Autoficción, de la nada al Nobel de Literatura
Annie Ernaux recoge el próximo sábado en Estocolmo el premio más prestigioso de las letras universales. El galardon también consagra un género entero, menospreciado durante décadas por su supuesto narcisismo y en el que hoy se distingue un retrato colectivo y con valor social
Annie Ernaux todavía no da crédito. “No me doy cuenta de la dimensión mundial del Premio Nobel, salvo en forma de una responsabilidad acentuada”, aseguraba hace unos días la escritora francesa en un correo electrónico desde su casa en Cergy, en la periferia noroeste de París. “El auge de la literatura autobiográfica es una cuestión muy compleja. Pero, en lo que me concierne, la respuesta es relativamente sencilla. Creo que el Nobel no premia a la escritora en primera persona, sino a la que, a través de una escritura transpersonal y clínica, ha abordado temáticas relativas a las mujeres y la sociedad, a la memoria”, decía mientras hacía la maleta para Estocolmo, donde el sábado recibirá la distinción literaria más prestigiosa del planeta.
Su propia respuesta habla de sí misma y, a la vez, como sucede en sus libros, trasciende su caso personal, y con creces. El Nobel para Ernaux podría serlo también para todo un género, la autoficción, que ha pasado de ser desdeñado como pura pornografía literaria a convertirse en el género de moda y en objeto de una rehabilitación cultural que pocos vieron venir. Ese cambio de percepción lo traducen las palabras de Ernaux, tratada durante décadas como una escritora menor, “como una midinette”, que es como se conocía a las sentimentales e ingenuas modistillas de provincias que llegaban a París para ganarse la vida. En su día, se dijo que sus libros eran propios “de la prensa del corazón, dignos de Nous Deux”, la revista que popularizó las fotonovelas en Francia, por su detallado relato de experiencias femeninas y sin valor literario. Del mismo modo, el género ya no es percibido como un exponente del narcisismo de escritores obsesionados por sus pequeñas miserias, sino como un conjunto de relatos individuales que esconden una dimensión colectiva.
Annie Ernaux: “El Nobel no premia a la escritora en primera persona, sino a la que habla de la sociedad y la memoria”
Su más reciente evolución suele reflejar las circunstancias de grupos sociales que no siempre han tenido derecho a una representación literaria satisfactoria, como las mujeres y las distintas minorías, los hijos de la inmigración (Teju Cole, Fatima Daas), los autores LGTBI (Édouard Louis, Ocean Vuong) o las víctimas de abusos (Christine Angot, Vanessa Springora). En realidad, el yo de la autoficción podría contener multitudes. Incluso en el caso de autores como Karl Ove Knausgård, cuya trayectoria familiar (y existencial) es el espejo en el que pueden mirarse cientos de miles de hombres blancos de su edad.
En un rincón del edificio histórico de la Escuela Normal Superior de París, sobre un claustro laico en el que abundan los árboles desvestidos por el otoño, un colectivo de ocho profesores universitarios investigan desde 1998 las características de este controvertido subgénero. El grupo de trabajo Genèses d’Autofictions está dirigido por Isabelle Grell, especialista en Sartre que lleva años profundizando en la obra de autores como Hervé Guibert, Camille Laurens o Serge Doubrovsky, inventor del término autoficción, o “ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales”, que utilizó para describir su libro Hijo (1977), una novela autobiográfica construida a partir de un manuscrito original de 9.000 páginas. “La mala recepción que tuvo la autoficción en Francia responde al contexto histórico de los setenta”, afirma Grell, en referencia a la árida emergencia del nouveau roman, contrario a la psicología y al pathos, y a las influyentes tesis sobre la “muerte del autor” que pregonaron Roland Barthes y otros intelectuales, interesados en designar “una escritura abstracta” en la que ya no importaba quién era el escritor que se escondía detrás de cualquier obra.
Con el tiempo, el neologismo de Doubrovsky ha ido adquiriendo definiciones cambiantes (por ejemplo, el Larousse y el Robert, los dos diccionarios de referencia en Francia, ofrecen dos acepciones contradictorias) y, a menudo, ha sido usado como sinónimo de una escritura autobiográfica que alterna la narración factual y las técnicas propias de la novela. Para Grell, sin embargo, existen diferencias claras entre la autobiografía, que “tiende a contar toda una vida”, y la autoficción, que suele tirar “de un único hilo” en la existencia del autor. “Pero, sobre todo, en el origen de toda autoficción hay una falla, una grieta necesaria para que entre la luz. Si no, el escritor sigue encerrado en una habitación oscura, con las ventanas cerradas”, afirma la especialista, que considera que este género se ha normalizado y se ha extendido por el mundo, convertido definitivamente en “un testimonio personal y, a la vez, absolutamente universal” sobre cualquier vivencia. Y es ese cambio de percepción el que ha neutralizado las críticas sobre su supuesto exhibicionismo enfermizo y congénito. “En este género también hay mucho pudor. En realidad, existen autoficciones de todos los tipos, del clasicismo absoluto a la escritura experimental”, asegura Grell.
Otra forma de definir la autoficción es por eliminación. Ningún autor asociado a esta variante literaria parece interesado en formar parte de ese club. Casi ninguno acepta la etiqueta de buen grado: Ernaux la detesta, prefiriendo hablar de “autobiografía impersonal”, de “autosociobiografía” o incluso de “escritura de la vida”. Lo mismo sucede con algunos de sus discípulos en su país, del veterano sociólogo Didier Eribon (Regreso a Reims) al citado Édouard Louis, penúltimo fenómeno de las letras francesas con libros que relatan su juventud como homosexual en una familia de votantes del Frente Nacional. “Es una etiqueta a la que es mejor escapar”, asegura la escritora francoargelina Nina Bouraoui, otro de sus máximos exponentes, responsable de una obra que ha alternado la autoficción con la narrativa pura. “En realidad, es una forma de cárcel. Es un género que me gusta como lectora, pero nunca he llegado a decirme que formaba parte de esa familia”.
Nina Bouraoui: “La autoficción es una etiqueta a la que es mejor escapar. En realidad, es una forma de cárcel”
El libro más conocido de Bouraoui, revelada a los 24 años tras su fichaje por Gallimard, es Mis malos pensamientos (2005), que acaba de recuperar Tránsito en castellano, una confesión en primera persona sobre los secretos y heridas de su infancia, con el desgarro de su doble identidad cultural y el descubrimiento de su lesbianismo como telón de fondo. El libro se inspira en sus sesiones semanales de psicoanálisis durante tres años, lo que permite forzar un paralelismo entre la autoficción y la terapia. “Escribir no te cura de nada o, por lo menos, yo nunca he escrito libros para sentirme mejor. Pero hay un parecido: ambos usan la misma herramienta (el lenguaje, la palabra) para restituir una memoria que, muchas veces, está deformada”, responde Bouraoui. Hace 17 años, la escritora ganó el Premio Renaudot con Mis malos pensamientos —y, con él, un sentimiento inédito de “respetabilidad”— dos décadas después de que lo ganara Ernaux con El lugar, primer reconocimiento importante en el camino que la ha llevado hasta el Nobel.
Pese a su arraigo en territorio francés, la autoficción no nació en París a finales de los setenta. A estas alturas del partido, queda claro que había existido, con aspectos distintos, desde el origen de los tiempos, como demuestran nombres como Balzac, Diderot, Kafka, Joyce, Henry Miller, Borges o Nabokov. O, retrocediendo un poco más atrás, Dante, Nerval, Quevedo o las Historias verdaderas, cuaderno de viaje imaginario de Luciano de Samosata en el siglo II, uno de los primeros ejemplos del yo fabulado (si descontamos la Biblia). Goethe ya dejó claro que relatar una vida atendiendo solo a lo factual no tenía ningún interés. “Creía que la ficción era capaz de representar la verdad de una forma mucho más apropiada que una mera enumeración de experiencias cotidianas”, afirma otra especialista en este género, Martina Wagner-Egelhaaf, catedrática de la Universidad de Münster y autora de un manual de referencia sobre la autobiografía y la autoficción, un monumental atlas mundial de este género en tres volúmenes de 2.000 páginas, que publicó en 2019 tras siete años de investigación.
Una de sus conclusiones fue, precisamente, que lo autoficticio existía en todas las tradiciones del mundo. Por ese motivo, considera delicado afirmar que el premio a Ernaux es el primer Nobel para la autoficción, ya que las obras de otros ganadores, como Nelly Sachs, Pearl Buck, Patrick Modiano o J. M. Coetzee, no quedan tan lejos del género. “En realidad, se pueden encontrar elementos propios de la autoficción en los libros de cualquier premiado al Nobel de Literatura, pero no es casualidad que Ernaux lo gane en un momento de máxima prominencia del género en todo el mundo”, añade Wagner-Egelhaaf, que considera que el galardón marca “un punto de inflexión” tras décadas de menosprecio crítico y académico. La ficción ya no es vista como un mal necesario en los libros autobiográficos; ahora es incluso una calidad literaria. “Ha dejado de ser percibida como un factor inevitable a la hora de contar una vida para convertirse en una suerte, en una oportunidad, en una baza que abre todo relato a una dimensión más experimental, literaria y artística. Eso es lo que explica el bum que vemos hoy”, asegura. E insta a no menospreciar la dimensión política y sociológica que han cobrado estos relatos a la luz de la importancia adquirida por las políticas de identidad en los últimos años.
Tampoco es cierto que la autoficción sea un género estrictamente libresco, como demuestran los casos de Sophie Calle, Christian Boltanski o Paul McCarthy, que despuntaron a la vez que el género literario, o los múltiples experimentos con los alter egos híbridos en el cine, que han regresado en los últimos tiempos de la mano de Pedro Almodóvar (Dolor y gloria), James Gray (Armageddon Time) o Steven Spielberg (Los Fabelman, su nueva película, inspirada en su infancia y en su relación con sus padres). En los cincuenta, Gombrowicz generó un pequeño escándalo al escoger como protagonista de su crónica familiar Trans-Atlántico a un polaco emigrado a Argentina que tenía sus mismos rasgos. Tres décadas más tarde, Paul Auster se convertía en una superestrella.
Manuel Vilas: “La crítica conservadora nos reprocha que usemos lo vivido como si nos dopáramos, como si no compitiéramos en igualdad de condiciones con el resto de escritores”
En la literatura española, los ejemplos también abundan. Desde los noventa, el género ha conquistado mucho terreno, como demuestran los libros de Javier Cercas (Soldados de Salamina y casi todos los siguientes), Enrique Vila-Matas (cuyos juegos entre narrador y protagonista también son permanentes, de El mal de Montano a la reciente Montevideo), Rosa Montero (La ridícula idea de no volver a verte), Marta Sanz (La lección de anatomía), Luis Landero (El balcón en invierno), Milena Busquets (También esto pasará), Elvira Lindo (A corazón abierto), Miren Agur Meabe (Un ojo de cristal), Javier Montes (Varados en Río), Aixa de la Cruz (Cambiar de idea, que fundía la autoficción con el ensayo) o Elizabeth Duval (Reina), entre muchos otros. Por otra parte, autores como Alejandro Zambra (Formas de volver a casa), Guadalupe Nettel (El cuerpo en que nací), Nona Fernández (La dimensión desconocida) y Emiliano Monge (No contar todo) demuestran también su arraigo en Latinoamérica.
Pero puede que el autor más vinculado a la autoficción haya sido Manuel Vilas con Ordesa, el libro de luto por sus padres, que era a la vez un retrato generacional de los hijos de la clase media-baja durante el franquismo, aunque él siempre haya renegado de esos lazos con este socorrido género. “El problema es la palabra, que me parece inexacta y conduce a imprecisiones un poco gruesas. Yo he hecho autoficción, pero no con ese libro, sino con casi todos los anteriores, en los que inventaba acontecimientos no vividos a cuenta de un protagonista que se me parecía”, responde Vilas en alusión a novelas como Aire nuestro o El luminoso regalo. “No tendría sentido, en un libro sobre el duelo por mis padres, que me inventara cosas. Al revés, lo que busqué fue el apego por lo que realmente ocurrió”. En el contexto español, Vilas cree que sigue habiendo reticencia a estos híbridos, pese a su éxito incontestable. “Desde la crítica más conservadora, que suele destacar los valores de la ficción absoluta, se nos reprocha que usemos lo vivido como si nos dopáramos, como si no compitiéramos en igualdad de condiciones con el resto de escritores, tal vez por el favor que los lectores han dado a nuestros libros, en los que han visto un plus de autenticidad respecto a la narrativa tradicional”.
Para el autor de Ordesa y Alegría, la proliferación de la novela abiertamente autobiográfica en España ha tenido que ver con la transparencia creciente que llegó tras el fin de la dictadura. “La autoficción solo puede darse en lugares donde la libertad individual esté garantizada. En Mortal y rosa, escrito en 1975, Umbral está parapetado en una narración abstracta. Nada que ver con el realismo explícito de La hora violeta, de Sergio del Molino. Entre un libro y otro, la democracia se había instalado en nuestro país”. Por otra parte, la erosión de la noción de privacidad también tiene que ver con este inusitado auge de lo autobiográfico. “La intimidad ya no es un refugio sagrado, sino algo compartible”, coincide Vilas. Ya no es algo que se protege de las miradas indiscretas, sino que incluso se exhibe, con la exposición indiscriminada de la vida privada y de los pensamientos íntimos en las redes sociales. La pregunta es si la burbuja de la autoficción explotará cuando leer sobre experiencias reales deje de provocarnos ese pequeño escalofrío.
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