Mia Hansen-Løve, el cine de autoficción que habla del amor y la muerte
Convertida en jefa de filas del nuevo cine de autor europeo, la directora francesa estrena ‘Una bonita mañana’, inspirada en su separación y en el fallecimiento de su padre durante los primeros días de la pandemia
La llamada llegó de Los Ángeles sin que nadie la esperara. Era Marvel. El estudio tenía una oferta que Mia Hansen-Løve (París, 42 años) no podía rechazar: dirigir Viuda negra, la película basada en el personaje de espía del KGB que cambia de chaqueta para pasarse al bando americano, con Scarlett Johansson como protagonista. Hansen-Løve, una de las jefas de filas del nuevo cine de autor europeo, ni siquiera lo contempló. La idea de marcharse a vivir a Atlanta durante medio año para filmar a actores a los que no había escogido pronunciando un guion ajeno frente a un vulgar fondo verde le pareció, precisamente, ciencia ficción.
La anécdota dice tanto del despiste sideral de los estudios hollywoodienses como de la inflexible integridad que caracteriza a la directora francesa. “No sé qué me reserva el futuro y no puedo jurar que nunca haré cine de encargo en Estados Unidos, pero ahora mismo no me siento capaz”, responde en su casa en Montreuil, suburbio gentrificado en la frontera este de París. “Del mismo modo, nunca he hecho publicidad. Y en dos o tres ocasiones me ha supuesto un dilema, porque por motivos financieros me hubiera ido muy bien”, sonríe. “Creo que tengo una especie de bloqueo. Nunca logro decir que sí, y sospecho que está ligado a mi educación, a mis padres. Tengo una relación de entereza absoluta con mi oficio y sacralizo la cuestión de la vocación, como hicieron ellos”.
El hogar de Hansen-Løve huele a madera nueva. La directora, que empezó como actriz en el cine de Olivier Assayas y crítica de Cahiers du Cinéma antes de debutar como cineasta a los 28 años, se mudó hace pocos meses a esta casa de tres plantas con jardín, en el que está construyendo una especie de refugio que será su estudio. En el extremo opuesto, una casita de madera se confunde con las ramas desnudas de un árbol viejo. Dentro de la casa, decorada con ostentosa sobriedad, tan diáfana y escandinava como su cine, reina el silencio. Su hija mayor, adolescente, estudia en un internado. El pequeño está en la guardería. En esta mañana de finales de invierno, con el termómetro bajo cero pero la primavera a la vuelta de la esquina, la cineasta parece ajetreada y algo inquieta. Tiene poco tiempo y nos lo hace saber. Intenta negociar el tiempo de la entrevista a la baja, con tanta cortesía como rigidez, jurando que lo hace para hacernos un favor: al cabo de media hora se apagará como un autómata al que se le hubieran acabado las pilas.
Si Hansen-Løve se presta, con toda la amabilidad de la que es capaz, a un ejercicio que no le interesa (y a dejarse retratar, un suplicio todavía mayor pese a su distraída pero innegable fotogenia, posible herencia de una abuela modelo) es por la obligación de presentar su octavo largometraje, Una bonita mañana, que llegará a los cines españoles el 31 de marzo. Es la historia de una joven viuda, Sandra, un personaje que escribió para Léa Seydoux, intuyendo una tristeza en su belleza ojerosa cuando la veía en las películas de James Bond. A la vez que cuida de su padre, un profesor que padece una enfermedad neurodegenerativa, se reencuentra con un viejo amigo casado con el que vivirá un inesperado y pasional amor.
El tema de la película —la muerte de nuestros ancianos, preámbulo a la nuestra— llamaba a la gravedad. La sorpresa es que le haya salido una cinta llena de luz y ligereza, de un relativo optimismo, ocasionalmente cómica (esa genial matriarca pija reconvertida en militante radical por el medio ambiente), llena de travellings y movimientos de cámara que apuntan hacia el futuro. “La película está guiada por una gran tristeza, digámoslo claramente, por un duelo que intento superar escribiendo este proyecto”, rebate la directora. “Hay un equilibrio con la ligereza, pero no fue una decisión premeditada. Es solo que las cosas sucedieron así”. Lo dice porque esta historia tiene raíz autobiográfica: la enfermedad de su padre, y su muerte en los primeros días de la pandemia, llegaron a la vez que su separación de Assayas tras una larga relación y del encuentro con su nuevo compañero, también cineasta.
“No me gusta que me pregunten por los parecidos entre mi cine y mi vida. Preferiría rodar proyectos de ficción pura. El problema es que no sé hacerlo”
“Intento hacer un cine fiel a mi experiencia del mundo, y esta nunca ha sido inequívocamente sombría. He pasado por momentos difíciles, pero siempre se han visto compensados por una confianza en las posibilidades de la existencia, que nunca se ha extinguido y que me ha permitido remontar”, responde con un inevitable pudor, el mismo que expresan sus películas. “Es gracioso, porque mi tesina universitaria ya hablaba de la noción de pudor en la obra del filósofo alemán Max Scheler”, dice cuando se le señala. “Creo que uno puede escribir una película basada en una vivencia propia y hacerlo con cierta reserva. No solo por el pudor que me distingue por carácter y que distingue a mis personajes, sino también porque intento hacer un cine que no sea demostrativo, que no explique al espectador lo que debe pensar o sentir. Quiero invitar a la reflexión y la meditación sin indicar qué camino seguir. El cine de hoy es cada vez más pedagógico, está lleno de intenciones subrayadas. Mis películas lo evitan, lo que también es un tipo de reserva o de contención”. Si esto fuera un examen oral, habría sacado un 10.
De El padre de mis hijos, inspirada en el suicidio de uno de sus primeros valedores, el productor Humbert Balsan, a La isla de Bergman y su observación de una pareja de cineastas relativamente parecidos a Assayas y Hansen-Løve, esta raíz autobiográfica ha suscitado una curiosidad que la incomoda. “No me gusta que me pregunten por los parecidos y diferencias con mi vida, pero eso forma parte del juego”, se resigna. “Si le digo la verdad, preferiría escribir proyectos de ficción pura. El problema es que no puedo, no sé hacerlo”. Aun así, sus películas guardan muchos secretos. Las escenas se interrumpen antes de terminar y hay personajes llenos de enigmas. No sabemos qué hace Clément cuando no está con Sandra. Y la novia magrebí de su padre siempre está muy ocupada, aunque nunca veamos en qué. En su cine, todas las puertas quedan entreabiertas. “De nuevo, así es como sucede en la realidad. En nuestras vidas hay muchas cosas que suceden fuera de plano. No quiero ser una cineasta omnisciente que se mete en las casas ajenas. Eso me acercaría a la posición de juez y es una relación que no quiero tener con mis personajes”, afirma.
Su cine está marcado por una profunda melancolía, que emerge sin aviso previo, mezclada con la emoción. De nuevo, lo atribuye a su infancia. “Mi padre era una persona muy melancólica y me transmitió desde niña una distancia respecto al mundo, una pesadumbre”, relata. El personaje clave en la historia familiar es su abuelo, de origen danés y austriaco, que se quitó la vida cuando su padre tenía 18 años. “El suicidio atormenta a mi familia desde hace décadas. ¿Cómo un hombre con seis hijos y una mujer que lo amaba pudo hacer algo así? Sus hijos crecieron con una herida que se transmite de generación en generación. Es un drama que determinó la vida de mi padre, pero también muchas cosas en mi escritura”, asevera.
Cuando se le pregunta en qué sentido, la directora duda en responder. “Nunca he hecho psicoanálisis, pero tuve una relación muy edípica con él. Me sumé a su causa. Siempre he creído que la fibra artística me viene de mi padre, que nunca firmó un libro pese a que hubiera sido un gran escritor. Estoy convencida de que fue un escritor impedido. Por su situación familiar no pudo dedicarse al arte, porque tenía un sentido de la responsabilidad inmenso: tuvo que hacer de padre a todos sus hermanos y hermanas. No es casual que su filósofo favorito fuera Kant: el deber y la moral eran la columna vertebral que lo hacía mantenerse erguido y no convertirse en el hombre destruido que fue su padre”. Ese progenitor fue un zurdo contrariado, obligado a escribir con la mano derecha en la Viena de los cincuenta. Su hija es una zurda sin complejos.
“El cine sin pensamiento suele ser efímero, envejece mal y se olvida rápido. En cambio, el que contiene reflexión y libertad siempre perdura”
Hansen-Løve dice admirar los libros de Annie Ernaux, que leyó con devoción hace unos 15 años. Su favorito es Perderse, el diario íntimo que inspiró Pura pasión, que le gusta más que la novela “por su carácter bruto y no literario”. Y, sin embargo, existe una diferencia fundamental: la autoficción, en su obra, es solo un punto de partida, una materia prima. “Esa dimensión se transforma en cuanto llegan los actores con su aspecto, su propia historia personal, su filmografía, su alma y su dicción. Y esa distanciación, a través de los intérpretes y la ficción, es el motivo por el que hago cine”. Tratar sus experiencias en las películas es una forma de deshacerse de ellas. “Y, a la vez, para guardar un recuerdo de ellas”, puntualiza. “La idea es librarme de un sufrimiento, pero también no olvidarme de quién fue mi padre, de registrar la intensidad de un momento lleno de emociones opuestas, en el que hubo dureza, pero también belleza. En mi cine hay un deseo de memoria muy claro”.
No creció, como le recriminan a veces, en un entorno burgués. Sus padres eran profesores de Filosofía “bastante pobres”. Los dos forjaron el carácter de una hija modélica. Mientras su hermano Sven se hacía DJ y participaba en el llamado french touch, del que salió Daft Punk en los noventa (la inspiración para su película Edén), ella se puso a estudiar Filología Alemana. La propia directora lo admite: “Mi única rebelión fue no convertirme en profesora”. Su madre fue el modelo para el personaje de Isabelle Huppert en El porvenir, una profesora recién divorciada y en vías de prejubilación al no saber adaptarse a ciertos cambios sociales, que se empeñaba en leer El perdedor radical, de Hans Magnus Enzensberger, en el metro de París mientras los demás daban likes a diestro y siniestro en las redes. Hay en su cine una nostalgia por el siglo XX, por la gran cultura europea, por una forma de pensar, escribir y hacer cine que hoy tal vez se encuentren en vías de extinción.
“No me gusta hablar de nostalgia porque es un término un poco deprimente. Es el pasado, el polvo. Yo pienso, al contrario, que en esa cultura del siglo XX sigue existiendo una gran modernidad. El cine de Éric Rohmer, por ejemplo, tiene una modernidad que sigue intacta. Lo es mucho más que el de cineastas que se creen profundamente modernos, pero que pasarán de moda dentro de 10 años”. No por casualidad, dos de los actores de Una bonita mañana trabajaron con el director de Pauline en la playa, Melvil Poupaud y Pascal Greggory. “Los principios de la nouvelle vague son los míos, aunque intente renovarlos y encontrar mi propia voz. El cine en el que no hay pensamiento suele ser efímero, envejece mal y se olvida rápido. En cambio, el que contiene una reflexión y una auténtica libertad siempre perdura. No lo puedo demostrar, pero estoy convencida de ello”, dice con firmeza. Y, por una vez, no hay ninguna melancolía en sus ojos.
Filmografía: Hansen-Løve en cinco películas
'Todo está perdonado' (2007)
'El padre de mis hijos' (2009)
'Un amour de jeunesse' (2011)
'El porvenir' (2016)
'La isla de Bergman' (2021)
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