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‘La mujer zorro y el doctor Shimamura’, complicidad raposa

La sagaz novela de Christine Wunnicke narra las investigaciones de un neurólogo sobre una extraña enfermedad mental y muestra el abismo entre Japón y Occidente

Retrato de la escritora alemana Christine Wunnicke. IMPEDIMENTA
Retrato de la escritora alemana Christine Wunnicke. IMPEDIMENTA

He aquí una obra original, dotada de una elusiva sabiduría y que abre una brecha en el escurridizo espíritu japonés al ponerlo en conexión con el europeo en los inicios de la psicología moderna. La novela de Christine Wunnicke (Múnich, 1966) recrea la peripecia de un neurólogo nipón entre 1891 y las primeras décadas del siglo XX. Es difícil pensar en un modo más sutil e inteligente de mostrar cómo la ciencia se abre paso gracias a las manías y carencias de quienes a ella se consagran. Sin embargo, la ironía no es el leitmotiv de este libro único. “La vida del doctor Shimamura estuvo marcada por la tragedia”. Esta frase, escrita en una revista de historia de la medicina japonesa, figura como cita de La mujer zorro y el doctor Shimamura y es el germen de la novela. Puede que así fuese, en la realidad incognoscible de la vida de ese neurólogo nacido en Kioto. Pero en la novela, nuestro héroe resulta más bien tragicómico; vive otra vida que no necesita explicación, solo ser contada con una extravagante sensibilidad para los detalles y los matices. Es una suerte de ikebana: palabras y frases como flores desaliñadas cuyos tallos se fijan con instintiva naturalidad sobre el agua inmóvil.

A Shimamura, retirado en su casa de Kameoka, siempre febril, aquejado de tisis, no le queda ya sino deconstruir su pasado. Intenta engañar la memoria con algunos juguetes de una hermosa paciente zorril, los cuales esconde detrás de los pesados tomos de Charcot y del tratado sobre las enfermedades mentales de Griesinger. El idioma alemán sirve de vehículo para sus ensoñaciones, pues teje “en su cabeza telarañas complejas e incandescentes”. A veces evoca aquella cucharita con la que su madre le limpiaba las orejas de niño y se imagina que, como entonces, penetra en su cerebro y lo vacía de la maraña de sus pensamientos. Cuidan de él su esposa, Shaniko; su madre, Hanako; la suegra y una joven que fue paciente o cuidadora, no lo recuerda, en el hospital de Kioto del que era director. Hanako escribe una biografía de su hijo (una vida marcada “por esta locura bonita, dulce, compasiva, casi femenina”), pero una vez que tiene dos o tres capítulos los echa al fuego. Las mujeres entran y salen a su antojo del gabinete del enfermo y conocen todos sus secretos y escondrijos.

Un asunto domina sus divagaciones solitarias: aquella expedición que hizo en 1891 para estudiar a las mujeres poseídas por el zorro en la lejana provincia de Shimane. Allí fue enviado junto con un ayudante por el doctor que dirigía sus estudios, el cual sospechaba que tales brotes fueran una especie insólita de histeria. Los primeros indicios de la obsesión por los zorros se remontan al siglo XIII, y parecen estar ligados a ritos del sintoísmo. El joven doctor Shimamura ha recopilado viejas historias y xilografías que dan testimonio de esa misteriosa dolencia que atacaba en verano a las mujeres y que ha escapado al escrutinio de la medicina durante siete siglos. El animal toma posesión del cuerpo femenino, penetra por las más pequeñas aberturas corporales, hace camino a través de los órganos y los intestinos, y por fin emerge debajo de la piel y hasta puede aparecer por la misma boca de la paciente. Así lo comprobó con repugnancia creciente Shimamura al examinar a una hermosa joven durante varios días, observando sus contorsiones y su baile desvergonzado, como una tarantela. Su ayudante toma fotos, intenta el exorcismo y a veces lo consigue, y el zorro expulsado es acogido por extraños seres humanos que llaman vasijas. ¿Acabó Shimamura siendo una vasija?

Enfermo, aún poseído por “el espíritu del zorro” (Fuchgeist, masculla él con acento vienés a su paciente-asistenta), nuestro hombre es enviado por el emperador a Europa. Sin saber una palabra de francés, entra en la órbita de Charcot y su circo de la Salpêtrière, y lo único que entiende es que la grande hystérie es una comedia que orquestan los médicos ante un público divertidamente sobrecogido. Luego recala en la capital germana, tutelado por el profesor Mendel, y pronto comprende que en Berlín, al contrario que en París, “no reinaba más que la razón”. Por fin, lo encontramos en un diván de Viena, hipnotizado por el mentor del mismísimo Freud, Josef Breuer, quien va extrayendo con pinzas un homicidio oriental mientras de vez en cuando abre la ventana para que entre aire, o salga el zorro. En su memoria para los funcionarios del emperador, el doctor Shimamura, que ya controla los movimientos espasmódicos de sus brazos y ha dejado de llorar cuando suena un vals, concluye que el psicoanálisis como método para curar la “histeria traumática es inútil para Japón por ser contrario a nuestro sentido de la cortesía; además, dura demasiado”.

Esta novela divertida y sagaz, con personajes que se ven y se comprenden (esa paciente-asistenta que lleva dentro una novela “de amor, miseria, silencio y suicidio”), muestra el abismo entre Japón y Occidente, así como entre la psicología y el corazón humano, sin dar importancia a tales abismos. Wunnicke, con una luminosa, rica y libre manera de narrar que recuerda a Karen Blixen, deja en el aire un tintineo que nos remite a la nimiedad de la razón, a la par que cuestiona la fiabilidad de la memoria humana; es decir, logra que el lector se mire en el espejo de la novela y esboce una tímida sonrisa de complicidad.

Portada de 'La mujer zorro y el doctor Shimamura', de Christine Wunnicke.

La mujer zorro y el doctor Shimamura

 

Autora: Christine Wunnicke.


Traducción: Richard Gross.


Editorial: Impedimenta, 2022 .


Formato: tapa blanda (189 páginas, 20,50 euros).

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