Un niño apicultor en la última línea de defensa frente al monocultivo en la frontera con Belice
Las abejas son fundamentales para la economía familiar de zonas rurales y para la conservación de la biodiversidad. El cultivo de caña, el escaso relevo generacional y las quemas ponen en jaque a estos polinizadores en Quintana Roo, en México
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La única colmena de Jonathan Lorenzo Reyes parece más sola cuando se mira la inmensidad que la rodea. La modesta colonia productora de miel que este niño apicultor de 10 años cuida en el traspatio de su casa está en medio de un monocultivo de 35.500 hectáreas de caña de azúcar, sobre el que se rocían toneladas de fertilizantes y plaguicidas para la resiembra y que luego arde en llamas como parte del proceso de la cosecha. Fuego, químicos y deforestación amenazan la supervivencia de las abejas, uno de los polinizadores más importantes del mundo, en la zona cañera de Quintana Roo, en el último y olvidado rincón del sureste mexicano.
Jonathan, el niño apicultor, vive en José Narciso Rovirosa, uno de los 14 ejidos agrícolas de la zona cañera. Los sembradíos de esta región se extienden por casi 100 kilómetros lineales que corren en paralelo al río Hondo, frontera natural con Belice. Aquí se producen cada temporada 1,6 millones de toneladas de vara dulce, molidas luego en un ingenio privado, donde son procesadas hasta conseguir azúcar estándar, mieles y composta. Las ventas de esta industria se calculan en 1.500 millones de pesos anuales (unos 90 millones de dólares), según la Secretaría de Desarrollo Agropecuario, Rural y Pesca de Quintana Roo. Para ello, se requieren más de 3.000 productores de caña, 3.000 jornaleros durante la cosecha, 460 obreros en el ingenio y otros 25.000 empleos derivados e indirectos. Es una de las principales economías del Caribe mexicano, sólo por debajo del turismo y la construcción.
Hace medio siglo, todo alrededor era selva media y baja. Antes de que el expresidente mexicano Gustavo Díaz Ordaz lanzara un plan para impulsar el monocultivo de caña de azúcar sobre lo que se considera el segundo macizo forestal más importante del continente, esto estaba lleno de flora apícola que las abejas solían visitar en busca de polen y néctar. Ya no se encuentran los árboles de capulín, palo mulato, cacahuananche, zapote, caimito o chicle, ni las hierbas de tallo largo rematadas con flores coloridas que tanto gustan a las abejas, según investigaciones del Instituto Tecnológico de Quintana Roo, elaboradas por el biólogo Darwin Jesús Pech Pool. Ahora, lo único que puede verse a miles de kilómetros a la redonda es un sólo tipo de planta, una robusta, alargada, rica en sacarosa y unas poquísimas colmenas.
Jonathan dice que aprendió la apicultura de su abuelo, un oaxaqueño que migró a la zona cañera para emplearse como jornalero en infaustas jornadas de más de 15 horas diarias, pero que muy pronto se enamoró del cultivo de abejas hasta hacerlo una de sus actividades principales. “Yo me interesé en las abejas desde pequeño, por mi abuelo Fortunato, que descanse en paz. Él me enseñó agricultura y el cultivo de abejas. Me enseñó cómo espantarlas con humo. Me divertía mucho”, dice este niño cachetón, de cabello negro, piel morena y ojos achinados.
El abuelo murió en 2020 de un paro cardíaco, pero antes le heredó a Jonathan una colmena con la que esta tarde de marzo se propone replicar los métodos aprendidos para mostrar cómo se extrae la miel. Se trata de un pequeño cajón de madera azul con tapa blanca con miles de abejas al interior. “Jonathan, pero ponte el traje y los guantes. Ve por tu pantalón de mezclilla y tus botas altas”, ordena a lo lejos Rutlia, su madre, sobre la vestimenta especial que lo protegerá de las picaduras. En lo que se alista, ella explica que cada uno de los 30 apicultores que aún sobreviven en la región ha desarrollado diferentes métodos para extraer la miel.
Dice que antes de manejar las colmenas, es necesario rociar humo para obligar a las abejas a salir y así poder maniobrar sin riesgo para nadie. Rutilia es cuidadosa. “Yo tengo de costumbre llegar y saludarlas. Es como si tú llegaras a saludar a tus hijos. Como tú les saludes, ellas te van a entender. Llego a decirles que voy a entrar: hola, buenas tardes o buenos días, ya llegué, hoy vamos a trabajar, espero que se porten bien”, cuenta. “Yo uso mucho en el ahumador la fruta seca de coyol; le echo albahaca, le echo orégano y ya, con eso lo prendo. No uso madera porque eso les molesta. La albahaca sirve, por ejemplo, por si la abeja tiene tos”, dice mientras prepara la fórmula y da aviso a su hijo de que puede empezar la faena.
Jonathan está enfundado en su traje de tela de red vieja y percudida, pero eficaz, que le cubre desde la cabeza hasta la cintura, unos guantes de piel sintética, su pantalón de mezclilla y sus botas del número 4 que ya le empiezan a apretar. Toma el ahumador y le advierte a su hermano menor, de dos años, que se aleje porque no tiene protección, pero no le hace caso y lo sigue, curioso. Llega a la colmena ubicada en su traspatio, en el mismo sitio donde juntan los desechos para luego quemarlos, pues aquí no hay sistema de recolección de basura, vierte humo y las abejas salen en cuestión de segundos. En ese momento solo se escucha el zumbido y el llanto de su hermano que estalla por piquetes en la oreja y manos. Jonathan batalla para destapar la colmena. “Es que la última vez que abrimos esta colmena fue con mi abuelo, por eso está dura”, dice pujando. Y por fin saca uno de los seis paneles.
Los paneles son marcos de madera hechizos con alambres en medio que detienen una capa de cera sobre la cual las abejas construyen colmenas para criar y depositar miel. Una vez fuera, se hacen cortes al panal al ras del marco y ese material se va almacenando en un bote. Luego, el sobrante se extrae con método centrífugo. Finalmente, todo se cuela y el líquido ámbar, denso y dulce extraído se deposita en recipientes para su venta.
En febrero, mayo y noviembre, Rutilia hace esto mismo, pero con las ocho colonias que tiene en un lote a 20 minutos de su casa. “El área que tengo es la única verde, porque todo lo demás es cañal. Yo le llamo ranchito”, dice. Ahora todo son cañales, un paisaje muy diferente de cuando era niña y esa zona estaba rodeada de selva. “Y cada temporada de siembra, merman las abejas. Se mueren cuando pasan por ahí donde fertilizan. Antes teníamos, te diré, más de 50 colonias, pero han disminuido. Cada vez es más difícil que sobrevivan”, dice.
Han disminuido porque las abejas no encuentran cerca la selva y su flora apícola para el pecoreo, pero también porque desde 1979 y hasta 2016 se han vertido en la zona cañera 86.200 kilogramos de fertilizante por hectárea, según investigaciones de El Colegio de la Frontera Sur, realizadas por Ana Cecilia Iuit Jiménez. De acuerdo con esta ingeniera ambiental, los productores rocían fertilizantes como Fórmula 20023, Fórmula 11 y Urea. También plaguicidas como Nuvacrón, Malatión y Hierbamina, restringidos o prohibidos por la comunidad internacional por sus efectos toxicológicos para la salud humana y el ambiente, altamente letales para las abejas, sostiene la autora.
La situación es grave, considerando que Quintana Roo es el séptimo productor nacional de miel, con un aporte de más de 3.000 toneladas anuales, según datos de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat). Y en la península de Yucatán se encuentran 750.000 colmenas (el 35% del total nacional).
Las abejas y la apicultura son fundamentales no solo para la economía familiar de zonas rurales, sino que son clave en la conservación de la biodiversidad. Estos insectos polinizan un sinfín de plantas durante el pecoreo. Es algo que Jonathan tiene claro. “Uno puede vivir porque las abejas polinizan y cuando polinizan también polinizan los árboles y esos árboles los necesitamos para respirar”, dice.
Hatsumi y el fin de una generación de apicultores
Hatsumi Guadalupe Serrano, de 12 años, es hija única. La intención de Nazario Serrano, su padre, era que ella aprendiera todo sobre el cultivo de abejas, continuara la tradición familiar y así evitar que la apicultura se extinga en la zona cañera de Quintana Roo, pero Hatsumi resultó alérgica. Aún recuerda el piquete, lo hinchada que se puso y cómo casi se sofoca cuando era una niña de apenas tres años. Desde entonces, tiene prohibido regresar al colmenar.
Con Hatsumi se termina toda una generación de apicultores en la zona cañera. Sin ella, la caña de azúcar ganará más terreno. El tatarabuelo de esta estudiante de secundaria fue un chino esclavizado en la Península de Yucatán que consiguió huir a la zona cañera cuando aún todo era selva. Aquí aprendió a ser libre cultivando abejas, una tradición que enseñó a su hijo, y este a su vez a Nazario, el padre de Hatsumi. “Fuimos de los pioneros en Rovirosa. De los primeros también en hacer apicultura”, dice Nazario, de 47 años.
Nazario hace cuentas rápido y dice que cuando era niño en Rovirosa había cerca de 50 apicultores. Hoy solo quedan tres: ellos, la familia de Jonathan, el niño apicultor, y otro vecino. “Es cada vez más difícil la apicultura. Los demás dejaron de hacerlo y se han dedicado a la caña de azúcar”, lamenta el hombre. Y cuenta que ha tenido que instalar las 200 colmenas que tiene cada vez más lejos para proteger a las abejas de los agroquímicos. “Los apiarios de mi papá estaban a 5 kilómetros de aquí, a lo mucho. Actualmente, ya están mucho más retirados, porque hay cañales y menos vegetación, porque ya rocían químicos hasta con drones. Ahora ya están retiraditos. Ya están a 15 o 20 kilómetros de aquí”.
Se tienen que instalar más lejos también para protegerlas de los incendios provocados. El trabajo en el campo aquí se divide en dos temporadas. De julio a octubre se prepara la tierra para que rebrote la caña de azúcar, y de noviembre a junio sucede la cosecha. Antes de la recolecta, se hacen pruebas en cada campo para verificar que la caña esté madura. Cuando está lista, se procede con incendios controlados, con el objetivo de eliminar las hojas de los tallos y así facilitar el corte, aumentar la productividad.
Ese calor y ese humo no solo mata las abejas, sino que incide en la calidad de la miel. “Antes de que existiera tanto cultivo de caña, se recolectaba una miel transparente, clarita en lo que respecta al color, pero ahorita, como no hay floración cerca, se van al cañal a recolectar el sudorcito, el juguito de la caña que suda cuando queman los campos y lo llevan a la colonia. A partir de ahí está cambiando la calidad y el color, porque es más oscuro y el sabor es más fuerte. Cuando uno lo prueba, siente que te quema la garganta, sabe como a panela y es más densa. Y pues trae todos los químicos que usan para la quema y para la siembra”, dice Nazario.
Eso explica que haya bajado también el precio de venta, pues a menor calidad, menos dinero reciben, en un mercado ya castigado, dice Nazario. “Antes pagaban hasta 50 pesos por litro; hoy no dan ni 20. Eso no nos alcanza ni para cubrir los gastos de los panales, el material para extraer la miel, los salarios de los chavos que nos ayudan, la gasolina para ir hasta los apiarios... Nosotros lo hacemos casi casi por amor, porque ya ni siquiera es negocio”.
Aunque Hatsumi ya no va a la granja de abejas familiar, a veces ayuda a su padre a dar mantenimiento a todas las herramientas que usan. No podrá ser apicultora, pero quizá esta preadolescente, tataranieta de un esclavo e hija de un apicultor en problemas pueda también defender la vida de otra manera. “Quiero ser abogada, defender a las personas del pueblo, para abogar por ellos, defender mi pueblo”, dice.
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