Sin crítica no hay paraíso, ¿o sí?
Solo Constantino Bértolo acabó dedicándose a opinar sobre la reseña literaria, ese oficio mal pagado que todo el mundo se siente con derecho a ejercer
1. Bértolo
De Constantino Bértolo, crítico, editor, sofista y amigo, tengo muchos recuerdos (que nadie se alarme, esto no es un obituario). Lo recuerdo, por ejemplo, en el seminario (con Ana Puértolas, Isabel Romero, Rafa Chirbes, Alfredo Taberna, Carmela del Moral) que dirigía privadamente Carlos Blanco Aguinaga, un maestro sobrevenido que nos ayudó a enfrentarnos con la obra literaria sin farfollas idealistas ni mitologías previas. En aquel grupo todos practicamos en algún momento la reseña literaria, pero solo CB acabó dedicándose a la crítica de la crítica: su variada y brillante experiencia en la edición (en la que hizo muchas discípulas) le ayudó a comprender mejor los aspectos más terrestres de aquel oficio mal pagado que todo el mundo se siente con derecho a ejercer. Bértolo siempre ha contado, además, con el marxismo como referencia metodológica, y la ironía como técnica para atemperar sus rigideces (super)estructurales, lo que hace sus opiniones particularmente sugestivas. Su bibliografía (incluidas antologías personales de Marx y Lenin) ha aumentado exponencialmente desde que dijo adiós a la edición y la enseñanza. Los dos últimos libros suyos que me han llegado son sendas reediciones o recopilaciones de obras anteriores. Miseria y gloria de la crítica literaria (Punto de Vista) es una puesta al día de El ojo crítico, una antología de opiniones insólitas, escandalosas (para el establishment literario), provocativas, envidiosas o simplemente malignas, extraídas de juicios sobre la obra de escritores famosos. Una pequeña muestra de las últimas podría ser la de T. S. Eliot sobre Henry James: “Tenía una mente tan perfecta que ninguna idea podía profanarla”; o la de Ortega sobre Madariaga: “Un tonto en cinco idiomas”; o la de Gil de Biedma sobre Blas de Otero: “No hace más que llorar por España todos los días”. En todo caso, lo que podría parecer una especie de entretenida “antología del disparate” crítico, se ve compensado por los dos estupendos prólogos más bien teóricos en los que Bértolo analiza algunos contextos sociales y digitales del oficio. Más interesante me resulta Una poética editorial (Trama), que reúne una serie de textos heterogéneos (se incluye una entrevista con el crítico Ignacio Echevarría, con quien tanto coincide) que, en conjunto, vienen a constituir un destilado de la “poética editorial” del propio CB y de su modo de entender la edición.
2. Un nombre
Odiseo, el héroe de muchas vueltas (polítropos) le miente al cíclope (Odisea, IX): “Mi nombre es Nadie (outis); y Nadie me llaman mi madre, mi padre y todos mis compañeros”. La estratagema —regada con mucho vino— le sirve para que los demás cíclopes ignoren a Polifemo cuando les pide ayuda bramando que “Nadie le está matando con engaño”. Nadie es nadie, no puede hacer daño. En el Evangelio de san Marcos (5, 2-14), Jesús le pregunta el nombre a un tipo poseído por espíritus inmundos: “Legión me llamo, porque somos muchos”. Y lo cierto es que son tantos que Jesús los saca del atormentado y los introduce en los cerdos (“unos dos mil”) que hozan por allí cerca, y que acaban precipitándose por un despeñadero y ahogándose en el mar. “¿Qué hay en un nombre”, se pregunta Shakespeare a través de Julieta (Romeo y Julieta, II, 2), una cuestión que también inquietó a otro Guillermo, novelista y más zumbón, Cabrera Infante, algunos siglos más tarde. La rosa ¿olería igual si se llamara de otra manera? Y el endemoniado ¿se llamaría todavía Legión cuando ya hubieran salido de su cuerpo la mayoría de los espíritus malignos? A Odiseo le salvó el truco (infantil) de llamarse Nadie, pero también mintió a los lectores diciendo que así se dirigían a él en su casa. Lo primero que se nos da a conocer cuando leemos las memorias o la autobiografía de una gran mujer, de un gran hombre, es su nombre, que es la manera más económica y sencilla de conocer sus orígenes: quién es, de dónde procede. No se conciben otros patronímicos para quienes hemos llegado a conocer a alguien por el que se hizo famoso, como le ocurría a Julieta con la rosa. Leo estos días, con calma preveraniega, el estupendo volumen que la Biblioteca Castro ha dedicado a las Obras escogidas del más célebre protagonista de la muy meritoria, pero nunca bien dotada, ciencia española: su nombre es don Santiago Ramón y Cajal. Las “obras escogidas”, de entre un corpus científico tan dilatado, son las obras autobiográficas, seleccionadas e introducidas por el también histólogo Antonio Campos. El volumen incluye Mi infancia y juventud, una autobiografía que leí parcialmente (aquí está enriquecida) hace muchos años; Los tónicos de la voluntad, que deriva de sucesivas ampliaciones del discurso de ingreso (1897) de SRyC en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales y en el que profundiza en su idea de ciencia y de cómo se hace; y, por último, un libro que ha sido para mí un descubrimiento: El mundo visto a los ochenta años (publicado en 1934, ya muy cerca de su muerte), una reflexión sobre la vejez contextualizada en su tiempo y que todavía puede leerse no solo con provecho, sino también como una especie de libro de autoayuda para quienes se adentran en la senectud (lo que los piadosos llaman “tercera edad”).
3. El Prado
Dos libros importantes para (re)visitar el Museo del Prado: Rondas del Prado (Abada), de Antonio Muñoz Molina, a quien la invitación para impartir durante un año la cátedra del Museo del Prado le ha permitido reencontrarse con su otra vocación de historiador y crítico de arte, y El Prado inadvertido (Anagrama), de Estrella de Diego, que nos propone un recorrido subjetivo y poco evidente a través de una mirada que ha seguido con pasión y conocimiento el arte del último medio siglo.
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