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‘De la boca del caballo sale la verdad’ o cómo ganarse la vida en el Marruecos actual

‘Babelia’ adelanta las primeras páginas de la novela de debú de Meryem Alaoui, un tapiz colorista de personajes variopintos que representa la vida cotidiana en el país norteafricano

Meryem Alaoui
Una mezquita en Casablanca, Marruecos.Philippe Marion (Getty Images)

2010

JUNIO

Casablanca, viernes 11

Cuando acabo la faena, no me entretengo. Me bajo la chilaba, aliso alguna arruga y espero. A que el tío de turno se cierre la bragueta o se eche un cigarrito. Y a que se largue para que yo regrese a mi esquina en la calle y trinque a otro. Fue lo primero que dije a Halima cuando llegó hace una semana. Justo esa frase.

El día que la trajo Hussein, me pidió que le enseñase dos o tres cosas del oficio, aclarándome que acababa de salir de la cárcel. Es lo único que dijo sobre ella.

También es verdad que él no estaba de muy buen humor ese día. Así que no intenté saber nada más. Porque es de temperamento nervioso. Como lo son sus músculos, finos, pero visibles. Parece que se los hubiera dibujado con un boli. La última vez que el musculitos se puso en acción fue hace dos días. No recuerdo a santo de qué, debió de ser contra alguien que no le caía bien y que faltó al respeto a alguna de las chicas.

Es lo que más se le atraganta. Vete a saber por qué. Cuando eso ocurre, no puedes hacer nada para calmarlo. El bigote le tiembla, estira las piernas, se endereza, como si no fuera alto de por sí, se le oscurece la piel, y eso que es morenito de nacimiento, y solo se le ven cicatrices desparramadas por el cuerpo como los socavones en las aceras de Casablanca. O más bien como las rayas en la piel de un tigre. Impresiona. Por eso trabajamos para él. Y nos sentimos seguras.

En estos momentos, estamos sentadas Halima y yo en mi cuarto, en penumbra, y, a decir verdad, le dosifico la información. Con los añitos que me ha costado aprender lo que sé, no voy a soltárselo sin más a esta majadera recién llegada. Y el otro, el Hussein —cabreado o sin cabrear— no va a venir a ordenarme lo que debo hacer en mis ratos libres.

Cuando Halima llegó, no necesité acompañarla a que recorriera la casa. En un pispás estaba la visita terminada. Mi cuarto es rectangular. Tengo dos modestos divanes en ángulo en una esquina frente a la puerta. Funcionan como salón durante el día y como dormitorio por la noche. Uno es para mi hija y otro para mí.

También tengo un ataifor de madera sobre el que comemos. Y un armario en el que guardo la ropa. Halima mete la suya en una bolsa azul mugrienta y duerme sobre una estera de goma espuma que se trajo. Al levantarse por la mañana, la enrolla y la encaja entre el armario y el diván de la derecha. Sobre este, una ventana da a la calle. Allí paso bastante tiempo. Pues si no estoy viendo la tele, observo a la gente ir y venir mientras como pipas.

Entrando a la izquierda, está la cocina. No te vayas a imaginar que es grande. Es un cuartito que hace las veces de cocina, con una nevera pequeña, un hornillo de butano, una olla, unos barreños de plástico y lo que más me gusta de esta casa, después del televisor: una tetera beis con una flor rosa en la tapa y unos vasitos de cristal transparentes, grabados con florecitas también, y todo ello sobre una bandeja redonda, que coloco encima de una repisa de madera, en lo alto para que no se caiga. Frente a esta, una abertura cuadrada da al corredor donde están los cuartos que alquilan las demás chicas y el aseo común, con un váter y un grifo para las abluciones. Esa es mi casa.

Y como no tengo ni bañera ni ducha, una vez por semana, los lunes, voy al hamam. Antes, lavo la ropa y la tiendo en la azotea, en los alambres que compartimos los habitantes del edificio. Le he dejado claro a Halima que no podemos tocar los de la derecha. Son de la vecina del segundo, que no es una chica como nosotras. Ella se hace respetar, créeme.

El otro día quisimos cambiar de sitio la basura del edificio, que dejamos en la entrada, porque nos dimos cuenta de que algunos de los hombres que nos acompañan, al ver las bolsas de plástico negras debajo de las escaleras, tuercen la cara. La verdad es que muy limpio no hace. Además, si están mal cerradas, acuden los gatos callejeros, las destripan y esparcen la porquería por todos lados. Por las escaleras, por el suelo, incluso por las paredes.

Como estábamos hartas, encargamos a Rabea, que vive en el primero, que llamara a cada puerta para decir a los vecinos que, a partir de ese día, tiraran la basura en el contenedor verde situado en la acera enfrente del portal. No en la entrada. La vecina del segundo estuvo a un tris de arrancarle los ojos cuando se lo dijo. Rabea, a pesar de que también tiene su genio, se asustó.

Sinceramente, me pongo en su lugar. Hay que ver cómo es la vecina para entender lo que digo. Más larga que un día sin pan, y como un armario. Una melena negra recogida que cubre con un pañuelo amarrado atrás. Unas tetas enormes que se prolongan en la barriga o al revés. Al hablar, se le levanta una ceja y pone los brazos en jarras. Y 17 viéndola te preguntas cómo no te has largado todavía de allí.

Resumiendo, Rabea fue a contarle con delicadeza lo de la basura.

—Salam.

—Salam —le contestó la otra, silbando la s como una serpiente y con la ceja disparada, lista para el combate.

—Mira, hermana, tenemos problemas con la basura y hemos decidido pedir a los vecinos que la dejen en el contenedor verde de la acera frente al portal. ¿Podrías hacer el favor de tirarla ahí, tú también?

—¿Mi basura? —y siguió sin pausa alguna— ¿Qué quieres decir con eso de mi basura? ¿No has encontrado a nadie más que a mí para pedirle que tire su basura en la calle?

—…

—¿Y tienes la cara dura de presentarte en mi casa a decirme eso?

—…

—¡Más te valdría ocuparte de vuestras guarrerías en lugar de venir a verme a mí! Empezó a gritar, se llevó la mano derecha a la cadera mientras adelantaba la frente hacia la de Rabea, como el cordero en la Pascua Grande cuando lo intentan agarrar para sacrificarlo. Al referirse a ella misma, se golpeaba el pecho con el índice izquierdo. 18 Y al referirse a nosotras, lo apuntaba justo delante de los ojos de Rabea. Ante ese panorama, Rabea, por extraño que parezca, pues no pierde ocasión de hacerse oír, no insistió. Se limitó a murmurar:

—Vale, vale, no hace falta que te pongas así. Rabea se dio media vuelta, y la vecina seguía lanzando gritos: «¡Esto va de mal en peor…!». Desde las escaleras donde yo estaba, la veía apuñalando con la mirada la espalda de Rabea mientras se rehacía el moño y sujetaba una horquilla en la boca, agachando ligeramente la cabeza hacia delante, para agarrarse mejor el pelo. Con ojos de malvada y silbando entre dientes, seguía gritando: «¡Y se atreve a venir a mi casa a decirme esto…!».

De la boca el caballo sale la verdad

Rabea nos contó después que no quiso partirle la cara. Entendimos que no quisiera y no insistimos. Porque Rabea tiene instinto. Es lo que la ha salvado muchas veces. En realidad, todas lo tenemos. Por eso estamos aquí, en pleno centro de Casablanca, con Hussein y no en chirona o rondando de mala manera por las calles.

Desde ese día, no le pedimos nada a la gorda. Así llamamos a la vecina: la gorda u Oqraicha. Depende. Y somos nosotras las que tiramos sus bolsas de basura que sigue dejando en el portal. Se lo conté a Halima, y me cuidé muy mucho de decirle que algunas noches, si hemos empinado bien el codo, subimos a la azotea, tiramos las sábanas de Oqraicha al suelo y las regamos con eso que te imaginas, riéndonos como locas.

Entonces me pongo a lanzar albórbolas. En eso soy única. Es mi especialidad. Cuando suelto la lengua, los gritos de alegría me salen como un tren que lleva prisa.

Es imposible que con el escándalo que armamos la gorda no se entere. Y ese es uno de nuestros motivos de alegría. Jamás sube a la azotea al oírnos y jamás nos dice nada.

—Así que, mientras estés en mi casa, no te acerques a la gorda. ¿Lo has entendido, Halima?

Contesta que sí, con ese rostro inexpresivo y esa mirada de perro apaleado.

Me acerco el cenicero, enciendo un cigarrillo, le doy una calada rápida y sigo contándole mi jornada laboral, insistiendo en lo importante: la cantidad. ¡Porque anda que no hay que sumar polvos para vivir! Al menos seis por día. Siete u ocho sería mejor, pero con seis te haces el avío.

Cuando acabo con un cliente, bajo a mi sitio en la calle corriendo. Bueno, más bien camino, aunque 20 se podría pensar que voy corriendo. Me lo dijo el inútil ese de Hamid, el guarda del garaje Majestic de la esquina. Es un manojo de huesos que se pasa el día papando moscas. Trabaja allí por lo menos hace diez años, cuando lo suspendieron en el último curso de secundaria. Y desde entonces, se dedica a mirar las musarañas. Por la noche, siempre está acompañado de dos o tres tíos sin trabajo a los que les cuenta lo que ha visto durante su jornada.

Nunca me he acostado con ninguno de ellos. En el barrio solo lo hago con los que están de paso, no con los que viven y trabajan aquí. Es una forma de que te respeten.

En fin, esa es la versión oficial, pues si estoy necesitada lo hago a escondidas y no se lo digo a nadie. Pero nunca he estado con Hamid. A veces me dejo caer por el garaje y charlo con él para que me ponga al día de las novedades del barrio.

Como el garaje está al lado de nuestro edificio, paso a menudo por delante. Y es verdad que camino deprisa, salvo si busco clientes, porque hay que resultar atractiva. Faltaría más. Si me doy cuenta, echo el freno y hago lo siguiente: un suave contoneo de caderas y mirada a derecha e izquierda; luego me apoyo en la pierna izquierda y después en la derecha, como el andar de un camello. Visto por detrás, el movimiento parece un tanto lento pero agitado: las nalgas suben y bajan a trompicones. Resulta apetitoso, como las natillas Danette de caramelo que le compro a mi hija.

En la calle tengo un trocito de acera para mí, sobre la escalinata cerca del semáforo. Está en el cruce de las dos avenidas que hacen esquina con el mercado. Es el mejor sitio. No soy la única que lo ocupa, claro, pero es el mejor.

A las que tenemos experiencia, Hussein nos coloca allí. Primero, porque llevas a tus espaldas años de faenar y mereces sufrir menos; y luego, más que nada, por saber detectar a los polis. Aunque en general no tenemos problemas con ellos. Hussein se los conoce. Y nosotras, también…

‘De la boca del caballo sale la verdad’. Meryem Alaoui. Cabaret Voltaire, 2022. 320 páginas, 20,95 euros.

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