Desnudos escandalosos y estatuas de colores estridentes: el arte clásico según Mary Beard
La historiadora británica combate en su nuevo libro tópicos como el de la blancura o la desnudez femenina asociada a la Antigüedad
El arte clásico era muy colorido. Aunque durante siglos se ha dado por hecho que “lo clásico” implica blancura (y mármol blanco en concreto), a lo largo de las últimas décadas se ha puesto de manifiesto la importancia de los colores brillantes, y a veces (para nosotros) estridentes, en las imágenes del mundo antiguo. No es un descubrimiento nuevo. Ya en el siglo XVIII J. Winckelmann, que fue uno de los admiradores más fervientes de las superficies blancas, puras y brillantes de la escultura antigua, era muy consciente de que algunas piezas de la época se habían pintado en su momento, y dedicó varias páginas de su Historia del Arte de la Antigüedad a la cuestión del color. Pero recientes análisis científicos han demostrado que muchísimas de las esculturas que hoy lucen un blanco inmaculado fueron tiempo atrás un espectáculo colorista.
El famoso retrato del emperador Augusto de Prima Porta, llamado así por el lugar donde se encontró, en las afueras de Roma, es un buen ejemplo. Si hacemos caso a la reconstrucción moderna, su capa era originalmente de un rojo intenso, y la escena que se desarrolla en el centro de su coraza, que representa el regreso a Roma de los estandartes aprehendidos por los enemigos partos, estuvo en su momento pintada con llamativos rojos y azules, de modo que llamaba aún más la atención del espectador sobre ese momento crucial y victorioso del Imperio. La impresión que debió de producir en su época es absolutamente diferente a lo que vemos en el museo moderno.
En cualquier caso, no es solo una cuestión de reimaginar lo que hoy es una escultura blanca para mostrarla con su aspecto original, pintado. A lo largo de El arte clásico intentamos recuperar un mundo antiguo pleno de color, desde la fabulosa Sala de los Jardines de la Villa de Livia y las delicadas pinturas de la Villa de los Misterios, en Pompeya hasta los mármoles de colores que pavimentaban y decoraban los suelos de los monumentos públicos más prestigiosos de Roma. Estos mármoles, procedentes de los rincones más lejanos del imperio, revelaban orgullosamente al espectador la supremacía romana: el arte nunca estuvo muy lejos del poder.
La deslumbrante luminosidad del mundo grecorromano es solo una de las muchas sorpresas que esperamos que depare este libro, contribuyendo así a difundir una imagen completamente distinta a lo que se suele ver en las reconstrucciones cinematográficas convencionales del mundo clásico, con sus monumentos pulidos e imponentes, casi fascistas. En este libro intentamos redescubrir el mundo antiguo y procuramos dar menos crédito a eso que habitualmente se ha considerado como clásico. La imagen de la desnudez femenina clásica es uno de los ejemplos más claros. En la actualidad, mucha gente observa centenares de antiguas Venus y Afroditas que se suceden en los museos y galerías de arte como si fueran algo trivial, un lugar común del arte occidental, replicadas infinitamente casi ad nauseam. Vale la pena retrotraerse a los mismísimos principios de la tradición de la escultura femenina de tamaño natural (en el siglo IV a. C.) para descubrir que lo que hoy nos parece un clasicismo reiterativo fue en su momento un género radical y casi ofensivo. La leyenda dice que cuando el escultor Praxíteles talló el primer desnudo de Afrodita, fue rechazada de plano por el primer cliente al que se le ofreció. Solo mucho después los desnudos de Afrodita se convirtieron en modelo y, al mismo tiempo, en atracción turística en el mundo antiguo. ¿Seremos capaces de pensar en un tiempo en el que las diosas desnudas no nos resultaban habituales? ¿Podremos recobrar la estupefacción de lo que era novedoso en la Antigüedad?
El desnudo de Afrodita que hoy nos parece una atracción turística fue originalmente un género radical y casi ofensivo para los griegos
En cualquier caso, hay otras maneras de intentar devolver su verdadero significado a algunas convenciones clásicas aparentemente manidas. Actualmente, muchos turistas dan por hecho que las columnas de Trajano y de Marco Aurelio son una parte característica del paisaje romano. Pero nosotros le pedimos al lector que preste más atención a semejante rareza estética, a esta ingeniosa innovación (impacto máximo en un área mínima), y a sus sorprendentes funciones (la columna de Trajano era, de hecho, también su tumba: las cenizas del emperador están enterradas debajo). Esos pilares enormes que nosotros llamamos columnas son mucho más sorprendentes de lo que creemos.
Lo mismo ocurre con algunas de las convenciones de las representaciones de la Antigüedad que ahora consideramos normales, sin pararnos a reflexionar demasiado. Un ejemplo de esas convenciones manidas es el tamaño. Es fácil dar por sentadas las suposiciones derivadas de las convenciones de la miniatura o de lo colosal. Pero nunca fue sencillo representar a Hércules como una miniatura o a un emperador (de tamaño muy humano) como un coloso. Las miniaturas de las cabezas de los reyes que aún se siguen viendo en las monedas son una audaz manera de representar el poder, aunque en nuestros días lo hayamos olvidado.
Tal vez, de todas, la faceta del arte clásico a la que hemos prestado menos atención es la del retrato escultórico, el busto. El retrato de la cabeza puede parecer casi una representación lógica o evidente del ser humano. Pero no lo es: se inventó en el periodo helenístico del que se ocupa este libro. Los retratos antiguos griegos eran generalmente una figura completa, de cuerpo entero. Fueron los romanos los que nos obligaron a ver una cabeza cortada como una persona (más que como la víctima de una ejecución). Incluso Plinio, a mediados del siglo IV d.C., no podía evitar el espanto cuando se preguntaba si esas cabezas serían realmente el recuerdo de una espantosa decapitación.
El arte clásico trata, al menos en cierta medida, de cómo las innovaciones artísticas de la Antigüedad se convirtieron en convenciones de la cultura occidental.
Prologo escrito por Mary Beard para la edición española de ‘El arte clásico’, escrito en colaboración con John Henderson. La Esfera de los Libros acaba de publicarlo en España.
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