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Historia
Columna
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El poder de la memoria desarmada

Entre las numerosas víctimas desaparecidas hace 40 años la más monumental y casi olvidada fue el otrora inmenso y sólido Palacio de Justicia, incinerado y derruido en el epicentro mismo del poder público

Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos. Sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos vivir”. José Saramago.

Esta profunda reflexión del nobel portugués de literatura de 1998 se encuentra en el corazón de la Fundación Carlos H Uran, presentada en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá el pasado martes 14 de octubre. Es una reflexión que todos deberíamos tener presente para superar la más grave y mortal enfermedad que nos aqueja como colombianos: el “Alzheimer” político y social de nuestro pasado reciente y la irresponsabilidad ciudadana con la que asumimos nuestro presente y futuro político como sociedad. Por eso su principal promotora, Helena Uran Bidegain –hija del magistrado auxiliar del Consejo de Estado, Carlos H Uran, quien salió con vida del Palacio de Justicia el 7 de noviembre de 1985, luego fue torturado en instalaciones militares, asesinado y su cuerpo posteriormente ingresado al Palacio —insiste en que: “La memoria empieza después del proceso de reivindicación, ahí es cuando se empieza a construir en colectivo, en sociedad. Si se conoce el pasado, se va a tener más herramientas para estar más prevenido ante discursos de odios y para hacer contrapeso al poder”.

Una memoria desarmada

En efecto, se trata de empezar a recorrer el escabroso y doloroso camino de la memoria, más allá de la obsesión por encontrar culpables exclusivos de lo acontecido, como suele suceder en todas las guerras y conflictos violentos, para así poder responsabilizar y culpar solo a una parte por la violencia perpetrada, las víctimas inmoladas, la barbarie desbocada y el dolor irreparable causado. Pareciera que nuestra mente y su más invaluable respaldo, la memoria, al emitir un juicio fuera incapaz de superar la tenebrosa dicotomía que divide a la humanidad en dos bandos irreconciliables eternamente enfrentados: los buenos contra los malos; los patriotas contra los traidores; los demócratas contra los autoritarios, en fin, los vencedores contra los vencidos, en lugar de asumir en forma lúcida y sensible nuestra responsabilidad frente a la violencia y sus protagonistas para no caer en esa vorágine de odios y revanchas que a todos nos deshumaniza. Con mayor razón cuando estamos a menos de tres semanas de “con-memorar” 40 años de la catastrofe humanitaria de la destrucción del Palacio de Justicia y la decapitación de la cúpula de la Rama Judicial. 40 años sin poder precisar el número de víctimas desaparecidas y civiles asesinadas –porque como sucede hoy en Gaza— parece imposible encontrar los cuerpos de todas las víctimas y esclarecer el paradero de las desaparecidas en medio de tanto escombro y tierra arrasada. Por eso en Gaza los cuerpos de las víctimas se confunden, ya sean palestinos o israelíes y es muy difícil esclarecer plenamente sus identidades, pues ambas partes las perdieron por la obsesión de vencer al Otro y la incapacidad de reconocerse en su común y mutua humanidad. De alguna forma esa memoria armada de agravios, dolores y revanchas interminables los ha conducido a la hecatombe actual y la única forma de alcanzar la convivencia será a través del rescate de una memoria desarmada, forjada a partir del reconocimiento de todas las víctimas, sus pérdidas y dolores irreparables, más allá del jolgorio de los vencedores y la humillación de los vencidos. Una memoria que siempre tenga presente este verso del Dhammapada: “El que vence engendra odio, el que es vencido sufre. Con serenidad y alegría se vive si se superan victoria y derrota”.

Desaparición de la Justicia

Entre las numerosas víctimas desaparecidas hace 40 años la más monumental y casi olvidada fue el otrora inmenso y sólido Palacio de Justicia, incinerado y derruido en el epicentro mismo del poder público, la Plaza de Bolívar, todo ello supuestamente en defensa del “Estado de derecho” y la “separación de las ramas del poder público”, como si la democracia pudiera existir sin Justicia y para ello fuera necesario cercenar violentamente su cúpula. Ese Palacio en cuyo frontispicio estaba grabada la máxima de Francisco de Paula Santander: “colombianos, las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad“, fue incinerado y desaparecido en medio de esa refriega mortal y sin límites entre el comando “Iván Marino Ospina” del M-19 y la Fuerza Pública, que no tuvieron consideración alguna por cientos de civiles allí atrapados. Con toda razón, el entonces Procurador General de la Nación, Carlos Jiménez Gómez (Q.E.P.D), en su informe y denuncia ante la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, señaló: “En el Palacio de Justicia hizo crisis en el más alto nivel el tratamiento que todos los Gobiernos han dado a la población civil en el desarrollo de los conflictos armados”.

Una demanda armada delirante

Un tratamiento al que no fue ajeno el comando del M-19 al exponer a un riesgo mortal previsible a todos los rehenes en el Palacio y presentar en nombre de los “Derechos Humanos y Antonio Nariño” su demanda armada para que los magistrados de la Corte Suprema juzgaran al presidente Belisario por presuntamente traicionar el Acuerdo de Paz. Como bien lo declaró la jurista Amelia Mantilla, viuda del magistrado auxiliar Emiro Sandoval Huertas, en testimonio a la periodista y documentalista Ana Carrigan en su riguroso libro: El Palacio de Justicia. Una tragedia colombiana”:

Lo ocurrido en el Palacio de Justicia revela la verdadera naturaleza de la clase política de este país; también nos muestra el carácter de nuestras Fuerzas Armadas, y [también] quiénes son los guerrilleros. Cuando el M-19 se apoderó del Palacio de Justicia puso en claro que no sabe absolutamente nada de nuestra realidad nacional. Por desgracia, Colombia es un país que padece amnesia, sufre del olvido. Y hemos llegado a un punto tal de insensibilidad y dureza con respecto a la vida que a la gente ya no le interesa. Ese es el legado más grave que nos ha dejado el Palacio de Justicia. La vida no tiene ningún valor. Esa, en mi opinión, es la verdadera, la más devastadora consecuencia de lo que sucedió en el Palacio de Justicia. (Carrigan, 2010, p. 311-312).

Y la mejor manera que tenemos de honrar la memoria y dignidad de todas las víctimas civiles inmoladas en el Palacio es que asumamos la responsabilidad como ciudadanos de no permitir más, como lo señala Helena Uran en su nuevo libro “Deshacer los nudos”, que el poder político “continúe abusado de la memoria y la utilice como un instrumento de control para tener réditos políticos. Y desde ese lugar decida qué se esconde, qué se olvida y qué le sirve. El libro expone cómo se ha planteado, cómo desde dos lados se ha construido un relato siendo ellos los héroes, y han puesto a la sociedad a pelearse. A sentir que siempre tiene que tomarse partido. Eso no ha dejado que tengamos diálogos abiertos en los que tengamos una memoria ética y honesta, que esté en función de aprender del pasado y así construir un futuro”. Por eso recomiendo ver la película Noviembre de Tomas Corredor, pues nos presenta dramáticamente cómo los civiles pagaron con sus vidas las cuentas de cobro de altos mandos de las fuerzas militares contra sentencias del Consejo de Estado por torturas y violaciones a los derechos humanos en aplicación del Estatuto de Seguridad durante la presidencia de Turbay Ayala, al igual que el extravío del M-19 por pretender juzgar al presidente Belisario por traicionar un Acuerdo de Paz que nunca contó con el apoyo del establecimiento político y económico, mucho menos de las Fuerzas Militares. Craso y letal error que el mismo Belisario reconocería posteriormente en un foro internacional en la OCDE sobre “El Salvador y Colombia. Lecciones sobre conflictos armados”, por no comprometer a las Fuerzas Militares con su política de paz, como claramente lo expresó: “Se firmaron algunos acuerdos, pero se cometió el error de no involucrar de manera directa a los miembros de la institución armada. Con lo cual los acuerdos se convirtieron en letra muerta, lo que hizo fracasar en parte el proceso general de reconciliación”. Letra muerta que literalmente pagaron con sus vidas más de cien civiles en el Palacio de Justicia.

Una memoria revitalizadora

Con toda razón señalaba Tzvetan Todorov: “El mal sufrido debe inscribirse en la memoria colectiva, pero para dar una nueva oportunidad al porvenir, lo que nos recuerda también a nuestro nobel García Márquez: “Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia, hecha más para esconder que para clarificar, en la cual se perpetúan vicios originales, se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que nunca merecimos. Y, sin duda, los relatos de ambas partes en torno a lo sucedido hace 40 años en el Palacio de Justicia son una afrenta inadmisible para todas las víctimas y un desafío para nuestra responsabilidad en el presente y futuro inmediato, ahora con tantas versiones revisionistas y revanchistas que tratarán de ganar votos en las próximas elecciones. Con lucidez lo resaltó Ricardo Silva Romero en la presentación de la Fundación Carlos H Uran: “La memoria” es testigo de que hay tiempos de cordura, y también los recrea, y también los rescata a tiempo del olvido… Eso es lo que más me gusta de esta fundación: que está aquí para demostrarnos, de una y mil maneras, que no hemos tenido, ni tenemos, ni tendremos que matarnos”.

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