Javier Milei: un profeta exitoso, un rey en apuros
La gestión del presidente argentino está minada por niveles muy alarmantes de incompetencia, que no hacen juego con el atractivo que tiene su figura en la opinión pública local e internacional
Javier Milei viaja por el mundo encarnando, para ponerlo en términos bíblicos, al profeta de una doctrina anarco-libertaria que, en cada país, es vista como el eco de una versión local. Allá en Buenos Aires, a miles de kilómetros, su Gobierno se sacude en una crisis de organización. Problemas del trabajoso oficio del gobernante. O del rey, para seguir con la Biblia. Ese contraste parece no afectarlo ante el público. Su figura sigue contando con un consenso muy extendido, que se muestra inmutable.
Durante la última semana Milei estuvo fuera de la Argentina. Visitó California para entrevistarse con las grandes estrellas de Silicon Valley. Cuando subió al avión, todavía se escuchaba el estruendo de una fisura en su equipo. Se desprendió de Nicolás Posse, el jefe de Gabinete que lo había acompañado durante toda la carrera hacia la Presidencia. Ingeniero, con una trayectoria de burócrata en corporaciones privadas, Posse trabajó en la misma oficina que Milei durante más de una década, cuando ambos se desempeñaban en una empresa de aeropuertos. La salida fue dolorosa. Días eternos en los que desde la propia Presidencia se filtraba a los medios de comunicación que Posse ya no estaba en el Gobierno. Sin que nadie le aceptara la renuncia. Se la terminó requiriendo Karina, la hermana de Milei, que es la última palabra en la peripecia cotidiana de la administración.
El obsesivo y sigiloso Posse había acumulado una cantidad infinita de funciones. Los jefes de las Fuerzas Armadas y de las de Seguridad le debían a él su designación. También quedaron a su cargo las empresas públicas, que Milei quiere privatizar. Se reservó, además, las relaciones con los Estados Unidos. Y el control de la Agencia Federal de Inteligencia, que gestiona el espionaje.
Para reemplazar a Posse, Milei escogió a Guillermo Francos, quien hasta ahora había ocupado el Ministerio del Interior. El Gobierno de La Libertad Avanza se funda, como el fascismo en Italia o Podemos en España, en un discurso militante en contra de “la casta”. Es decir, contra todas las élites, y en especial contra la élite política. Francos es, sin embargo, el ejemplar más acabado de un dirigente de partido tradicional: dialoguista, negociador, argumental. Cultiva relaciones infinitas, desde hace décadas, con todos aquellos a los que Milei desprecia.
Hasta ahora la misión de Francos fue conseguir en el Congreso la sanción de un listado muy largo de reformas cifradas en una sola ley. Con una habilidad cercana a la magia, está a punto de lograrlo. El oficialismo está en absoluta minoría en las dos cámaras.
Las razones de la salida de Posse no son claras. El Presidente ha dicho a colaboradores muy estrechos que “le pedí varias cosas que no cumplió”. Nadie sabe cuáles son. Pero sí se sabe cuál fue la consecuencia más relevante del reemplazo. Milei echó también a Silvestre Sívori, el jefe de los servicios de Inteligencia.
Ahora esa área, crucial para un líder como Milei, que tiene una visión conspirativa de la vida pública, es decir, para alguien que sospecha que los procesos tienen motivaciones escondidas, quedó a cargo del Presidente. Él delegó la designación del jefe de los espías en la persona en la que, después de su hermana, más confía: Santiago Caputo, su estratega de imagen. Caputo, a la vez, seleccionó para el cargo a alguien sin antecedentes, el técnico mecánico Sergio Neiffert, que fue íntimo amigo de su padre, ya fallecido.
El desplazado Sívori comentó ante sus allegados que, en realidad, lo echaron por resistirse a espiar a dirigentes de la oposición y a periodistas críticos. Los que lo echaron dejan trascender que lo hicieron porque Sívori espiaba, pero a los propios. Entre otros, a Caputo. Milei entra a “la casta” por la puerta grande, la del descontrol del espionaje: un problema que recorre a todos los gobiernos argentinos desde hace más de veinte años.
Milei voló hasta California dejando atrás este enredo interno. Regresó en la madrugada del domingo desde El Salvador, donde realizó una escala para asistir a la reasunción del mando de Nayib Bukele. Encontró a su Gobierno sacudido por otra crisis. El líder de uno de los movimientos a través de los que el Estado procesa, desde hace tres lustros, la ayuda social, Juan Grabois, militante kircherista, denunció que el Ministerio de Capital Humano retenía comida destinada a los pobres. Se abrió una causa judicial que quedó en manos del juez Sebastián Casanello. El mismo magistrado que investiga si en esa intermediación que han ejercido las organizaciones sociales entre el Estado y los más vulnerables se malversaban fondos públicos.
La ministra apuntada por el juez, Sandra Pettovello, igual que otros funcionarios del Gabinete, argumentó que la denuncia procedía de gente afectada por su lucha contra la corrupción. Pero el escándalo no se detenía. En medio de la tormenta, Pettovello despidió a su secretario de Acción Social, Pablo De la Torre, acusándolo de derivar fondos hacia organizaciones privadas que luego los devolvían para distribuir entre amigos.
Las dos turbulencias están entrelazadas. Pettovello siempre sospechó que Posse y Sívori la espiaban. Es probable que la cabeza de Sívori haya rodado impulsada por esa versión. Al mismo tiempo, el secretario De la Torre cree que lo acusaron en falso, en una denuncia armada por espías que rodean a la ministra. La gestión de Milei se suma a una tradición que comienza a ser bastante larga: la de gobiernos sacudidos por guerras entre bandas de espías que se autogobiernan. Convendría recordar a John Le Carré: “La calidad de una democracia se mide por el control que ejerce sobre los organismos de Inteligencia”.
Incompetencia política
Estas especulaciones animan las charlas de café y disimulan la información más relevante: la gestión de Milei está minada por niveles muy alarmantes de incompetencia, que no hacen juego con el atractivo que tiene el Presidente en la opinión pública local e internacional. Mientras Milei predicaba en California, en su casa caían el jefe de Gabinete, el titular del espionaje y el responsable del mayor presupuesto del Estado que es el que se destina a la asistencia de los necesitados.
Es difícil calibrar el costo político de estos inconvenientes. Porque la gestión de Milei está contra las cuerdas, pero su imagen sigue siendo muy valorada. No hay que imaginar un fenómeno excepcional. Mauricio Macri, para la misma etapa de su mandato, tenía una imagen positiva 20 puntos superior al 53% de Milei. Pero, es verdad, la situación económica con Macri no era tan penosa como la que le toca administrar a Milei.
¿Por qué el presidente argentino conserva intacta su popularidad en medio de una economía que se desploma haciendo temer por la tasa de desempleo? Los sociólogos más perspicaces contestan con una explicación inesperada: “Porque la gente cree que está cumpliendo su palabra. Prometió un ajuste salvaje, y lo está haciendo”. Debajo de este acompañamiento yace otro motivo: un repudio visceral contra la política y quienes la representan.
Este segundo factor alimenta otra rareza. La torpeza de Milei y de su equipo, que es llamativa, durante un tiempo puede ser vista como un mérito. La pericia, la familiaridad con los rituales del Estado, la ductilidad para gestionar una crisis sin que se desborde, ya no son virtudes. Son mirados como vicios. A tal punto de extravío conduce el rechazo a los profesionales del poder, que en la mayoría de los casos está muy justificado.
Esta sensibilidad, que no alcanza a ser una doctrina, alimenta a muchos liderazgos populistas de esta época. Y, en el caso de Milei, es el motivo de atracción con el empresariado de Silicon Valley. San Altman (Open AI), Sundar Pichai (Google), Tim Cook (Apple) y Mark Zuckerberg (Meta Platforms), los dueños y gerentes de imperios digitales con los que el profeta libertario de entrevistó, también sueñan con un mundo sin Estado, en el que la globalización pueda desplegarse sin limitación institucional alguna.
Milei seguirá en pocos días su grand tour. A mediados de mes llegará a Italia, invitado por Giorgia Meloni para asistir a la cumbre del G7. Después visitará a Emmanuel Macron en París y participará de una Cumbre de la Libertad con Volodimir Zelenski en Suiza. Alargará su estadía en el Viejo Mundo pasando por España para recibir un premio de la Fundación Juan de Mariana.
Para algunos funcionarios estas excursiones son un escape a la claustrofobia que desatan en Milei las decisiones cotidianas y muchas veces tediosas del gobierno. Pero él se justifica de otro modo: “Soy uno de los dos máximos líderes mundiales y el más importante defensor de la libertad a escala planetaria”. Se ve obedeciendo a una misión. Aun cuando su administración navega en la tormenta de una situación económica dolorosa y un equipo que hace exhibiciones extraordinarias de torpeza. Son los términos de una rara asimetría: un profeta exitoso y un rey en apuros.
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