De la Gran Dimisión a la gran domesticación
Si la noticia de las renuncias laborales masivas tras la pandemia ha alcanzado ese impacto mayúsculo, es porque viene de Estados Unidos: empaquetada, etiquetada y envasada al vacío
Si la Gran Dimisión ha alcanzado ese impacto mayúsculo, es porque viene de Estados Unidos: empaquetada, etiquetada y envasada al vacío como la gran emisión. ¿Renegar del trabajo y poner en la picota la cultura laboral de la primera potencia del mundo? Perfecto. Aunque, si uno escarba, lo primero que comprueba es lo poco original de esta renuncia que, como el famoso fantasma de la revolución del proletariado, esta vez vuelve a recorrer el mundo convidándolo a dispersarse en los hogares antes que a unirse en la fábrica.
Desde luego, tiene su importancia que esta negación multitudinaria nos llegue del país que hasta ayer había encumbrado el trabajo como piedra angular de su sueño nacional. Pero es pronto para la euforia y para saber si este movimiento confirmará las teorías sostenidas en la ilusión de un trabajo digno o si las echará por tierra definitivamente. Si actualizará el derecho a la pereza que Paul Lafargue colocó en el marxismo como la cara B de El capital o terminará por diluir su ímpetu en otra de esas escaramuzas culturales tan propias del hipermercado que mueve el capitalismo contemporáneo.
De momento, ni siquiera es del todo evidente la conexión de esta Gran Dimisión con la tradición que, desde siglos anteriores, habían activado clásicos de la pereza como Felipe de la Guerra y Gotthold Ephraim Lessing, Bertrand Russell y Jacques Leclercq. Sin tanto pregón, en el Caribe se viene intentando grandimitir desde los tiempos de la esclavitud. Y no es casualidad que Lafargue, el gran ideólogo de la pereza como estrategia antisistema, hubiera nacido por allí en una familia de plantadores. Ya sé que la combinación de los caribeños con la vagancia suele tender al estereotipo; pero, a la luz de estos días, quizá valga la pena resetear el cliché como punta de lanza contra la glorificación del trabajo en el corazón mismo de la ética protestante.
Esto es lo que ha venido proponiendo, desde México, la escritora y editora Vivian Abenshushan en los últimos 15 años. Una dimisión a largo plazo, intensa y sistemática, desplegada en torno a un proyecto como Tumbona Ediciones, que proclama “el derecho universal a la pereza” y acoge “libros con espíritu heterodoxo e irreverente, libros con vitalidad estética y riesgo intelectual, libros impuros que puedan ir de un lado a otro de las ramificaciones artísticas”. El método de Abenshushan queda fijado, además, en sus propuestas digitales o en libros como El clan de los insomnes (Maxi), un volumen de relatos alrededor de la creatividad latente en la decisión de no dormir y del mundo alternativo que puede edificarse desde esa nocturnidad.
Si hace 30 años cayeron muros entre sistemas, hoy se han echado abajo fronteras entre el ámbito laboral y el doméstico
Si Marcel Duchamp —otro vago habitual— dedicó su vida a construir una obra “definitivamente inacabada”, en su Permanente obra negra (Sexto Piso), esta novelista avanza una “obra inconclusa y al mismo tiempo imposible de concluir”. Ese libro reciente es, al mismo tiempo, un canon de las oscuras labores que sostienen a la literatura circulante y una relación de manifiestos contra la cultura del trabajo (entendida, sin más, como cultura de apropiación de ese trabajo). De ahí su percepción de la arquitectura del barco de esclavos como el emplazamiento idóneo de una división laboral capaz de atravesar siglos y mundos (tal cual lo han comprendido artistas como Manuel Mendive y Rogelio López Cuenca o un historiador como Marcus Rediker). El método de Abenshushan establece una genealogía de la acidia como estrategia creativa que trasciende la obvia incitación a no trabajar. Al mismo tiempo, nos avitualla para que sospechemos de esta Gran Dimisión y de esa extendida obediencia, según la cual hasta nuestras más radicales resistencias han de importarse siempre desde los centros del poder mundial para que sean tenidas en cuenta.
En 1989, el desplome del comunismo sirvió para que aquellas sociedades basadas en la dictadura del proletariado dieran paso a la eclosión de la producción digital y el apogeo de Microsoft. Si esto implicó un cambio en el sentido del trabajo, la pandemia ha servido para afianzar una transformación en el espacio de ese trabajo. Si hace 30 años se derribaron muros que dividían sistemas, hoy se han echado abajo las fronteras que separaban el ámbito laboral del doméstico. En 1989, la demolición del Estado vigilante y a la vez protector del comunismo dejó millones de personas a la intemperie. ¿Qué mejor paliativo, entonces, que hacer descansar la explotación en tu propia casa y a resguardo de cualquier cosa parecida a una comunidad?
Desde siempre, la franja subversiva de la pereza estuvo vinculada a un esparcimiento en el tiempo y no, como ocurre hoy, a una contracción en el espacio. Por eso, cabe desconfiar de esta renuncia que hoy se expande en la pospandemia, justo cuando el teletrabajo había alcanzado la dimensión de un modelo laboral.
En ese punto, es legítimo sospechar que, tras la Gran Dimisión, lo que se nos esté vendiendo, con nuestro aplauso incluido, no sea más que una gran domesticación.
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