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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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El cronista de la intemperie ENRIQUE VILA-MATAS

En el pasado mes de febrero se publicaron entre nosotros, en narrativa extranjera, nada menos que tres grandes libros: todo un fenómeno que hay que celebrar, pues como dice Joseph Mitchell en El secreto de Joe Gould, "los grandes libros, incluso los libros grandes a medias, y hasta los buenos y los bastante buenos, son extremadamente raros".Podría ser que el mes de febrero, alejado del peaje hortera que acaban pagando las ferias del libro, fuera el mes más propicio para la publicación de buena literatura.

Los tres grandes libros que se han publicado este febrero son Los anillos de Saturno, de W. G. Sebald (Debate); Paseos con Robert Walser, de Carl Seelig (Siruela), y el ya mencionado El secreto de Joe Gould, de Joseph Mitchell (Anagrama), libro en el que, a causa de las siempre invocadas razones de falta de espacio (pero también porque está escrito por uno de los más grandes cronistas del siglo, y alguien así, aunque merezca mucho más, merece como mínimo, desde luego, una crónica entera para él mismo), voy a concentrarme, y será el único de los tres que aquí comente.

Del libro del gran periodista del New Yorker Joseph Mitchell ha dicho el no siempre infalible Martin Amis: "De haber sido neoyorquino, Borges nos hubiera sorprendido con algo parecido a El secreto de Joe Gould". Y yo no lo veo así, pues en primer lugar Borges odiaba Los papeles de Aspern, ese relato de Henry James donde, al igual que en el libro de Joseph Mitchell, se adivina bien pronto que los "famosos papeles" no existen; pero es que, además, la cuestión no estriba en que Borges fuera o no neoyorquino, sino en que no era periodista. En cambio, Joseph Mitchell fue siempre periodista por encima de todo, y ahí precisamente habita el duende de este libro sobre Joe Gould, ese hombrecillo risueño y demacrado que durante años gozó de notoriedad en cafeterías, comedores, bares y tugurios de Greenwich Village; ese hombrecillo que a veces se jactaba de ser el último bohemio y decía: "Todos los demás se han quedado en el camino. Algunos están bajo tierra, otros en el manicomio y otros en la publicidad".

Joseph Mitchell fue ante todo un gran cronista de su época, uno de los mejores del mundo. Y ahí habita el duende nada borgiano de su libro sobre Joe Gould, "un hombre que tenía una enorme afición por las fiestas"; ahí reside el encanto de su libro, pues nos hemos cansado de discutir eternamente sobre si se puede o no hacer buena literatura desde el periodismo, y Mitchell demuestra sobradamente que sí es posible. Es más, El secreto de Joe Gould prueba que el gran periodismo y la gran literatura pueden en ciertas ocasiones fundirse en un espectacular abrazo en medio de cualquiera de esas fiestas que tanto le gustaban a Joe Gould.

"A mí me habían invitado de verdad", se leía en El gran Gatsby. Y no sé dónde leí que, en el centro del vacío, hay otra fiesta. Sí sé en cambio que Joe Gould, con gestos de gaviota festiva, habría celebrado estas frases, ya que por algo se esforzaba, en su vida de escritor y vagabundo o mendigo intelectual, en transcribir por las calles de Nueva York su Historia oral de nuestro tiempo, "un número inmenso de monólogos", decía Joe Gould, "conversaciones y disputas sobre una amplia gama de temas que he oído al azar en el Village y que serán de gran valor para los historiadores de los siglos futuros".

Tan fascinante como la figura del "último bohemio, del cronista de la intemperie" (Gould), es la del periodista Joseph Mitchell, que escribe sobre él; escribe dos magníficos textos -uno en 1942 y el otro en 1964, ambos en el New Yorker- sobre ese pájaro raro que fue Gould, ese pájaro que no quería ir a morir a Perú sino a Nueva York, donde practicaba la mendicidad intelectual e iba repartiendo por diferentes hogares fragmentos de su descomunal Historia oral, al tiempo que imitaba, con la voz y con grandes saltos, a las gaviotas de Manhattan y decía a los paseantes: "¿Les gustaría oír que piensa Joe Gould de este mundo y de todo lo que contiene? ¡Scriiic! ¡Scriiic! ¡Scriiic!".

Profesor Gaviota llama Mitchell a su biografiado Gould, a este hombre que, sin dinero y empleo, entre fintas y tretas, resistió, con toda la firmeza de su bohemia desgarrada, la friolera de 45 años de intemperie escrita al azar por las calles de Nueva York: uno de esos personajes que imitaríamos de buena gana si no fuera porque sabemos que no vamos a ser jamás tan originales y auténticos como él: la única gaviota que ha fumado en Nueva York.

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