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En colaboración conCAF

La titánica labor de acompañar a usuarios de heroína: “Le hacemos la tarea a salud pública”

Colombia es el primer país de Sudamérica con salas de consumo supervisadas. Al poner el foco en minimizar daños buscan cuidar a los usuarios y evitar la transmisión de enfermedades

acompañamiento a usuarios de heroina
Jefferson Castaño prepara una dosis de metadona para mitigar los efectos de la abstinencia, en su casa en Cali, en septiembre de 2024.ANDRÉS GALEANO
Noor Mahtani

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Están bien guardados, dentro de una pequeña bolsa de papel y metidos atrás, en la despensa de la tiendita de víveres de doña Yolanda Ospina. Debajo de las cajas de Coca Cola vacías y la reserva de Detoditos y Chocorramos, descansan tres paquetes de naloxona, el antídoto para las sobredosis de opioides como la heroína, una droga tan presente en el barrio de Sucre, en el corazón de Cali, que le hereda el nombre.

En la calle H, decenas de consumidores deambulan adormecidos por las veredas y se inyectan este derivado de la morfina supremamente adictivo día y noche. Hasta hace unos años, consumían sin que nadie los mirara más que con temor o desprecio. Los llamaban ‘desechables’. Desde 2018, la tiendita de doña Yolanda es parte de un ecosistema de cuidado que no busca necesariamente que quienes consuman dejen de hacerlo, sino que no mueran por sobredosis ni se contagien de VIH o hepatitis C. “Prohibir las drogas no ha servido para nada”, zanja Jaime Marulanda, coordinador del Dispositivo comunitario de reducción de riesgos y de daños de Corporación Viviendo, en Cali. “Tenemos que acompañar a las personas que usan drogas”.

Esta mirada —más transgresora, y controvertida para muchos— parte de que muchos usuarios de estupefacientes no quieren dejar las drogas o no están preparados para hacerlo. La idea no es prohibir, sino minimizar los impactos negativos del consumo desde un punto de vista holístico. Esto se traduce en equipos que lleven a los usuarios a centros médicos cuando sea necesario, formar a la comunidad para que, como doña Yolanda, sepa cómo actuar frente a una sobredosis, inspeccionar la calidad de las drogas, guiar al consumidor que busque desintoxicarse o supervisar el consumo en salas que garantizan, entre otros, la esterilización de los inyectables. Esta última medida es clave en la lucha contra el contagio de ciertas enfermedades.

Yolanda Ospina, habitante del barrio Sucre de Cali, ayuda desde su tienda a la distribución de naloxona.
Yolanda Ospina, habitante del barrio Sucre de Cali, ayuda desde su tienda a la distribución de naloxona.ANDRÉS GALEANO

Las personas que se inyectan drogas constituyen el grupo con mayor riesgo de contraer hepatitis C y están entre los colectivos más susceptibles de tener VIH. De acuerdo con el Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas de Estados Unidos, cada usuario con hepatitis podría contagiar potencialmente a otros 20. Por ello, descartar las jeringas utilizadas y emplear nuevas para cada inyección es una medida tan fácil como efectiva. Corporación Viviendo, la organización en la que trabaja Marulanda y su equipo de cinco especialistas, desechó el último año 59.040 de las calles. En el dispositivo de base comunitaria de Cambie, en Bogotá, ya ha calado entre los usuarios la devolución de jeringas y en cada salida de recolección, encuentran dos tercios menos que hace unos años.

La ausencia de cuidados como estos provoca en el mundo anualmente unas 600.000 muertes por hepatitis viral, VIH, sobredosis y lesiones. Para Borja Díaz, director del Programa de Cooperación entre América Latina, el Caribe y la Unión Europeaen materia de política de drogas, Copolad III en la FIIAPP, apostar por la reducción de daños “es invertir en salud, bienestar y democracia”. “Este es el presente y el futuro de las políticas de drogas”, cuenta uno de los mayores financiadores de estas medidas en el país. “Este enfoque es contrario al de la criminalización de las personas que usan drogas. Y cuesta trabajo porque implica superar una inercia en la narativa”, dice Inés Elvira Mejía, consultora de la institución. Según Harm Reduction International, 109 países apoyan explícitamente este tipo de iniciativas. Aunque esta política esté aún rodeada de estigmas y tabúes, Colombia es el primer país en Sudamérica en tener una sala de consumo supervisada, en Bogotá. Es una de las 17 salas de consumo que existen en el mundo.

María entra al espacio de Corporación Viviendo en Cali con un cachorrito enfermo que acaba de encontrar en la calle, donde vive desde hace años. Es una de los 600 usuarios que acude a la organización caleña, que busca ser la segunda sala de consumo del país. Deja los inyectables que usó ayer en un guardián médico naranja a medio llenar, se limpia las manos y pide su kit, mientras se sienta y se toma un café con la doctora que la atiende. Dentro del paquete, encuentra las jeringas para el fin de semana, una cazuelita para mezclar la heroína, agua y toallitas con alcohol. Esta ha sido su rutina los últimos dos años. “El barrio está cambiando”, asegura. “Ojalá podamos venir a consumir aquí pronto”, dice.

El interior de la sede del Dispositivo de Base Comunitaria Cambie, que busca mitigar los daños y riesgos para los usuarios de heroína en Bogotá.
El interior de la sede del Dispositivo de Base Comunitaria Cambie, que busca mitigar los daños y riesgos para los usuarios de heroína en Bogotá. ANDRÉS GALEANO

La idea es que, además de convertirse en una sala de consumo, tenga espacio para duchas y zonas recreativas y que las dosis se inyecten en un espacio limpio, seguro y monitoreado. Esto sería la mejor opción para usuarias como María. Aunque en el registro de Sucre, las mujeres son apenas el 10%, pincharse en la calle las hace extremadamente vulnerables a otras violencias como los hurtos y la violencia sexual. “Aquí sabemos que no nos va a pasar nada”, añade.

Si bien la cara más visible de la reducción de daños es el reparto de jeringuillas, Marulanda insiste en que su trabajo busca dignificar la vida de estas personas: “Aunque logremos bajar la prevalencia de VIH y evitemos las sobredosis, ¿de qué serviría eso sin acceso a vivienda, empleo o cultura? Nosotros le apuntamos a algo que va mucho más allá. Queremos que estas personas formen parte de su barrio; que los tengan en cuenta”. Es precisamente el enclave comunitario lo que distingue a este proyecto de otros en Europa que no han sido tan exitosos.

Jaime Marulanda reparte algunos almuerzos en las calles del barrio Sucre, el 20 de septiembre de 2024 en Cali. 
Jaime Marulanda reparte algunos almuerzos en las calles del barrio Sucre, el 20 de septiembre de 2024 en Cali. ANDRÉS GALEANO

“Esto no funcionaría sin la comunidad”

Este colectivo, capitaneado por Jessica Johana González, lideresa local, involucró a todo el barrio, desde la Policía y los Bomberos, hasta a los propios dealers y dueños de restaurantes de alrededor. “A todos les conviene que estemos, asegura. A través de ollas comunitarias, teatros, jornadas de salud en la calle y talleres de fotografía, “la gente ha entendido que uno está para servirles”, narra. Colateralmente, Corporación Viviendo ha sido el pegamento de una comunidad fracturada por el uso problemático de las drogas y el estigma.

Desde principios de los 2000, Sucre pasó de ser un barrio de clase obrera —dedicado principalmente a la platería y el textil— a ser señalado como una zona de tolerancia donde se concentra la venta de drogas y la prostitución. “Antes aquí se dejaban las puertas abiertas y los niños jugaban en la calle. Ya no. Y la solución del Estado es tratarnos de delincuentes y meternos en la cárcel, pero ellos saben que la cárcel no arregla a nadie”, comenta la lideresa. “Nuestro proyecto no funcionaría sin la comunidad”.

Jessica Johana González, líder comunitaria del barrio Sucre de Cali, durante un recorrido por las calles del sector.
Jessica Johana González, líder comunitaria del barrio Sucre de Cali, durante un recorrido por las calles del sector. ANDRÉS GALEANO

Robert Andrés Urbano, de 32 años, conocido en la calle H como Tarzán, ha salvado la vida de más de 40 personas usando naloxona, tras las capacitaciones de González. “Sólo hubo uno de ellos que se me murió”, lamenta este licenciado en Lenguas Extranjeras y usuario de heroína. Desde que trabaja en la tiendita de doña Yolanda, todos saben a quién acudir. “Primero se soba en el pecho para ver si recuperan el oxígeno. Si no, se elige un brazo, desinfectas la zona y pinchas la primera dosis cuatro dedos por debajo del hombro”, explica. Si a los dos minutos no ha resultado, se vuelven a inyectar hasta cuatro veces más. “Al principio la Policía nos miraba como diciendo: ‘este man qué va a saber’. Ahora nos vienen a buscar cuando pasa algo”, cuenta. En 2023, Corporación Viviendo atendió exitosamente 37 sobredosis en el barrio. El 90% de estas fueron socorridas por la comunidad.

“Quiero volver a ser como antes”

Jefferson Andrés Castaño tiene muchas más vidas al hombro que cualquier otro chico de 32 años. Lleva media vida consumiendo y está intentando dejarlo. “Sobre todo la heroína”, cuenta desde el salón de su casa. Blanca Leonor Vallejo, su madre, supervisa de reojo que se tome la medicación mientras entrelaza las tiras de brasier que vende al por mayor. “Siento mucha culpa por no haber estado más pendiente”, reconoce. Desde que Castaño empezó a inyectarse, se contagió de una hepatitis C que todavía el sistema médico público no atiende. Para él, dejar la heroína definitivamente está siendo un camino lleno de dificultades que, cuenta, no podría hacer solo.

Por eso, cuando rebusca entre sus fotos le invade la nostalgia. “Tenía tres ciclas (bicis), y con los muchachos nos metíamos en el río y hacíamos deporte. Cada quien tenía su novia... Disfrutábamos mucho”, recuerda. “Quiero volver a ser como antes y tener un trabajo normal”. A pesar de que lleva casi dos años tomando metadona [un narcótico utilizado para tratar la dependencia de opioides] necesita aún ciertas dosis de heroína diarias para sobrellevar la abstinencia. “Recaer es demasiado fácil, porque nada te da la sensación de esa droga; es como si uno se tira de un paracaídas y sabe que tiene el botón pero no lo aprieta. Mi cuerpo no siempre es tan fuerte”.

Jefferson Andrés Castaño, usuario de sustancias, muestra uno de los kits que el Dispositivo distribuye entre los usuarios de heroína del barrio.
Jefferson Andrés Castaño, usuario de sustancias, muestra uno de los kits que el Dispositivo distribuye entre los usuarios de heroína del barrio.Andres Galeano

Si bien la reducción de daños es una apuesta que tiene un largo recorrido en países como Canadá, España o Portugal, toca una de las teclas más sensibles de un país que aún carga con un fuerte estigma y una historia de violencia vinculada a su producción. “Nos dicen que somos unos alcahuetes (encubridores). Que si nadie les diera jeringas, no se drogarían. Pero no es así”, dice Daniel Rojas Estupiñán, coordinador general de Cambie. “Nosotros le estamos haciendo la tarea a salud pública”.

Aún con todas las reservas posibles, los expertos coinciden en que la prohibición no ha traído buenos resultados. “La guerra contra las drogas ha traído una fuerte militarización, una gran estigmatización, mayor conflictividad y un gran impacto ambiental”, explica desde su oficina el viceministro de política criminal, Camilo Umaña. “El consumo es una realidad. No tener políticas públicas que respondan a la realidad es ficción”.

Señalética que indica las medidas de seguridad para usuarios de sustancias inyectables, en el interior de la sede del Dispositivo de Base Comunitaria Cambie.
Señalética que indica las medidas de seguridad para usuarios de sustancias inyectables, en el interior de la sede del Dispositivo de Base Comunitaria Cambie. ANDRÉS GALEANO

Tanto Rojas como Marulanda aplauden la posición del Gobierno pero coinciden en un desafío: la financiación. Ambas sedes subsisten en más de un 95% de la cooperación internacional. “Sabemos que hay mucho más en lo que se puede trabajar”, apunta Carolina Rastrepo, psicóloga de la Secretaría de Salud Distrital de Cali. Y el momento para que cambie, saben, es ahora.

La política de drogas del Gobierno de Gustavo Petro reserva por primera vez una parte del presupuesto del Estado a programas de reducción de daños. Pero, en lugar de impulsar las iniciativas ya existentes, crearon una treintena de Centros de Atención Móvil a la Drogodependencia (Camad), vinculados directamente a los hospitales, con un presupuesto de unos 19.000 millones de pesos. Para Ana María Rueda, coordinadora de la unidad de seguimiento y análisis sobre la política de drogas en la Fundación de Ideas para la Paz, esta es una de las mayores debilidades de una medida que considera “muy bien intencionada”. “Son órganos independientes que no interactúan con el esfuerzo que lleva años haciendo la sociedad civil”, apunta, y lamenta que tengan un enfoque mucho más sanitario que social. “Es fundamental incluir esta visión”, añade.

Daniel Rojas, coordinador del Dispositivo de base comunitaria para la reducción de riesgos y daños para usuarios de heroína en Bogotá.
Daniel Rojas, coordinador del Dispositivo de base comunitaria para la reducción de riesgos y daños para usuarios de heroína en Bogotá. ANDRÉS GALEANO

“Hacen falta lineamientos claros del Gobierno”

Para Marcela, miembro del dispositivo de Cambie en Bogotá, “es muy difícil que un habitante de calle que consuma se vaya a fiar de alguien en bata blanca”. A los usuarios y a la comunidad les costó aceptar en el barrio esta sala de consumo supervisada. Ahora lo usan unas 20 personas diariamente a las que tanto ella como Lorena —ambas prefieren no compartir sus apellidos— conocen y saludan con cariño. “Nosotras también somos consumidoras y eso nos hace entender lo que están sintiendo”, explica Marcela.

Marcela, voluntaria en el Dispositivo en Bogotá, en septiembre de 2024. 
Marcela, voluntaria en el Dispositivo en Bogotá, en septiembre de 2024. ANDRÉS GALEANO

Más allá de los recursos que piden, estos colectivos lamentan la “zona gris” en la que funcionan. “Existe un vacío legal que nos perjudica para seguir dando pasos adelante”, dice Lorena. Un claro ejemplo es la ausencia de tanques de oxígeno, muy efectivos para las sobredosis y menos invasivos que la naloxona. Pero la regulación colombiana sólo permite que los tengan los centros médicos. “Nosotras quisiéramos hacer más, pero necesitamos lineamientos precisos. Hacemos el trabajo con las uñas”, añade.

Rueda comparte esta preocupación: “Hacen falta lineamientos claros en materia de reducción del daño. Y es complejo en términos administrativos y políticos porque es nuevo para Colombia. Es un tema importante porque a este Gobierno le quedan dos años. Y si no se logran sacar estos criterios, varias iniciativas seguirán en un limbo jurídico y conceptual, y en el peor de los casos, otro gobierno menos progresista que venga después va a poder terminar con ellos y todos los avances en esta materia”.

En Sucre, Daniel Muñoz Gallón, uno de los líderes comunitarios más conocidos, acompaña a un grupo de chicos en un taller de fotografía. Se conoce el barrio como la palma de su mano y saluda por su nombre a todo el que pasa. “La gente saca conclusiones desde la imaginación, pero hablan sin haber venido. En este barrio no somos delincuentes, somos pobres”, añade. “Y el hambre es honrada cuando hay algo para comer”. Castaño le pide que se siente en una pila de chatarra frente al letrero que dice No tirar basura aquí. “Los que hablan sin saber tendrían que hacer el esfuerzo de bajar al barrio. De vernos con nuestra lente”.

Jefferson Castaño y otros beneficiarios del Dispositivo toman un taller de fotografía dictado en la Corporación Viviendo, en Cali, el 21 de septiembre de 2024.
Jefferson Castaño y otros beneficiarios del Dispositivo toman un taller de fotografía dictado en la Corporación Viviendo, en Cali, el 21 de septiembre de 2024.ANDRÉS GALEANO

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