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TRIBUNA LIBRE
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Calladito estás más guapo

Los ‘Veinte poemas de amor y una canción desesperada’, de Neruda, son hoy ilegibles: hablan de una mujer caducada

Robin Williams interpreta al profesor John Keating en 'El club de los poetas muertos', de Peter Weir (1989).
Robin Williams interpreta al profesor John Keating en 'El club de los poetas muertos', de Peter Weir (1989).

Los autores mejores se adelantan a su tiempo: no nos cuentan cómo vivimos, sino que nos enseñan a vivir. No hablan de rituales mortuorios, sino que nos enseñan a morir en paz. No nos relatan cómo amamos, sino que nos enseñan a amar mejor. Bueno, no siempre: acordémonos de la que liaron los trovadores, a los que podríamos culpar, aparte de unas cuantas inflamaciones cardiacas, de martirizadoras secuelas como la tuna. Pero la buena literatura, aunque sea mediante ejemplos negativos, tiene siempre un componente edificante: nos parchea para ser mejores o al menos sobrevivir mejor.

Hace poco veíamos en el teatro de La Latina de Madrid a José María Pou reivindicar las enseñanzas de su didascálico Viejo amigo Cicerón. ¿Cómo puede seguir vigente el pensamiento de tan lejano amigo romano, que vivió del otro lado del tiempo que marca el antes y después de Cristo? La propia obra nos da una respuesta: cada época lo lee y lo recrea a su manera. Y rescata las páginas que siguen vivas y obvia aquellas que podrían resultar sonrojantes: por ejemplo, aquellos pasos del Pro Scauro donde usa como argumento que los sardos, peludos, malolientes y provenientes de una tierra en la que “incluso la miel es hiel”, son gentes poco de fiar y sus argumentos de poco peso sólo por ser suyos. ¡Pero Cicerón! Por suerte, podemos mirar a otro lado, a sus páginas sobre la amistad o la vejez, y hacer como que no hemos visto esas otras. Al fin y al cabo, estamos construyendo nuestro manual de instrucciones de la vida con fragmentos que salvamos en otros; no los estamos juzgando, que para eso se basta el tiempo.

Lo mismo ocurrió cuando los poetas nacidos en los sesenta reivindicaron el magisterio del ingeniosillo Manuel Machado por encima del hondo Antonio: por rara que nos parezca tal vindicación, todos estamos seguros de que no tenían en mente versos como: “Sabe vencer y sonreír… Su ingenio / militar campa en la guerrera gloria / seguro y firme. Y, para hacer Historia, / Dios quiso darle mucho más: el genio” (solución: Francisco Franco, por si quedaba alguna duda). Es lo bueno de los clásicos: su obra ya no es suya, sino nuestra, y podemos hacer con ella lo que queramos, incluso si lo que queremos es olvidarla.

¿Se han asomado últimamente a los tan venerados ‘Veinte poemas de amor y una canción desesperada’, de Pablo Neruda?

La vigencia del ejemplo de la biografía de un autor y la de su obra casi nunca van por el mismo lado, por mucho que ambas cosas (la biografía y la obra) sean susceptibles de ser releídas e incluso reescritas por cada generación, que las limpia piadosamente de hojas muertas para seguir venerando dos o tres verdades inmutables (de momento). Nuestra forma de ver el mundo cambia tanto (y a veces para bien) que no duda en llevarse por delante monumentos otrora tenidos por inmortales. No hay más que hacer la prueba: ¿se han asomado últimamente a los tan venerados Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda? El otro día, buscando en sus poesías completas algunos de esos poemas que son como habitaciones de la casa propia (pienso ahora en ‘Walking around’: “Sucede que me canso de ser hombre”…), pasé por delante del susodicho monumento y no pude evitar quedarme un rato releyéndolo. Volví a subrayar eso de “Quiero hacer contigo / lo que la primavera hace con los cerezos” y me quedé perplejo ante todo lo demás. Los Veinte poemas de amor y una canción desesperada son hoy ilegibles: hablan de una mujer caducada, de una idea en la que (quiere uno creer) ninguna mujer se reconocería hoy y ninguna persona cabal buscaría en nadie para amar. Yo los he arrancado de mi edición de las completas de Neruda con la misma furia que el profesor Keating animaba a sus alumnos a arrancar las páginas en las que el maléfico Evans Pritchard enseñaba a calcular el valor de un poema en una de tantas escenas memorables de El club de los poetas muertos.

¿Cómo hacer uno su casa en un libro que busca una compañera que, ya saben, “Me gustas cuando callas porque estás como ausente”, lo que traducido al román paladino es: “Calladita estás más guapa”? ¿Una mujer que uno mismo forja “como un arma”, de la que se aprecia su “actitud de entrega” a la que uno llega con intención de socavarla con “cuerpo de labriego”? Una mujer “muda”, “fecunda y magnética esclava”, “muñeca”… Y además no muy espabilada: “Para que tú me oigas / mis palabras / se adelgazan a veces”. Por decirlo claro: “Sólo guardas tinieblas”. Y por si quedaba alguna duda, como estribillo… “Ah silenciosa!”. Suya, muda, sumisa, tontita y tenebrosa. Un aburrimiento de señora, dirán ustedes. O más bien un señor algo ridículo que se las da de galán antiguo y no encuentra ya su lugar en este tiempo, en tantas cosas, mejor. Y en definitiva, un libro que ya no nos interpela de un autor cuya obra, en buena medida, sí lo sigue haciendo. Ahí sigue estando, decíamos, ‘­Walking around’: “Sucede que entro en las sastrerías y en los cines / marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro / navegando en un agua de origen y ceniza. / El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos. / Sólo quiero un descanso de piedras o de lana, / sólo quiero no ver establecimientos ni jardines, / ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores”…

Martín López-Vega es poeta. Su último libro es ‘Egipcíaco’ (Visor).

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