‘Cacator cave malum’: lo que las letrinas colectivas enseñan sobre la Roma antigua
Los romanos distinguían entre váteres individuales (‘latrinae’) y colectivos (‘foricae’). “Si quieres entender la cultura, mira sus baños”, sostiene la historiadora Mary Beard
“Me encanta este lugar”, exclama Mary Beard en la tercera parte de uno de sus documentales históricos de la BBC, Cómo vivían los romanos. El monumento que está a punto de mostrar puede servir para explicar muchas cosas sobre la antigua Roma, aunque es relativamente inesperado: se trata de unas letrinas públicas. Defecar, para los romanos, no era siempre un asunto privado. Compartían charla, comentarios, chanzas y hasta una esponja unida a un palo que utilizaban para limpiarse —la misma unos tras otros, algo que en la actualidad se consideraría bastante poco higiénico—. “Espléndida es tu cena, lo confieso”, explica Marcial, el más agudo y cínico de los escritores latinos en sus famosos Epigramas, en este caso el XLVIII (48), “muy espléndida; pero no será nada mañana, más aún, hoy, en este mismo instante, nada que no conozca la desgraciada esponja de un palo asqueroso”.
“Si quieres entender la cultura, mira sus baños”, señala Mary Beard, sentada en unas letrinas casi intactas de Ostia Antica, una de las ruinas mejor conservadas de Italia, a las que se llega desde Roma en un tren de cercanías tan bonito como desesperadamente lento. “En el centro de Roma, según una antigua guía que se conserva, había 144 letrinas, aunque no sabemos cuántos asientos tenía cada una”, prosigue la prestigiosa historiadora de Cambridge, recientemente jubilada, premio Princesa de Asturias y autora de libros como SPQR o Pompeya.
A continuación, expresa una serie de dudas sobre el uso de las letrinas públicas: ¿eran mixtas? ¿Para qué servían las pequeñas canalizaciones situadas al pie de los cagaderos? ¿El segundo agujero solo era utilizado para introducir el palo con la esponja? “No importa. Así es como debemos imaginar la antigua ciudad: todo el mundo cagando a la vez. Toga arriba, pantalones abajo, charlando mientras se procede”, sentencia.
La escena del documental de Mary Beard no es extraña entre los especialistas del mundo antiguo: no es ni de lejos la única que se ha interesado por la enorme información que puede extraerse de las costumbres defecativas de los romanos y, en general, de su relación con los baños. El historiador Andrew Wallace-Hadrill, uno de los grandes expertos en las ciudades destruidas por el Vesubio en el año 79, realizó una exhaustiva investigación de los restos de heces que se conservaban en Herculano. Descubrió algunos objetos que se perdieron en la mierda ya casi fosilizada y, además, obtuvo mucha información sobre la dieta: pollo, cordero, pescado, higos, hinojo, aceitunas, erizos de mar y moluscos. “Se trata de una dieta absolutamente estándar para la gente corriente del pueblo”, explicó Wallace-Hadrill en un documental de National Geographic. “Es una dieta muy buena; cualquier médico la recomendaría”.
Pero ningún investigador supera a Barry Hobson, que se pasó 14 años excavando en Pompeya y que es autor de los dos libros de referencia sobre el asunto (desgraciadamente difíciles de encontrar en la actualidad y ninguno de los dos traducidos al castellano): Latrinae et Foricae. Toilets in the roman world (Duckworth, 2009) y Pompeii Latrines and Down Pipes: A General Discussion and Photographic Record of Toilet Facilities in Pompeii (BAR Publishing, 2009). Este último requiere una pasión por las letrinas romanas al alcance de muy pocos especialistas. El primero, en cambio, es un libro muy divulgativo y divertido, que responde a muchas de las preguntas que se planteaba Mary Beard.
El título del ensayo, publicado en 2009, diferencia entre los WC individuales (latrinae) y los colectivos (foricae). Analizando ambos espacios, Hobson aporta muchísima información sobre el mundo romano, sobre su sentido de la privacidad por ejemplo. Los baños colectivos reflejan una distancia considerable con el mundo occidental en la actualidad, donde este asunto es casi siempre privado, aunque, por otro lado, también se han encontrado muchos baños individuales en ruinas romanas.
Hobson relata, por ejemplo, que Séneca cuenta que un gladiador se suicidó con una esponja cuando fue al baño sin estar acompañado, lo que significaría que reclamó privacidad. “Durante una lucha de gladiadores con las fieras, uno de los germanos que iba a participar en el espectáculo matinal se retiró al excusado para evacuar —a ningún otro lugar se le permitía ir sin escolta—”, escribió el filósofo estoico y consejero de Nerón. “Allí, el palo que, adherido a una esponja, se emplea para limpiar la impureza del cuerpo, lo embutió todo entero en la garganta y se ahogó”. Sin embargo, tanto la arqueología como las pintadas o los epigramas de Marcial reflejan una clara confraternización en los foricae. “Vacerra está a todas horas en los baños, sentado todo el día. Vacerra no quiere cagar, quiere que lo inviten a cenar”, escribió el poeta latino.
Es especialmente divertido el capítulo dedicado a las pintadas, con una misteriosa e inquietante que se repite en varios lugares en Pompeya: “Cacator cave malum”, “Cagador, ándate con cuidado”, que advertía del mal oculto que aquel que utilizaba las letrinas podría encontrarse. Otras pintadas señalan quién se había aliviado ahí —por ejemplo, Appolinaris, médico del emperador Tito en Herculano—, y en bastantes muros de Pompeya hay inscripciones que advierten contra defecar en ese lugar, lo que lleva a la conclusión de que los romanos no siempre utilizaban los espacios apropiados para esos menesteres.
Como médico, Hobson estudió también el concepto de higiene en la antigua Roma y, sobre todo, si sus habitantes eran conscientes del peligro que representaba la acumulación de heces, más allá del olor. “¿Conocían los romanos los problemas para la salud que los excrementos humanos podían plantear?”, escribe, sin encontrar una respuesta clara, aunque considera que “la transmisión de enfermedades se entendía mal”. Recalca, eso sí, que el Londres del siglo XIX no era mucho más higiénico que la Pompeya del siglo I. Es cierto que los romanos tenían una profunda relación con el agua, a través de los acueductos o de las termas, pero su concepto higiénico era muy diferente. En las termas, por ejemplo, el agua estaba estancada e ir con una herida en un pie era una idea muy mala.
Una de las obras que mejor analiza el mundo romano desde el punto de vista de las termas y el agua, aunque también de las letrinas, es un manga, Thermae romae (Norma Editorial), de Mari Yamazaki, que además acaba de ser estrenado como serie de anime en Netflix. Cuenta la historia de un ingeniero de termas romano que viaja en el tiempo hasta el Japón actual, donde aprende todo tipo de trucos para mejorar sus construcciones.
Con mucho humor y una minuciosa investigación histórica, Yamazaki muestra lo que une a dos culturas para las que las termas son un elemento esencial. Pero también lo que las separa: las foricae están a años luz de la obsesión por la limpieza de los inodoros japoneses, que ofrecen todo tipo de botones para mejorar la experiencia y la higiene. De hecho, uno de los primeros capítulos de la serie muestra el abismo que separa las foricae romanas, con sus asquerosas esponjas, de los tecnológicos váteres japoneses. Dos mundos separados y unidos a la vez por el agua y los baños.
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