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IDA Y VUELTA
Columna
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Idioma de cloacas

El mayor desafío para un novelista sería escribir diálogos que se parezcan a lo que se oye en las cintas innumerables de Villarejo

El excomisario José Manuel Villarejo, en enero pasado en San Fernando de Henares.
El excomisario José Manuel Villarejo, en enero pasado en San Fernando de Henares.FERNANDO VILLAR (EFE)
Antonio Muñoz Molina

La lengua viva y hablada es el desafío más difícil de la literatura. La declaración humanista de Juan de Valdés, “Escribo como hablo”, anuncia un propósito de sencillez, pero esconde la complicación de esa tarea, porque entre la lengua escrita y la hablada hay mucha más distancia de la que parece. Y la dificultad es mayor cuando ya no se trata de escribir como habla uno mismo, o como imagina que lo hace, sino como hablan otros, sean personas reales o personajes inventados. Nietzsche decía que una parte del estilo consiste en lograr, a partir de palabras escritas y leídas en silencio, la riqueza completa de la expresión oral, de todo lo que la escritura no refleja, el tono de las voces, los gestos, la expresión de la mirada de quien habla. Antonio Machado lamenta la falta de huella de oralidad en la literatura de su tiempo, él que quiso escribir una prosa que tuviera el tono de una conversación animada y cordial y revivir en sus versos la sobria música de la poesía popular.

Escribir haciendo que prevalezca el estilo es relativamente fácil. Ayuda mucho la afectación, y hasta el retorcimiento; también, en el español escrito de ahora, la imitación de las zonas más groseras o descuidadas del habla, en las que además se va infiltrando el amaneramiento pseudoamericano de los doblajes. Cuando uno es joven, lo atraen escritores en los que se nota mucho el estilo, el esfuerzo que hacen en cada línea por indicar al lector la alta categoría literaria de lo que están escribiendo, a la manera del virtuoso de un instrumento que despliega sus facultades técnicas como un pavo real las dimensiones y colorido de su cola. Por supuesto que también puede haber un exhibicionismo de la concisión, del tono seco, de la elocuencia telegráfica, del diálogo muy rápido, como de detectives o gánsteres experimentados, viejos perdedores en la barra de un bar de película rancia.

Lo difícil de verdad, lo que casi nadie logra, lo que además no recibe un gran elogio, es la sensación del habla común, no de su caricatura, la fluidez del diálogo en las circunstancias usuales de la vida, el trampantojo acústico que nos hace escuchar una voz o un cruce de voces en la página escrita. Precisamente porque su efecto es la pura naturalidad es más difícil apreciar su mérito. La maestría en el diálogo, en el tono de voz, se parece en algo a la del traductor que por haber hecho tan bien su trabajo se vuelve invisible. Su éxito es la desaparición. El éxito del escritor que hace sonar voces en la página escrita es que el lector tenga la sensación de que esas voces son tan verdaderas que no le pertenecen a él sino a los personajes. Es un talento peligroso, porque muchas veces no atrae la admiración sino la condescendencia. En los torvos años setenta un novelista tan prodigiosamente oral como Manuel Puig podía ser considerado superficial o frívolo porque usaba como materia prima de su arte los lenguajes de gente que lo era, igual que un artista pop podía usar las imágenes de la publicidad y de la moda. Nada requiere más elaboración que la extrema naturalidad. Y si el diálogo, la voz hablada, ha de escucharse físicamente, no ya leerse en la página, la dificultad es todavía mayor: cuando algo se dice en voz alta, cuando lo interpreta un actor, una actriz, cualquier error de tono o de ritmo se vuelve evidente, como una nota falsa que hiere el oído y desacredita sin remedio lo que sonaba tan bien leído en silencio. Y es que el oído, en la prosa, es tan musical como verbal, y quien escribe un monólogo o una conversación los está componiendo, y lo mismo que un compositor ha de imaginar por adelantado cómo sonarán cuando se digan en voz alta.

Ahora mismo el mayor desafío para un novelista o un guionista o autor dramático en España sería tal vez escribir diálogos y recrear voces que se parezcan a lo que se oye en las cintas innumerables en las que el excomisario de policía Villarejo grabó sus conversaciones con esa galería de personajes del Partido Popular, de las empresas y de los medios durante no sé cuántos años, con un afán conspiratorio que también tiene algo de gran proyecto narrativo, de novela río o novela pantano y cloaca de toda la podredumbre y toda la miseria moral de un país donde la corrupción solo es imperdonable si la cometen otros, y donde hasta las instituciones que deberían ser más respetables pueden ser infectadas por la baja intriga política, el chantaje y el robo.

No hay imaginación literaria capaz de recrear el universo de miseria moral y grosería verbal en el que se mueve esta galería de personajes

En El secreto de Joe Gould, Joseph Mitchell contó la historia de un presunto escritor mendigo y demente que dedica su vida a registrar todas y cada una de las voces, todas las conversaciones, todas las historias que va escuchando en Nueva York, sin depurar ni discriminar nada, en una tarea tan ambiciosa que no tiene límites y no puede tener fin. Joe Gould solo contaba con su oído, con su memoria, con las libretas y los lápices más baratos que robaba en las papelerías o encontraba en la basura. Villarejo ha tenido a su disposición todas las ventajas de la tecnología y al parecer también todas las herramientas que deberían estar reservadas para el uso exclusivo y severamente controlado de los servidores de la ley. El resultado, en términos literarios, es el equivalente a esas balsas ilegales de residuos venenosos que se van acumulando durante décadas por descuido de las empresas mineras o químicas y complicidad de las autoridades, y que un día revientan, envenenan los ríos, arruinan para siempre una comarca entera. No hay imaginación literaria capaz de recrear el universo de miseria moral y grosería verbal en el que se mueve esta galería de personajes, cada uno empeñado en convertirse en una caricatura impresentable de sí mismo. Los diálogos del cine de mafiosos, o los de las novelas de sicarios y policías sinvergüenzas de Don Winslow, desprenden por comparación un deje afectado de literatura. Valle-Inclán dotó a los monigotes de sus esperpentos de un habla degradada en la que se mezclaban la palabrería altisonante y la jerga rufianesca del hampa, ya que en el siglo que ha pasado desde Luces de bohemia el idioma se ha envilecido tanto como la vida pública. Ya no hay sitio para los lujos y los andrajos verbales de los diálogos de Valle-Inclán. El mejor retrato literario de este tiempo será la transcripción exacta y completa de las grabaciones del comisario Villarejo.

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