Robert Walser, atroz e irresistible
Recuerdo con ansiedad la adicción que despertó el escritor suizo en todos nosotros, aún impresionables y jóvenes: nos dejó sin aliento y sin herramientas para juzgar su escritura rica y apasionada, pero siempre al amparo del desdén más profundo
Lo cierto es que no estaba yo pensando, ni por lo más remoto, en traer a este rincón a un salvaje sonámbulo de la categoría del escritor y poeta suizo Robert Walser (Biena, 1878 - Herisau, 1956). Eso sí, recordaba con cierta ansiedad la adicción que despertó entre todos nosotros, aún impresionables y jóvenes: literalmente, nos dejó sin aliento. Y lo que es peor, sin herramientas dignas para juzgar su inquietante dualidad: una escritura rica y apasionada, con un decidido timbre poético, pero siempre al amparo del desdén más profundo. Era algo nuevo, atroz, irresistible.
Walser no te lo ponía fácil: nunca mentía sobre sí mismo. Su pesar te ahogaba, pero sus palabras, elegidas como alianzas de un amor imposible, te seducían y te liberaban al mismo tiempo. Y leías hasta caer muerto. Pero él te volvía a enredar, y tú te pegabas otro traguito. Pensabas, si él se libera, yo también. Nada malo podía pasar. Al fin y al cabo, en Suiza no habían inventado la tragedia, solamente los relojes de cuco, como decía Orson Welles en El tercer hombre.
Los años han pasado volando. Os contaré cómo se me apareció, ¿inocentemente? Lejos de él, segura, me dedicaba estos días a releer a Elias Canetti, uno de mis favoritos. Empecé por el primer tomo de sus memorias, La lengua absuelta, tan vivamente traducido al castellano por la gran Lola Díaz. Ella, más que traducir un texto, aplica una transfusión, a fuerza de borrar sus propias huellas de escritora, y lo mejor es que no deja rastros de sangre. La generosidad es el primer destello de una buena traducción.
Luego seguí, dando un gran salto en el tiempo, con sus apuntes y reflexiones diarias que ponen el telón de fondo a sus obras y te despejan aún más el camino. Octogenario y con un Nobel a cuestas, Canetti podía permitirse ese lujo. Se nota que disfrutaba con sus apuntes, retratos, aforismos, sinceras confesiones. Y, entre todas, de pronto, aparece esta: “Hoy me he negado a Robert Walser por miedo a que se me convirtiera en una droga”. Y luego, en otro respingo impredecible, admite: “Él es lo más vivo. A su lado, Kafka palidece”. Estoy de acuerdo.
Busqué en casa los libros de Walser. Primero encontré las tres novelas autobiográficas que escribió en Berlín con apenas 24 o 25 años, a todo gas y sin respiro. Los hermanos Tanner, El ayudante y Jakob von Gunten van representando y acotando, cada uno a su manera, el suelo quebradizo que Walser, tan joven, iba ya tanteando. Cuando, años después, llegó el reconocimiento público de su obra, Walser ya no estaba en el mundo real. Había dejado de ser el “sirviente” y de desempeñar tareas ínfimas, ajenas a su talento; de esperar en vano la fama. En vida nunca le llegó, aunque algunos escritores de éxito empezaron a mostrase zalameros; a preguntarse quién era. Languidecía —esto también es una suposición— en un sanatorio psiquiátrico, en el que permaneció más de 20 años. Allí se permitió la libertad del silencio, y pudo sumergirse en la naturaleza, una de sus poderosas fuentes de observación; reunirse con algo que amaba y dominaba, no en vano era un poeta. El bosque, su aliado, nunca le abandonó. Murió un 25 de diciembre durante una de sus caminatas sobre la nieve. Hasta ese momento, su vida, escasa y callada, había quedado suspendida, no yerta, entre los peligrosos juegos de pasiones antagónicas, que ya se insinúan en su primer libro de juventud, ilustrado por su hermano, Los Cuadernos de Fritz Kocher. Él nunca engañó a nadie: Walser estaba ahí para afrontar la vida y la literatura como una experiencia humana indivisible; un mortal espejo de cuerpo entero. Y estaba dispuesto a entregarlo todo.
Alcanzó a vivir más de 20 años en un lugar donde el silencio tenía sentido y memoria. Pero antes ya había escrito lo suyo. Mucho más que lo suyo, lo nuestro. La elección de estos fragmentos ha sido una tarea poco amable, también caprichosa, lo confieso. Y, cómo no, me he dejado llevar por el encanto de su inocencia verdadera. Pero si sirve para que Walser vuelva a descubrirnos otro ángulo más de su escritura, limpia de adulación, tersa como un lago, revuelta como un ciclón, me doy por satisfecha. Es esa clase de compañero difícil al que hay que volver cada cierto tiempo. Él nos espera aún. Siempre. Su grandeza proviene justamente de ahí: te va cediendo su sitio, como en un juego, a pesar de que a él le costara la vida.
He elegido de este caprichoso librito, maravillosamente traducido por Violeta Pérez Gil y Miguel Ángel Vega Cernuda, temas que reaparecen puntualmente. Sobre el bosque, escribe: “En los bosques el silencio es siempre doble. Un amplio anillo de árboles y arbustos crea el primer silencio; y el segundo, más hermoso todavía, es el lugar que uno mismo elige”. Y más: “El bosque retrocedió igual que en realidad retrocede o ha retrocedido en el mundo, tal vez nos entusiasmaron poetas o atletas lo bastante para que el secreto del bosque fuera pasado por alto; y murió, la árida pasión adolescente lo canceló”. Sobre la infancia, sostiene: “Donde haya niños, habrá siempre injusticias”. Y, por último, sobre el amor: “Tengo que marcharme. No puedo aguantar el amor. Estoy destinado a una vida más asilvestrada y fría. No me seduce saberme amado”.
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