walter— que jamás se desvió un ápice de su férreo credo. La música salía de los extraños movimientos de sus brazos y de las centellas de sus ojos (en una famosa entrevista que concedió a la BBC en 1961 admitió que bastaban unos y otros para dirigir) con una extraña inevitabilidad, como guiada por el lema que escribió Beethoven en el último movimiento de su Cuarteto op. 135: “Muß es sein? Es muß sein!” (“¿Debe ser así? ¡Debe ser así!”).
La muerte solo pudo domeñar al Dr. Klemperer —como todos llamaban al titán— mientras dormía desprevenido en su casa de Zúrich, donde lo velaba su hija Lotte, la más fiel compañera y cuidadora. Una página de periódico se queda muy corta para dar cuenta de su inmensa grandeza, por lo que, cuando Warner Classics publique en breve la segunda entrega de su monumental legado discográfico, quedaremos aquí emplazados de nuevo con su genio.
The Warner Classics Remastered Edition
Obras sinfónicas 95 CD
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