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Desconfianza

Me pregunto si mi cuerpo se comportará como la ciencia y la práctica médica esperan de él o tendrá el espíritu de rebeldía de un sujeto antisistema.

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Un centro de vacunación en Buenos Aires, en agosto pasado.AGUSTIN MARCARIAN (Reuters)

La mayoría de mis movimientos se realizan hoy bajo el signo de la desconfianza. Ni durante los años de la dictadura militar, desde 1976 hasta 1983, recuerdo haber tomado tal cantidad de recaudos. En aquel entonces, una pequeña transgresión sumaba una batalla ganada al autoritarismo del Gobierno. Valía la pena el riesgo, ya que era la consecuencia de un acto valeroso frente a las imposiciones de los militares. La transgresión tenía contenido político. Y, no casualmente, violar cualquier regla, aunque fuera secundaria y su violación un hecho casi invisible, entrenaba para cosas mayores. Quien se animaba a lo pequeño llegaría a formar parte de una manifestación o repartir algún volante de protesta.

De este modo, todo riesgo prometía una recompensa, aunque muchos fueran capturados o incluso muertos buscándola. El riesgo tenía un contenido ético o ideológico, según las circunstancias. Se lo registraba como victoria sobre el miedo. Así lo experimentaban todos los que tenían formación política.

Quien se animaba al riesgo no era un descerebrado que hacía cualquier cosa, sino alguien cuyos actos habían sido pensados en relación con un camino elegido y (bien o mal) razonado. Recuerdo largas discusiones sobre la importancia de repartir un paquete de volantes, pese al peligro de ser detenido en la faena. Esas discusiones sopesaban la eficacia del mensaje que se quería trasmitir, su posibilidad de ser atendido por algunos destinatarios y su difusión más allá de la mano que lo entregaba. A veces, incluso, sucedía el milagro de que alguien se detuviera para preguntarnos por qué estábamos allí y de dónde veníamos con esas hojas cortadas al medio, con símbolos partidarios y exhortaciones políticas. Otras veces, nos salvábamos por poco de que nos agarraran in fraganti, tratando de meter el paquete en el tanque de un inodoro, como me sucedió en un tradicional bar de Buenos Aires, cuando entró la policía.

Justamente el carácter político, ideológico o religioso de esas hojas que repartíamos confería valor al riesgo y obligaba a disminuir la desconfianza. El riesgo valía la pena, aunque no fueran seguros los resultados de la acción. Era sensato desconfiar de todo. Pero más sensato todavía era tener razones para argumentar que algo de riesgo valía la pena porque lo que podía conseguirse era mayor de lo que se cuidaba. Ese pasaje hacia un resultado impredecible nos hacía desconfiar y, al mismo tiempo, nos daba fuerza. Y el suspenso era tan apasionante como en el cine. Era Cary Grant perseguido por la avioneta en un filme de Hitchcock.

Durante estos tiempos de peste, me he sentido singularmente tranquila. Me pregunté de dónde salía esa calma y la conclusión fue rápida, y creo que exacta. Durante la dictadura militar viví años con parecida incertidumbre sobre mi destino. Y los viví sin suspender mi cotidianidad. No me convencí de exiliarme, aunque las flechas me pasaran cerca. No por heroísmo, del que soy incapaz, sino por una incapacidad de raíces más arcaicas: me gusta pasear por el mundo entero y lo hago cada vez que me invitan, pero solo puedo imaginarme viviendo en Buenos Aires. Mi casa, mi lengua, mi imagen reflejada en las vidrieras están acá. Y cuando visité amigos exiliados comprendí su nostalgia. Yo estaba triste y tranquila durante la pandemia, porque seguía en Buenos Aires. Sé que es muy limitado este provincialismo, pero me salva hoy de la impaciencia que produce el encierro.

La desconfianza que, en el curso de la pandemia, siento ante cualquiera de mis actos es de naturaleza bien distinta y mucho menos aventurera. En ella se mezcla mucho de lo sabido con las fantasías que rodean la muerte. Los sanitaristas han informado exhaustivamente sobre los peligros, con una seguridad basada en conocimientos que el resto del mundo no posee. Salvo grupos pequeños que disputan con los sanitaristas como los terraplanistas disputan con geógrafos y astrónomos, una mayoría de nosotros se inclina por aceptar la exactitud de sus dichos.

Acá viene lo bueno y lo malo de tal aceptación. La confianza con que seguimos las explicaciones, imperativos e instrucciones no puede evitar el reflejo subjetivo de la desconfianza. El primer motivo de recelo es evidente: la medicina no es una ciencia exacta, sino una práctica sostenida por saberes probados, que se ocupan de nuestros inexactos cuerpos, cuyo pasado, historia y caprichos se resisten a la exactitud. Nuestros cuerpos pueden reaccionar como aliados, como observadores escépticos o como rebeldes a las indicaciones. Por fortuna, una mayoría se alinea entre los aliados.

Pero justamente acá se abre el vasto campo de la desconfianza. Yo misma me pregunto si mi cuerpo se comportará como la ciencia y la práctica médica esperan de él o tendrá el espíritu de rebeldía de un sujeto antisistema. Durante la pandemia, esta pregunta se hace más amenazadora que otras enfermedades. Son tantos los contagiados y curados que podemos sentirnos optimistas. La desconfianza se alimenta con los miles y miles de muertos, no con la suerte que les tocó a los sobrevivientes.

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