Tom Holland, en la guerra entre Sony y Microsoft
La concentración empresarial activa estrategias agresivas para colocar determinadas marcas

Si la noticia del mes pasado era la compra de Activision Blizzard por parte de Microsoft, esta semana hemos tenido la reacción de Sony, al adquirir por 3.600 millones de dólares la compañía Bungie. Como en su día pasó con las editoriales, la concentración empresarial parece un hecho imparable en el mundo de los videojuegos.
Playground Games, Compulsion Games, Ninja Theory, Bethesda… en total, Microsoft tiene ahora 33 estudios desarrolladores, lo que la sitúa todavía más entre las compañías de videojuegos con mayor cuota de mercado. Pero su guerra no es con Nintendo, Apple o Tencent, otras de las más grandes, sino con alguien muy específico: Sony. Con Tencent y su League of Legends, con Nintendo y sus Pokémon, Microsoft no se reparte el mismo pastel, pero con Sony sí: ambas empresas luchan por hacerse con el mercado de videoconsolas domésticas (Microsoft con Xbox; Sony con Play Station). Ambas han venido comprando estudios durante los últimos años, pero el titánico desembolso de dinero que Microsoft hizo al adquirir Activision rompió la baraja, y muchos se preguntan si hay algún escenario en el que sea realmente posible hacer rentables los 68.000 millones de dólares que costó la operación. Esos muchos vieron el movimiento de Microsoft como una afrenta directa a Sony, ya que Activision es dueña de una de las franquicias que más dinero reporta al ecosistema Play Station, Call of Duty.
Aunque Microsoft ya ha dicho que no retirará por ahora la saga de acción militar del catálogo de Play Station, lo cierto es que, ante esta concentración, y ante los retos que el futuro pueda traer al mundo digital, ambas compañías se van escorando hacia posiciones muy diferentes. Ante el impacto económico o puramente lúdico, Sony ha optado por virar hacia el impacto semiótico. Es decir, videojuegos hay de todo tipo, pero los exclusivos de Sony vienen funcionando, durante mucho tiempo, como grandes hitos del calendario en el mundo de los videojuegos a gran escala. Hablamos de títulos que en los últimos años han dejado una profunda mella en el ecosistema virtual: Shadow of the Colossus, Bloodborne, Ghost of Tsushima, The Last of Us, God of War... y de otros que han sido exclusivos durante algún tiempo (a veces años) antes de pasar a PC como Death Stranding, Uncharted, Final Fantasy VII Remake u Horizon Zero Dawn. A veces funciona mejor, a veces funciona peor, pero la compañía japonesa se esfuerza por que sus grandes lanzamientos traspasen la esfera de lo lúdico y tengan un impacto cultural a gran escala.

El otro día, en este mismo periódico, se señalaba el creciente fenómeno de las adaptaciones, del trasvase entre medios: libros que se convierten en películas, películas en videojuegos, videojuegos en cómics, cómics en series. La semana que viene llega al cine la adaptación de Uncharted, en la que Tom holland da vida a esa especie de Indiana Jones despistado que es el cazatesoros Nathan Drake, y Mark Wahlberg encarna a su padrino de aventuras, Victor Sullivan. La superproducción comparte sección de noticias con el rodaje de The Last of Us, que HBO estrenará el año que viene. Se trata de dos productos importantísimos para la imagen de Sony y la punta de lanza de su estrategia transmedia. Como decíamos, la búsqueda de impactos culturales de calado va ganando terreno en un escenario en que el desembarco de las nuevas consolas de sobremesa (Xbox Series y PS5) se ha visto limitado por la pandemia y la crisis de suministros, especialmente de microchips.
Los videojuegos son (quizá junto con el anime japonés) el más ecléctico caladero de nuevas propiedades intelectuales estimulantes, y su naturaleza digital los hace especialmente proclives a seducir al mundo a través de las redes sociales y a que mucha gente vea a través de internet aquello que tienen que ofrecer en cuestión de narrativas, personajes, creación de mundos o historias. Hubo un tiempo en que el cine se nutría de novelas. Luego pasó a nutrirse de cómics. No es cuestión de hacer de Nostradamus, pero si alguien quiere saber de dónde van a venir las tendencias culturales que permearán el mundo en los próximos años, ya sabe dónde mirar.
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