Insaciable deseo de historias
A 20 años de su muerte, Patio Herreriano reivindica el silencio asombroso de Juan Muñoz
Por qué se acaba el arte de contar historias es una pregunta que me he hecho siempre que, aburrido, he dejado pasar largas horas de sobremesa con otros comensales”. Así empieza el delicioso texto de Walter Benjamin El pañuelo, en el cual rememora lo extraordinario en las narraciones del Capitán O… A Benjamin le fascina cómo se ha convertido en un magnífico narrador a partir de las muchas horas que ha pasado recorriendo el puente de mando de un extremo a otro: “Comprendí entonces que quien no se aburre no sabe narrar”.
Aburrirse es, obviamente, tener largos ratos para reconstruir una historia, mejorarla, transformarla; contarla a otros que a su vez la mejoren y la vuelvan a contar. “Pero el aburrimiento ya no tiene cabida en nuestro mundo”, sigue diciendo Benjamin, en la década de 1930. No tiene cabida por las prisas y sin ese aburrimiento que han propiciado las reuniones de las gentes a lo largo de los siglos para contar y escuchar relatos, el arte de narrar ha menguado. La vida se ha hecho oscura.
Por eso, cuando a mediados de los ochenta del siglo XX aparecía Juan Muñoz en el panorama artístico español, decidido a invitar a los espectadores a imaginar otros modos de ser escultor, de contar historias desde una escultura “figurativa” —qué palabra tan restrictiva en el caso de Juan Muñoz—, todos supieron que se hallaban frente a un acontecimiento. Estaba claro: se necesitaba tiempo por delante para descifrar las infinitas historias que Muñoz contaba desde sus espacios, sorprendentes sets teatrales —balcones, escaleras, esquinas…—. Solo faltaban los actores: esos espacios los pedían a gritos. Llegaron pronto. Primero de uno en uno, ocupando los balcones y las esquinas. Se camuflaron, apuntadores en un teatro, o se miraron al espejo. Luego se convirtieron en filas, en grupos; ocupando inquietantes las perspectivas y los trampantojos. Construyendo el espacio con su soledad.
En esa inesperada aproximación a la escultura, en esa teatralidad compleja de describir aún hoy, se basaba la ruptura con el resto de escultores en su generación, muchos sin duda admirables; otros tantos maestros en las necesarias reflexiones a propósito del espacio y la revisión de la propia escultura que el momento exigía, pero ninguno dispuesto a jugárselo todo a la necesidad rara de cultivar el arte del relato. De manera que la crítica trató de definir aquello que tenía delante y, como la crítica de los ochenta era incluso más dada que la actual a poner nombre a las cosas, incluso más pretenciosa, buscó definiciones para Juan Muñoz: “Posnarrativo”, “posconceptual”, “el artista más influyente de su generación”… Pese a todo, y lo recordaba Adrian Searle en su obituario de 2001, tras la muerte prematura del escultor sin haber cumplido los 50, Juan Muñoz prefería imaginarse como un simple “contador de historias”, alguien que imaginó piezas para la radio junto a John Berger, entre otras colaboraciones sonoras, a las cuales dedicó una exposición La Casa Encendida en 2005. Contar historias: no es poco.
En cualquier caso, lo que Muñoz hacía no eran tampoco esculturas propiamente dichas; ni siquiera instalaciones o entornos. Eran una especie de campo expandido —relato expandido, diría— con pinceladas de Richard Serra —a quien conoció en Nueva York siendo becario Fulbright—, y de Mario Merz, ligado al arte povera y con quien Muñoz trabajó como asistente. Eran, sobre todo, lugares donde ocurrían las historias. O hasta más que eso, cuando el propio escenario, en apariencia el lugar para el desarrollo de la trama, termina por ser otro protagonista del cuento. Ocurre también en El corazón de las tinieblas, la novela escrita por el marinero Joseph Conrad, junto con Louis Stevenson, uno de los autores favoritos de Juan Muñoz: en el libro, la jungla deja de ser escenario y se suma al elenco de actores.
Al hallarse ante The Waste Land —tal vez la obra en la cual se desvela por primera vez la pasión narradora de Juan Muñoz—, con su suelo trampantojo y el muñeco de ventrílocuo que, insolente y melancólico, cuenta historias por boca ajena a pesar de conocerlas de primera mano, se experimentaba asombro. Se parecía a la sensación extraña al llegar a la plaza de San Carlo alle Quattro Fontane en Roma, la iglesia de Borromini —arquitecto fetiche de Muñoz—, que en cada viaje interpela desde su ilusionismo espacial. Son los elementos barrocos en las primeras obras del artista, perspectivas y espejos de Las meninas. Los personajes con acondroplasia buscan su reflejo en una serie potente y respetuosa, igual que las representaciones del pintor sevillano. También estos personajes de la corte del XVII tienen algo del muñeco de ventrílocuo: en tanto próximos a la intimidad de los poderosos, saben más de lo que cuentan. Mejor callar.
El silencio es elocuente. Muñoz lo sabe y lo usa, como Cage, para modular el relato. En su trabajo se asocia a la soledad, incluso al aislamiento entre los personajes reunidos. El tamaño parece real, pero está ligeramente reducido o agrandado. Ahí, en este juego con algo de carnaval —tentetiesos, personajes escapados de una verbena o de un barco llegado desde tierras lejanas con grandes leyendas que contar—, comienza la verdadera narración con la que nos confronta Juan Muñoz.
Justo en ese borde radica la aparente paradoja en su trabajo, cuando transita entre el silencio y el apego al arte de contar historias. Y digo aparente pues, al fin y al cabo, las mejores historias son las que dejan el final abierto, las que no terminan por desvelarlo todo. Ocurrió en el que fue uno de los últimos proyectos de Muñoz, la gran escultura expandida en la Sala de Turbinas, Double Bind, que inauguró lo que otros tras él cultivarían: cierta escultura del asombro que, sin remedio, ponía en marcha en los visitantes un insaciable deseo de historias. Veinte años después de su muerte ese deseo sigue intacto entre el asombro y los silencios.
Tres imágenes o cuatro. Juan Muñoz. Patio Herreriano. Valladolid. Del 18 de septiembre al 30 de enero de 2022.
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