Las ínsulas extrañas de fray Juan
Una nueva edición del ‘Cántico espiritual’ de San Juan de la Cruz aborda sus vínculos con la mística hebrea y coincide con la novela de Luis Felipe Fabre, urdida con los versos del poeta
Si una obra clásica, según afirmaba Italo Calvino, es aquella que genera sucesivos discursos críticos que se sacude continuamente de encima, pocas aventajarán al Cántico espiritual, el más misterioso de los tres poemas esenciales de San Juan de la Cruz, que ha sobrevivido sin rasguños a una maraña de interpretaciones. Alguien apostillará que ha sobrevivido incluso a los comentarios o declaraciones del propio autor, redactados a solicitud del círculo devoto para el que escribía, en general monjas del Carmelo reformado que pretendían entender aquello que las emocionaba. Cierto que él sabía que era tarea condenada al fracaso, pues las aves de altanería no se dejan apresar en el cepo de los silogismos. A propósito de ello aseveró Eugenio d’Ors que en Noche oscura fray Juan “no es el noctámbulo, sino el sereno”; no el vate alumbrado, sino el dómine que quiere alumbrar con su farol los versos acaso más hermosos y extraños de la lengua castellana. Bien es verdad que no se referiría al poema, sino a uno de los dos comentarios sobre él, con el que comparte título.
Muy bien armados, los comentarios de fray Juan son independientes del poema al que se aplican, aunque ayuden a conocer su idea de la experiencia mística. Y digo esto tentándome la ropa, pues un crítico tan respetable como Cristóbal Cuevas consideraba que poema y comentario forman un todo. Claro que el propio Cuevas aseguró que esta escritura “tiene a Dios mismo por autor”: ejemplo de los extravíos de la hermenéutica abordada desde la doctrina. Menos pasmoso, pero también errado, es juzgar el poema a partir de la hipotética verdad del deliquio místico, como si un poema de amor se activara estéticamente cuando el lector con-siente no ya con él, sino con la persona amada que lo motivó.
Lola Josa nos entrega una edición del Cántico espiritual pulquérrima, hecha con amor a la letra (filografía, y no solo filología) y exquisita sensibilidad para la música de los versos, dispuestos en liras. Pero en rigor no es una edición nueva, pues reconoce antecedentes como María Jesús Mancho o Paola Elia, y va a zaga de Domingo Ynduráin (aunque este no siga para el Cántico el manuscrito de Sanlúcar de Barrameda, como hace Josa, sino el de las Descalzas de Jaén). El mismo Ynduráin subrayó que toda obra literaria obedece a procedimientos literarios (a veces las obviedades parecen revolucionarias) y que toda sugestión interpretativa continuará resonando en nuestro interior aun si acabamos desestimándola. Así sucederá con la exégesis de Josa, que lee el Cántico a la luz de la Cábala y, en sentido estricto, al pie de la letra; quiero decir de los textos antiguotestamentarios de los que se empapó fray Juan, que estudió en Salamanca cuando los fray Luis de León, Grajal y Cantalapiedra constituían la facción hebraísta de su claustro, defensora del estudio de la Biblia en su lengua original —la veritas hebraica— frente a la facción, de dominicos, especialmente defensora de la Vulgata.
La lectura de Lola Josa aporta un novedoso análisis que se ajusta a la matemática del Verbo, al valor numérico de las letras
Su análisis, este sí nuevo, se ajusta a la matemática del Verbo: la “guematria”, que atiende al valor numérico de letras, palabras y relaciones entre términos y conceptos. Pero sus explicaciones proponen sentidos, no los desvelan. Esta lectura no reemplazará a otras anteriores, pero se suma a ellas: la sufista de Miguel Asín Palacios y Luce López-Baralt (y, en clave narrativa, de Jiménez Lozano en El mudejarillo); la de la cortedad del decir de Jorge Guillén (tartamudeo, “quequeísmo”... y al final afasia) o, en clave esencialista, de Valente; la de la “puerta cerrada” de Dámaso Alonso, que se detiene ante la zarza que arde; la de la malla simbólica estudiada por Baruzzi... Y ello porque en San Juan se disuelven los recursos prestados y hasta sus fuentes: el Cantar de los cantares en primerísimo término, el Garcilaso a lo divino, Virgilio, las dulzuras teocriteas, la lírica popular que rastreó Cossío... Todo está ahí, pero no basta para explicar esos tres insólitos poemas que comienzan in medias res (o incluso por la desembocadura) y cumplen el dictado de Horacio de erigir con palabras un monumento más duradero que el bronce.
Tras esta sumersión, ¿cómo no leer con avidez Declaración de las canciones oscuras, la novela del mexicano Luis Felipe Fabre (1974)? Con una prosa que remeda usos de la época, Fabre relata el viaje de un alguacil y dos ayudantes para trasladar el cadáver de fray Juan, luego de rebanado y troceado —el realismo mágico de la historia hace que le corten tres brazos de los dos que tenía—, desde el convento de Úbeda donde murió en 1591 hasta el carmelitano de Segovia donde descansa, por determinación de doña Ana de Peñalosa, la dama a quien dedicó Llama de amor viva. La traslación fúnebre se había colado ya en el Quijote (procesión de los enlutados: I, XIX). La novela de Fabre es una distorsión inteligente, burlesca y lúbrica de aquella expedición que hubo de hacerse de noche y a cencerros tapados para eludir a los perseguidores, los ubetenses que se consideraban propietarios del cuerpo —o lo que quedaba de él— de su santico. Los versos del descalzo, parcialmente compuestos en la angostura de la letrina, poco mayor que una tumba, del convento de calzados toledano donde estuvo encerrado, se incrustan en el relato como en una taracea textual. Entre el homenaje y la chacota, la narración responde a los libros de pícaros e itinerarios iniciáticos al modo de El pasajero, de Suárez de Figueroa. Algo no puede disputársele al irreverente autor: el mecanismo exacto de la construcción, el conocimiento del personaje y de sus textos, la calidad de su pluma.
Como el sabor de esta lectura es acre, por si alguien ha llegado hasta aquí —o ha comenzado por aquí pensando ahorrarse el discurso y quedarse con la coda—, propondré la lectura o relectura de dos novelas sobre el santo. Una es la bellísima y ya citada de Jiménez Lozano, El mudejarillo (1992), impregnada, esta sí, de la respiración sanjuanista. La otra es El preso de la ballena (2013), de Eduardo Alonso (1944), aquel novelista que prometió y dio tanto —en El insomnio de una noche de invierno puso voz y pluma a Quevedo sin que le temblaran las piernas— y que, extramuros ya del sistema editorial, hubo de editar pobremente su novela sanjuanista ad usum amicorum. Es admirable comprobar cómo un recorrido documentado y pegado al hueso de la biografía puede recrear tan acendradamente, sin bengalas ni artificios retóricos, al fraile de las ínsulas extrañas.
Cántico espiritual
Autor: San Juan de la Cruz. Edición de Lola Josa
Editorial: Lumen, 2021.
Formato: 368 páginas. 19,90 euros.
Declaración de las canciones oscuras
Autor: Luis Felipe Fabre.
Editorial: Sexto Piso, 2021.
Formato: 156 páginas. 16,90 euros.
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