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Literatura del arroyo: ¿de qué hablamos cuando hablamos de ‘grit lit’?

La adaptación de ‘El callejón de las almas perdidas’, uno de sus primeros clásicos, evidencia el auge de un subgénero que representan autores como Chris Offutt o Bonnie Jo Campbell

Retrato del escritor Sherwood Anderson realizado por Alfred H. Maurer.
Retrato del escritor Sherwood Anderson realizado por Alfred H. Maurer.Alamy Stock Photo
Laura Fernández

En el sur de Estados Unidos, ese sur de pueblos fantasma, caravanas que se hunden en el barro, hondonadas siniestras, ríos poco profundos y consoladores con forma de serpiente, suele desayunarse algo llamado corn grits. Un tipo de cereales de tazón de leche con aspecto de monstruosas y reblandecidas gachas. “Así fue cómo empezó todo”, dice Chris Offutt (Lexington, Kentucky, 63 años). Autor de la asfixiantemente poderosa Kentucky seco, y de al menos otro par de novelas, publicadas en España por Sajalín, e hijo de Andrew (Offutt), el rey de la pornografía escrita del pasado siglo, se refiere a la forma en que surgió el apelativo de grit lit. La también llamada “literatura del arroyo”, o noir rural, aquella que retorció el universo, desamparadamente perdido, del clásico (de 1919) Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson, no se consideró oficialmente “un todo en marcha” hasta 2012, como recuerda Offutt desde algún lugar del condado de Lafayette, en Misisipi, año en que se publicó la antología Grit Lit: A Rough South Reader.

“Hasta entonces era poco más que una expresión de slang universitario. La manera en que los chavales se referían a las clases de literatura sureña”, dice Offutt. Para Brian Carpenter, coeditor de dicha antología, que incluía relatos de los clásicos Harry Crews y Larry Brown, y del propio Offutt, la cosa tiene que ver con escribir sobre “currantes que viven en pueblos pequeños, a menudo en mitad del campo, ocasionalmente violentos, y generalmente sureños”. “En los últimos diez años, la expresión ha evolucionado, y ha incorporado la de algo rasposo, como el papel de lija, y la de mostrar coraje en una situación complicada, y podría decirse que hoy en día esa mezcla de cosas es la grit lit, pero también que los escritores raramente se refieren a lo que hacen como grit lit”, sentencia el autor de Los cerros de la muerte, para quien, si el sistema tiende a marginar ese tipo de realismo ultrasucio, es “claramente cuestión de clase, no tiene nada que ver con que esté mostrando una parte de Estados Unidos que no quiera mostrarse”.

Son historias de “currantes que viven en pueblos pequeños, a menudo en mitad del campo, ocasionalmente violentos, y generalmente sureños”

Podría decirse que la grit lit entró en España en 2011, cuando la desaparecida Libros del Silencio publicó la desesperadamente brillante Knockemstiff, de Donald Ray Pollock. Pollock había crecido en uno de esos agujeros con aspecto de pueblo norteamericano, había dejado el instituto a los 16 y había trabajado en un matadero, una fábrica de zapatos y en la fábrica de papel en la que despertó con 45 decidido a salir de allí escribiendo. Pollock, voraz lector desde niño, quería ser, a la vez, Earl Thompson y Flannery O’Connor. “Como cuenta Harry Crews, en esa clase de sitios, crecías incapaz de creerte que la gente que salía en los catálogos de Sear’s fuese real. Sonreían y estaban enteros. Crews no conocía a nadie a quien no le faltase un dedo o una oreja. Tampoco conocía a nadie que no hiciese otra cosa que sobrevivir”. El que habla es Javier Lucini, editor de Dirty Works, el sello que en España está haciéndole un hueco cada vez más grande a la grit lit publicando un degustable y adictivo clásico (a veces, instantáneo) tras otro.

Bonnie Jo Campbell (Michigan, 60 años) es autora de un buen puñado de ellos. El último, la colección de relatos Madres, avisad a vuestras hijas (Dirty Works), permite además centrarse en cómo de abominablemente distintas, y descorazonadoras, son las cosas para las mujeres en ese otro mundo subterráneo, en el que aislamiento —la soledad absoluta en la que viven— las hace aún más vulnerables, y a la vez, supervivientes entre los supervivientes. “Si un escritor no ha sido pobre y ha estado jodido, no va a poder escribir sobre en qué consiste mantenerse con vida en América. Pagar facturas, alejar a los yonquis de la familia de las drogas, y a los críos de cosas que podrían acabar con ellos. El escritor de clase media no tiene ni idea de lo que es vivir sin red, sin nadie a tu alrededor con dinero para sacarte de un aprieto, y los escritores de clase media son casi todos”, dice Campbell, a quien le sorprendió que las reseñas de su libro en Estados Unidos obviasen que el abuso sexual está por todas partes, como si obviaran, aún, el punto de vista femenino.

Para Campbell, nominada en dos ocasiones al National Book Award, y amante de los bares donde aún suele haber peleas —exvendedora de granizados del circo Ringling, con el que pasó una temporada—, “el sur perdió la guerra civil y la amargura de esa derrota generó un tipo de literatura, y el Medio Oeste, de donde vengo, perdió una especie de guerra hace no tanto, cuando perdimos todos los trabajos industriales bien pagados, y esa derrota está generando una literatura similar”. Que, más allá de Crews, Brown, y William Gay, tiene nombres que desaparecieron al poco de ser editados, porque nadie los reeditó jamás. A veces, cuenta Lucini, solo cuentan con las fotocopias del original que les envía la agente. “Pese a todo, siguen siendo marginales”, dice. Campbell, que responde por correo electrónico, admite acabar de descubrir a Elizabeth Maddox Roberts, “que describe como nadie la vida del aparcero en los años treinta″, y buscar desesperadamente a otras autoras. Un nombre: Tiffany McDaniel, de quien Hoja de Lata acaba de publicar Betty.

Sin embargo, la reciente y millonaria adaptación de El callejón de las almas perdidas, el clásico freak que William Lindsay Gresham (Baltimore, 1909-Nueva York, 1962) empezó a escribir en un pueblo cercano a Valencia en 1938 —vino a echar una mano al bando republicano—, después de que otro tipo le contara la historia de una atracción de feria llamada el monstruo que consistía en un borracho que había tocado de tal manera fondo que se dedicaba a arrancar cabezas de pollos y serpientes a mordiscos. “Es cierto que cada vez hay más lectores en España de este tipo de literatura”, apunta Dani Osca, editor de Sajalín, y de la obra de Gresham. ¿Por qué? “Está el sueño americano y luego está el otro lado, el basural, los daños colaterales, las cloacas del imperio, donde está la gente que hace que funcione. Ese magma es justo lo que nos fascina, la supervivencia y la desmitificación”, sentencia Lucini, que recomienda el visionado del documental Searching for the Wrong-Eyed Jesus, una crónica literario visual de una gira por el sur del músico gritty Jim White, para “acabar de entenderlo todo” y, de paso, conocer a Harry Crews, toparse, en realidad, con él, en mitad de un camino sin asfaltar.

Lecturas

Los cerros de la muerte 
Chris Offutt  
Traducción de Javier Lucini. Sajalín, 2021. 
226 páginas, 20 euros.

Madres, avisad a vuestras hijas 
Bonnie Jo Campbell  
Traducción de Tomás Cobos. Dirty Works, 2021. 
296 páginas, 23,40 euros.

Betty 
Tiffany McDaniel  
Traducción de Ignacio Gómez Calvo. Hoja de Lata, 2022. 528 páginas, 24,90 euros.

El callejón de las almas perdidas 
William Lindsay Gresham  
Traducción de Damià Alou. Sajalín, 2022. 
444 páginas, 23 euros.

 

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Sobre la firma

Laura Fernández
Laura Fernández es escritora. Su última novela, 'La señora Potter no es exactamente Santa Claus' (Random House), mereció, entre otros, el Ojo Crítico de Narrativa y el Premio Finestres 2021. Es también periodista y crítica literaria y musical, y una apasionada entrevistadora de escritores y analista de series de televisión.

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