Un tiempo de periódicos
El diario tenía que ser el espejo de esa época, y compartía con ella su precariedad, sus incertidumbres y sus expectativas
Hace 40 años justos empecé a publicar en un periódico que acababa de nacer. Desde el principio mi vida de escritor estuvo vinculada a los periódicos. Mucho antes de publicar nada ya los leía con el mismo entusiasmo con que leía las novelas que alimentaban la otra faceta simultánea de mi vocación. Leía Pueblo a diario en la adolescencia, y cuando me fui politizando leía Informaciones con la misma constancia, además de Triunfo, cada semana, y con más reparo Cambio 16, que para mis amigos concienciados y para mí venía con una sospecha de reaccionarismo, porque defendía sin reparos lo que nosotros llamábamos “democracia burguesa”. El sueño de ser escritor incluía fervorosamente el de ser escritor de periódicos, no solo de cuentos o novelas. La primera vez que vi impreso algo que yo había escrito, firmado con mi nombre, en mayo de 1982, fue un artículo en aquel periódico que acababa de nacer, Diario de Granada, en una época en la que estaban naciendo al mismo tiempo muchas cosas, cuando todavía duraba el sobresalto y la sombra del golpe militar de tan solo un año antes, cuando la posibilidad de otro golpe no la descartaba nadie, menos aún porque se veía venir que las próximas elecciones generales las ganaría el Partido Socialista.
Me importa el recuerdo, no la nostalgia. En Granada, una coalición de socialistas y comunistas gobernaba el Ayuntamiento desde las elecciones de 1979. El anterior alcalde democrático de la ciudad, Manuel Fernández Montesinos, había sido asesinado por los golpistas de 1936. El anterior diario abiertamente laico y progresista había dejado de publicarse en ese mismo verano, y su director, Constantino Ruiz Carnero, había sido uno de los millares de fusilados con método y sin misericordia por los sublevados victoriosos, cuyos nombres seguían bien visibles en algunas de las calles principales de la ciudad. El nuevo Diario de Granada vindicaba la memoria del Defensor, pero la verdad es que no eran tiempos de conmemoraciones. Un país nuevo requiere periódicos nuevos, sin mancha de complicidad o aquiescencia con la tiranía. Abrir los primeros números de un periódico recién fundado era reconocer la fragancia estimuladora del presente en el olor nuevo del papel y la tinta. Los otros periódicos de la ciudad arrastraban el peso de plomo del pasado. Uno de ellos, Patria, conservaba el escudo y la tipografía de la prensa del Movimiento, y llevaba una existencia fantasmal, una somnolencia reumática que se parecía al sonido de su maquinaria viejísima en los sótanos del edificio donde se publicaba. El otro, Ideal, de lo que entonces se llamaba la Editorial Católica, tenía un aura administrativa y eclesiástica, de tradicionalismo espeso, de santurronería de provincia antigua.
En aquellos primeros años, uno tenía la impresión de que las cosas nuevas duraban más o menos de milagro, de un día para otro
Diario de Granada llegó con un diseño claro, con una tipografía limpia y moderna, muy inspirada, desde luego, por EL PAÍS. Empezar en el oficio de escribir en un periódico que estaba empezando era un comienzo doble, un entusiasmo inaugural: escribir a máquina las primeras palabras del primer folio en blanco de la propia vida futura; lanzarse a cuerpo limpio al ejercicio de la vocación sumergiéndose en un empeño colectivo, de literatura de periódico, de crónica de una realidad también recién inaugurada, que era la de la vida democrática. El periódico tenía que ser el espejo de esa época, y lo empezó siendo no solo porque daba cuenta de ella, sino porque compartía con ella su precariedad, su atropellamiento, sus incertidumbres sombrías y sus expectativas casi nunca colmadas. En aquellos primeros años, uno tenía la impresión de que las cosas nuevas duraban más o menos de milagro, de un día para otro, y los calendarios unas veces parecía que adelantaban de golpe hacia un porvenir hasta entonces solo imaginado y otras que retrocedían hasta el ayer macabro de tan solo unos años atrás. Por las mañanas, en la oficina donde me ganaba la vida, yo escuchaba a mi alrededor el ruido cansino de las máquinas de escribir en las que se redactaban expedientes y trámites municipales. Por las tardes llegaba al periódico y allí el ruido de las máquinas era tan cerrado como una descarga incesante de fusilería, y tan rápido que aceleraba el corazón.
Escribir es siempre un oficio. Lo es más todavía escribir en un periódico. A solas en mi casa, yo aprendía con dificultad el extraño oficio necesario de ajustarme a una cierta extensión y a una fecha y hasta una hora de entrega. Pero me gustaba más todavía ir de un lado a otro de la ciudad para hacer una entrevista o la crónica de una exposición, y llegar al periódico y escribir allí mismo, en una máquina de la redacción, no en el silencio prestigioso que se asocia a la literatura, sino entre el ruido de las voces y el vendaval sin pausa de las máquinas de escribir. De ocho a tres era un escriba sentado tras una de aquellas mesas metálicas grises todavía preceptivas en la Administración española. Por la tarde me parecía ya que era un escritor urgido por la prisa de entregar algo a tiempo, un reportero dedicado al relato de lo que estaba sucediendo, a recoger las voces de los que llegaban de nuevas y también las de los que volvían después del tiempo muerto de la dictadura.
Un amigo de Granada me cuenta que al parecer no queda ni siquiera en la hemeroteca municipal una colección completa del ‘Diario de Granada’
Algunas de las expectativas de aquel tiempo llegaron a cumplirse; otras que ni siquiera imaginábamos se hicieron realidad cotidiana; otras se malograron tan por completo que no ha quedado ni su recuerdo, ni la tristeza de que se perdieran. Aquel Diario de Granada llevó una vida zarandeada durante unos pocos años, y cuando no tuvo más remedio que cerrar quedó interrumpida la crónica de su tiempo que le correspondía, como una novela prometedora que no llega a cuajar, dejando oculto el mundo que podía haber revelado. Un amigo de Granada me cuenta que al parecer no queda ni siquiera en la hemeroteca municipal una colección completa del periódico. Pero no es la pérdida sentimental del papel lo que estoy lamentando. Es la desgracia de que desaparezcan o malvivan periódicos locales a los que corresponde la labor que intentó hacer Diario de Granada, con tan buena voluntad y con tan pocos medios, con un aliento ciudadano tan escaso. Donde el poder es más cercano es más fácil la corrupción, el caciquismo, el abuso, también menos visibles para los periódicos nacionales o internacionales. Sin periódicos locales que no puedan ser amenazados ni comprados, la vida civil se pudre por su base. Y sin ellos, dónde va a publicar por primera vez alguien muy joven que no tenga más credencial que su vocación.
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