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El mar devora la playa de Juanchaco, una de las más emblemáticas del Pacífico colombiano

Mareas inusualmente altas han destruido 21 casas y afectado a 202 familias. Quienes aún no han perdido sus viviendas luchan contra ‘la puja’ a punta de trincheras y costales de arena

Un hombre mira la subida de la marea en Juanchaco, Valle del Cauca, el 1 de marzo de 2025.Vídeo: Andrés Zea
Emma Jaramillo Bernat

La puja, como la fuerza que hace una mujer para dar a luz, es la misma palabra con la que en el Pacífico colombiano conocen el momento en el que el mar llega a su máxima altura. Un ciclo natural, alineado con la Luna y que se da cada quince días, pero que a partir de julio del año pasado ha cobrado una fuerza inusitada. Poco a poco y frente a sus ojos, los habitantes de Juanchaco, una playa dentro del corregimiento de Buenaventura que lleva el mismo nombre, a poco más de una hora en lancha desde el principal puerto de Colombia, han visto cómo el océano se ha ido comiendo 22 casas y dejado otras 39 averiadas. En un país donde los problemas de orden público son la principal causa de desplazamiento, en Juanchaco las personas temen ser desplazadas por una fuerza aún más impredecible: el mar.

Solo un almendro seco se mantiene en pie, como vestigio de la extensa playa anterior. Cuando las olas embisten, sus raíces profundas lo anclan a la tierra mientras su tronco se balancea. Allí, bajo sus ramas, turistas y conductores de mototaxis se resguardaban del sol y negociaban los viajes a las otras playas cercanas de Ladrilleros y la Barra. Había un pequeño parque, restaurantes y la tienda del ‘Mono’, de la que hoy solo quedan unas baldosas sobre una pared azul, en lo que era el baño y la cocina; y un lavaplatos, que recoge el agua de la lluvia.

El mar rompe contra los costales de arena puestos por la comunidad el  2 de marzo de 2025.
El mar rompe contra los costales de arena puestos por la comunidad el 2 de marzo de 2025. Andres Zea

“Contra la naturaleza nadie puede”, dice José Amado Arboleda, ‘El Mono’, ahora desde la parte alta de la bahía. Ni las zanjas ni los costales lograron frenar las olas. “Yo me ponía a hacer una trinchera y terminaba a las dos o tres de la tarde, y a las ocho de la noche ya no había nada. Se mandaban a cortar palos, se enterraban hondo y se ponían tablas. Ya viendo que la marea estaba tumbando paredes, me tocó fue venirme”. Tomó los muebles que le quedaban y los estantes de madera —que utilizaría para rearmar su tienda— y junto con Adriana Holguín, su pareja y vecina, buscó un arriendo en la colina. “Temía por mi vida y por la de la compañera mía”, comenta. No era tanto la marea del final de la tarde, sino la de la madrugada la que más los aterraba, cuando el crujir de las olas no los dejaba dormir.

Euclides Murillo mira desde la sala de su casa cómo la marea empieza a subir.
Euclides Murillo mira desde la sala de su casa cómo la marea empieza a subir. Andres Zea

José Amado y Adriana perdieron sus casas al mismo tiempo. Él, una vivienda que había comprado hace 22 años, y que fue adecuando. Ella, una cabaña que alquilaba a turistas y que había adquirido gracias a un préstamo, cuando decidió cambiar su vida de manicurista en Cali por una más tranquila, frente al mar. Cuando llegaron las ayudas del Gobierno —500 costales grandes y una retroexcavadora que prestó el municipio para rellenarlos con la misma arena de la playa—, ya era tarde para ellos. “Hay que tomar las cosas ‘a lo bien’ —dice José Amado—. No desesperarse uno ni ponerse a pensar. No. Hay que tratar de salir adelante. Y mira, ya yo con 70 años encima. Y volver a empezar”.

Los habitantes de Juanchaco dicen haber sido conscientes de los riesgos de construir en la playa. Pero en su momento ninguno pensó que el mar podría alcanzarlos. Frente a las casas que hoy están en peligro ―la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo calcula que hay 142 viviendas en zona de riesgo―, antes se levantaba una canal con árboles frutales, conocido como la “calle de las rosas”, y luego otra línea de casas. La playa estaba más lejos, y caminando les tomaba varios minutos llegar a la orilla. Además, dice Liliana Gamboa, propietaria de un hostal, “tú no le puedes decir a alguien que ha nacido en la playa: no, no vivas en la playa. Porque a nosotros nos hace falta el mar; es donde hemos vivido siempre”. Desde hace siglos, las comunidades afrocolombianas, que en Buenaventura representan el 88,5% de la población, se han asentado en zonas litorales o en las riberas de los ríos, de las cuales dependen sus actividades de pesca, comercio y turismo.

El agua rompe en las casas a la orilla del mar.
El agua rompe en las casas a la orilla del mar. Andres Zea

La adaptación a una bahía porosa, llena de recovecos y arterias fluviales, en medio de la selva propia de una de las zonas más lluviosas del planeta, ha creado una comunidad en extremo resistente. Aunque sus habitantes consideran que han habido pocas ayudas del Estado, no se quedan en el reproche; toman acción. “Lo más que uno puede hacer es desbaratar la vivienda, que es de madera, y seguir. Nosotros los afro somos muy resilientes. Nos ha tocado muy fuerte porque siempre dependemos de la naturaleza, que es muy impredecible. Entonces, bueno, si se lo lleva, volvemos y armamos, y seguimos”, comenta Gamboa.

Un artículo académico de 2019 sobre las comunidades afrodescendientes de La Barra[1] concluye que las comunidades de la región han desarrollado “el pensamiento colectivo y sus prácticas ancestrales” como una “estrategia de adaptación al medio”, que las hace resilientes ante su entorno. No obstante, los geógrafos argumentan que la permanente necesidad de adaptarse contribuye “a retrasar el avance en la sociedad debido a que ocasiona múltiples reconstrucciones de sus poblados, del tejido social y de la estabilidad económica”.

Pero el “compadrazgo” se está acabando, advierten los afectados por la “puja”. Cada uno enfrenta la marea como puede, mientras el sentido de lo colectivo se ha ido perdiendo. Rosa Valencia fue la siguiente afectada luego de que se cayera la tienda. Una vez el mar arrasó la primera casa, las siguientes fueron cayendo una a una, en un efecto dominó. Nacida en Bocas de San Juan, donde desemboca el río, llegó a la playa a sus cinco años; hoy tiene 69 y prefiere hablar más del pasado que del presente, cuando “la vida era sencilla, tranquila. La gente conseguía pescado para su comida. Iban, sembraban papachina, plátano, yuca, y se compartía. Eso ha cambiado. Yo añoro mucho esa época. Dicen que uno no debe vivir de los recuerdos, pero mire que hay cosas que uno las siente”.

Vista área de la playa de Juanchaco, el 1 de marzo de 2025.
Vista área de la playa de Juanchaco, el 1 de marzo de 2025.Andres Zea

Junto con Euclides Murillo, su esposo, tomaron sus electrodomésticos y se fueron a vivir de arriendo en la parte alta, aunque en el día bajan para atender lo que queda del restaurante. Muchos empiezan a contemplar la posibilidad de que en la playa solo queden sus negocios. Si el próximo año las pujas siguen así de fuertes, dicen, no tendrán más opción que migrar definitivamente, igual que hace cerca de 25 años lo hicieron los habitantes de Ladrilleros. Ninguno de los afectados tiene terreno ni vivienda en la que llaman la ‘zona continental’, y sus actividades dependen del turismo, por lo que prefieren seguir resistiendo. El Gobierno les ha prometido que hará un estudio para determinar qué obras de mitigación son necesarias, aunque a mediano plazo la UNGRD ya habla de la reubicación de familias como “una medida necesaria para protección de la vida y mitigar la erosión”.

Buenaventura es un puerto sin playas. Para disfrutar del mar, los turistas deben viajar en lancha hacia costas cercanas, la mayoría en riesgo de desaparecer. Para Liliana Gamboa, aunque se trata de un fenómeno natural, siempre hay alternativas cuando hay voluntad política. Pone como ejemplo el muelle de Juanchaco, que no se ha caído y es el único de la zona; por allí ingresan todos los pasajeros, los medicamentos y los enseres. También tiene la referencia del malecón de Buenaventura y el de la base naval de Bahía Málaga, a pocos kilómetros, con construcciones que la protegen de las olas. Entonces, se pregunta, por qué no Juanchaco si desde sus playas se ven los buques repletos de contenedores: “Juanchaco se nos está yendo como la arena entre los dedos”.

Yudy y Yosimar posan sobre los costales de arena en la playa.
Yudy y Yosimar posan sobre los costales de arena en la playa.Andres Zea

Por momentos, la playa deja al descubierto algunos restos de la antigua población. Aparecen los cimientos de concreto del Hotel Juanchaco, de Puertos de Colombia, un recuerdo de la época en la que esa compañía estatal quedó encargada del desarrollo estético de estas costas, luego de que en 1966 el Gobierno declarara de utilidad pública e interés social la construcción de un balneario en Juanchaco, Ladrilleros y La Barra. Con una antigua vocación turística, desde cuando los pescadores recibían en sus casas a visitantes del interior, en los últimos años han vivido un auge por el creciente interés por el avistamiento de ballenas.

En la primera línea de defensa ante el mar permanece el restaurante Yenny, el último del flanco occidental que la marea aún no ha destruido. Se resguarda tras una fortificación de costales de arena, ya que tuvo más tiempo para prepararse y toda la familia se ha unido en la labor de rellenarlos tantas veces como sea necesario. Empezaron con unos pequeños, costeados con sus ahorros. Pero el mar “los movía como arroz”, cuenta July Andrea Ramírez, también enfermera del puesto de salud. “Poníamos cien y amanecían cero. Entonces a la mañana siguiente colocábamos 300. Todos los días. Si no fuera por esa persistencia, ya nos hubiéramos ido”, dice. Aunque está convencida de que si hubiera habido más empatía entre la comunidad, y ayuda gubernamental desde un principio, algunas viviendas todavía existirían.

Niños juegan al lado de la barrera de costales.
Niños juegan al lado de la barrera de costales.Andres Zea

En la familia Ramírez, los días de puja no son para ver el atardecer sino para supervisar la marea, como quien espera a un ejército invasor desde una muralla. El mar puede atacar en cualquier momento, pero también emprender la retirada. Así sucedió en la puja de principios de marzo cuando, después de una fuerte embestida, amaneció tan calmo que al fondo, desde la playa, se alcanzaba a ver, saltando, una familia de delfines.

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Sobre la firma

Emma Jaramillo Bernat
Es periodista de la edición de El PAÍS en Colombia. Ha trabajado en 'El Tiempo', como editora web, y en la Agencia Anadolu, de Turquía, como jefe de corresponsales para Latinoamérica. Graduada de Comunicación Social de la Universidad Javeriana de Bogotá y máster en Creación Literaria de la Universitat Pompeu Fabra.
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