De ‘casas de pique’ a nueve años sin asesinatos: el barrio colombiano que es una isla de paz en medio de Buenaventura
En Puente Nayero viven pacíficamente más de 600 familias desplazadas por la violencia y protegidas por una medida cautelar del sistema interamericano de Derechos Humanos
La vida en Puente Nayero transcurre al ritmo de la marea. Cuando aún no ha amanecido, salen los pescadores. Toman sus canoas, que flotan sobre los canales de agua. En esta zona de Buenaventura no hay calles ni viviendas sobre tierra. Estacas de madera de chonta, fuertes y flexibles, sostienen las casas por encima del mar y mantienen en pie una compleja red de puentes, callejones, amistades y aceras que conforman la tipología arquitectónica y social más representativa del Pacífico colombiano: los barrios de palafito. El nivel del agua baja a medida que se acerca el amanecer, y entonces los pescadores pueden salir desde debajo de las estructuras, esquivando sus pilares como en un laberinto, hacia mar abierto.
Una puerta enrejada de metal, de unos cuatro metros de alto, separa este conjunto de calles del resto del barrio La Playita y deja claro, desde un principio, que no es cualquier lugar: “Espacio humanitario Puente Nayero”, dice la inscripción en la parte superior. “Protegido con medidas cautelares otorgadas por la CIDH [Comisión Interamericana de Derechos Humanos]”, se lee después. Unos policías armados custodian la entrada y se resguardan con sus motos bajo un techo de zinc.
El 13 de abril de 2014 la comunidad se reunió alrededor de un fin común. Entre todos juntaron la madera, armaron las piezas y levantaron una puerta como una forma de resistencia civil ante los grupos armados. Fue como un bautismo, una resurrección que contó con la bendición del obispo de la ciudad. Inicialmente la puerta era de madera, como todo lo demás. “Era una puerta grande. La construimos entre todos los vecinos. No era para que no entrara nadie, sino un símbolo de la declaratoria de estas calles como un espacio humanitario”, cuenta Nora Isabel Castillo, residente del lugar y líder social.
El 2013 fue un año difícil para toda Buenaventura: hubo una ola de desapariciones, asesinatos y reclutamiento forzado de niños, niñas y jóvenes. Eran los tiempos de las llamadas ‘casas de pique’, lugares donde se torturaba y desmembraba a quien se opusiera al control territorial. “A diario se encontraban cuerpos en el mar y en los esteros, picados, como les decimos aquí”, añade Nora Isabel. Aunque las mayores estructuras paramilitares se habían desmovilizado entre 2003 y 2006, quedaron grupos residuales. Las autoridades señalaban que en La Playita, sector en el que se encuentra Puente Nayero, operaba la Empresa, la banda más grande del puerto, y un reducto de Los Urabeños, una organización rival de alcance nacional. En la historia reciente de Buenaventura solo cambian los nombres: en la disputa por el control de las rutas del narcotráfico primero se enfrentaron guerrilla y paramilitares, y hoy lo hacen los Shottas contra los Espartanos. La líder lo advierte: “Saliendo de la puerta, para allá, nadie le garantiza que a usted no le vaya a pasar algo, porque su vida está en peligro”.
La arquitectura de los palafitos, con sus entresijos y esa especie de mundo subterráneo, se presta para el comadrazgo y para preservar la conexión de sus habitantes con el mar pero también, dice Castillo, sirve como escondite y refugio para la delincuencia, que tenía acceso al barrio por debajo de las casas. “Hacían sus cosas descaradamente”, recuerda. Los niños aprendían rápido: en una mezcla de fantasía y realidad, jugaban entre los pilotes de madera con machetes y pistolas de palo. Y buscaban bombillos para lanzarse y verlos explotar como granadas.
Entre noviembre de 2013 y septiembre de 2014 hubo al menos 80 asesinatos en Buenaventura, de acuerdo con datos de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, una ONG que apoyaba a la comunidad y que en aquel momento encabezaba Danilo Rueda, hoy comisionado de Paz. Por medio de esa organización, los habitantes de Puente Nayero presentaron ante la CIDH una solicitud para proteger la vida e integridad de las 302 familias afrocolombianas que en ese momento vivían allí.
La petición buscaba ejercer presión internacional sobre el Estado colombiano para que tomara medidas especiales. Tras el levantamiento de la puerta, aumentaron las amenazas contra los líderes del barrio. Los grupos armados cobraban venganza desde sus fortines colindantes, en los sectores de Alfonso López y Piedras Cantan. No era difícil imaginar que se avecinaba un infierno cuando quien amenazaba con ‘picar’ a la gente era un paramilitar conocido como ‘El diablo’.
Si bien en ese momento Buenaventura era el municipio más militarizado del país, “existían evidencias que permitían afirmar que los miembros de la fuerza pública en ocasiones apoyaban con sus acciones y omisiones las actuaciones delictivas de los grupos armados”. La afirmación figura en la resolución 25, del 15 de septiembre de 2014, mediante la cual la CIDH finalmente le exigió al Gobierno colombiano que preservase la vida y la integridad de los miembros de esa comunidad.
Esta protección, que por lo general suele brindarse a personas que han recibido amenazas, en ciertos casos también se aplica a comunidades. En Colombia la tiene el pueblo indígena Embera Eyábida, en Antioquia, y tres grupos del Pueblo Wayúu, en La Guajira, entre otros. Pero Puente Nayero es el único espacio humanitario del país en un contexto urbano.
La sentencia permitió que la comunidad pudiera llegar a un acuerdo con el Estado para que a la entrada hubiera vigilancia permanente de la Policía, y para que donde termina la calle, que desemboca en un pequeño puerto, estuviera la Armada. Pese a que al comienzo la presencia de las autoridades generó un ligero resquemor, desde hace nueve años no se ha vuelto a reportar ni un solo asesinato.
Madera, pesca, río y mar
Cuando sube la marea, sube también la basura: flota en el agua. Cuando baja, se queda estancada entre los sedimentos. Nadie sabe a ciencia cierta de dónde viene —en las playas cercanas dicen que la marea la lleva desde el puerto, y en el puerto, que viene de las playas cercanas—. Parece infinita. Aunque se programaran jornadas de limpieza, al día siguiente volvería a aparecer en la misma cantidad. Al espacio humanitario entra el carrito que vende el pan aliñado, “pan caliente, pan rico rico”; o una camioneta con un asador en el baúl que ofrece chorizo santarrosano desde un parlante. Pero el carro de la basura no se anima a pasar. Espera en la puerta unos minutos y se va.
En la década de los ochenta, todo era agua. La tierra terminaba donde hoy está la puerta. Hasta que las personas que migraban desde la zona del río Naya ―hermoso, amplio y aún cristalino― comenzaron a llegar al puerto y a construir en este lugar como lo hacían en sus orillas: con casas sobre el agua. Primero llegaron en búsqueda de oportunidades, con el auge del puerto. Luego, pensando en que sus hijos pudieran estudiar. Hasta que, a comienzos de 2000, llegó una ola de desplazados a la fuerza, inicialmente por la guerrilla y luego por los paramilitares de los bloques Calima y Pacífico. Fueron más de 6.000 personas, de las que muy pocas regresaron. La calle, en sus inicios hecha de puentes construidos con sus propias manos, se convirtió en el nuevo hogar para muchas de ellas. De ahí que se conozca como Puente Nayero, donde viven los “nayeros”, pese a que su nombre oficial es calle San Francisco.
Nora Isabel era una niña cuando su padre, Pompilio, lideró una iniciativa para rellenar el canal. Él había sido de los primeros migrantes, de los que llegaron por voluntad propia. “Empezamos desde la entrada. Toda la basura que nos llegaba, toda, nos la tiraban acá; y nosotros tire basura. Estuvimos rellenando, rellenando, eso fue un proceso. Escombros, balastro, arena, piedras. Hacia abajo, todo lo que está al fondo, es basura. Tendrá unos siete, ocho metros de profundidad”, explica. De este modo, la calle San Francisco, tan sólida como cualquier otra, se convirtió en la única con tierra firme de Puente Nayero, y en la columna vertebral del entramado de callejuelas que llevan unas a otras y que hoy componen una comunidad. Desde la autoproclamación del espacio humanitario, la población se ha duplicado: son 2.850 habitantes, 600 familias distribuidas en casi 300 casas.
Orlando Castillo conoce las cifras. Hijo de Pompilio y hermano de Nora, este sociólogo es un reconocido líder social del Naya y congresista de la República por una de las 16 curules de paz, designadas para representar a las víctimas de los territorios más afectados por el conflicto. En su haber cuenta con 32 amenazas y tres atentados. “Qué más puedo esperar de la vida... pero lo que me digo es que si me callo es peor”, cuenta en un mirador al final de la calle, desde donde se ven los buques que llegan repletos de contenedores y las grúas de carga que los esperan en el puerto. A menos de un kilómetro de Puente Nayero pasan unas 54.000 toneladas de mercancía cada día, una de cada nueve de las que entran y salen de Colombia.
Como con la basura, nadie sabe a ciencia cierta de dónde viene tanta violencia en Buenaventura. “Yo recuerdo”, dice Orlando, “hace 25 años, 30 tal vez, muy muchacho, que aquí no había violencia. Pero en la medida en que se fueron inoculando el narcotráfico, el tráfico de armas, la migración, el norteñismo, la privatización del muelle”, se creó un caldo de cultivo. “Con un agravante, y es que aquí no había universidades”, dice. Todo esto llevaría a los picos de criminalidad del 2008 y 2014. Y también al de este año, sostiene.
Para él, detrás de la falta de educación, de oportunidades, de acceso a bienes y servicios, está que “han construido un puerto sin comunidad. La comunidad simplemente ha servido como mano de obra, si se necesita. Pero no se ha construido un puerto donde los dos se junten para construir”. La otra causa es la corrupción, el robo en los contratos, que asegura viene desde arriba. Empieza en Bogotá, pasa por Cali, capital del departamento, y se concreta en Buenaventura.
Nora añade un tercer factor: ella asocia la violencia en ciertas comunas con la construcción de megaproyectos, “porque donde se piensa un megaproyecto, hay violencia”. Asegura que dentro del Master Plan Buenaventura 2050 está pensado que a esta zona se extienda el malecón, que haya cadenas hoteleras y bodegas de contenedores. “Entonces ¿qué pasa? Hay una población en ese lugar, porque nosotros construimos, rellenamos esto”.
Puente Nayero es, al mismo tiempo, una calle, un barrio y un pedazo del Naya, donde sobreviven sus costumbres. Cantan arrullos y les hacen una novena a los difuntos: antes de ser enterrados, se les reza nueve días en casa y se les hace un altar. La música es fundamental y ha sido la estrategia que ha implementado María Yenny Quevedo, coordinadora de Cultura del espacio humanitario, para alejar a los niños y jóvenes de los antiguos juegos violentos. Les enseña danzas, a tocar marimba y cununo. El pasado ahora es un murmullo: se rumora que en la casita blanca del fondo se desmembraban personas, y se cuenta la historia, que se funde con un mito, de una mujer que fue amarrada con piedras y lanzada al fondo del mar.
De eso hace mucho. Entre fantasmas que es mejor dejar tranquilos, la población mantiene sus actividades tradicionales, todas relacionadas con el océano. No se imaginan siendo reubicados, lejos, en viviendas de interés social. Muchos viven del corte de madera, aunque se calcula que el 60% de los habitantes de este sector depende de la pesca. Las mujeres hacen lo propio y, guiadas por las corrientes, cuando hay puja, o marea alta, salen a recolectar moluscos. La fuerza del agua lleva las jaibas y los camarones hacia la superficie. En la tarde, con las labores cumplidas, las calles se llenan de vida. Han quedado atrás los tiempos de los toques de queda, cuando la gente se escondía en sus casas al atardecer. Los niños llegan del colegio, las mujeres comadrean y los jóvenes se meten al agua. Los hombres van al billar o se toman una cerveza bajo la sombra, en el bar de la calle: Los recuerdos de ella.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS sobre Colombia y reciba todas las claves informativas de la actualidad del país.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.