El miedo es corrosivo
El pueblo colombiano siente miedo ante el aumento de los delitos y la expansión territorial de los grupos armados. El riesgo es que caiga en la tentación de elegir a candidatos mesiánicos y populistas que prometen soluciones fáciles a problemas complejos
En un discurso ya icónico de 1941, el presidente de Estados Unidos Franklin Delano Roosevelt delineó cuatro libertades esenciales: dos libertades positivas (la libertad de expresión y la libertad de culto) y dos libertades negativas (la libertad de no sufrir privaciones y la libertad de vivir sin miedo). Roosevelt comprendió que eliminar el miedo puede desbloquear el florecimiento humano a nivel individual y construir cohesión social a nivel comunitario.
Hoy en día, el pueblo colombiano siente miedo ante las múltiples amenazas al orden público, como incrementos en delitos de alto impacto y la expansión del control territorial de grupos armados.
Informes recientes del Observatorio de Seguridad del Consejo Gremial Nacional y de Indepaz indican un aumento en la tasa de homicidios y masacres a nivel nacional. Los secuestros alcanzaron en 2023 su nivel máximo en diez años, mientras que las extorsiones han incrementado casi un 65% en esta década, según datos de la Fiscalía y el Ministerio de Defensa. Los líderes sociales siguen siendo asesinados a tasas trágicas.
Paralelamente, el Estado ha perdido su papel predominante en muchas regiones. Las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, según un informe de International Crisis Group, están presentes en más de 300 municipios, lucrando de mercados de drogas, tráfico de personas y minería ilegal. Facciones disidentes de las extintas FARC han cooptado grandes extensiones en diversos departamentos y siguen disputando territorios con el ELN en Nariño y la frontera con Venezuela. En 2021, según una encuesta que realizamos en colaboración con el PNUD en los territorios priorizados para la implementación del Acuerdo de Paz, descubrimos que a menudo la principal autoridad para administrar justicia no era el Estado, sino más bien los grupos armados. En muchas comunidades estos grupos proporcionan respuestas rápidas a problemas cotidianos que el Estado parece incapaz de resolver.
Las negociaciones de la paz total se basan en una teoría implausible sobre cómo aquellos que se benefician de mercados ilícitos se someterán a la justicia, aunque toda la evidencia indica que la oferta del Estado no puede competir con las ganancias ilícitas. Esto es, como escribió Joan Didion en otro contexto, “pensamiento mágico”. Todo esto ocurre mientras—o precisamente porque—un Ejército militarmente limitado lucha por descifrar cuándo puede y debe enfrentarse con los grupos armados. Sin presión militar, los costos de seguir con sus actividades ilegales disminuyen. Como nos enseñó sabiamente el ganador del Premio Nobel en Economía Thomas Schelling, para que la disuasión sea efectiva, las amenazas realizadas deben ser creíbles. Pocas amenazas hechas por el Estado contra tales grupos en este momento podrían considerarse creíbles.
No tenía que ser así. Tras el acuerdo de paz de 2016 con las FARC, el Estado colombiano tuvo una oportunidad de oro para reconsolidar su autoridad en regiones rurales. En cambio, construimos arquitecturas institucionales que harían sentir orgulloso a Kafka. Demostramos una incapacidad sobrenatural para cumplir promesas, decepcionando a casi todos los imaginables: familias cultivadoras de la hoja de coca, excombatientes de las FARC, miembros de la Policía Nacional que anhelaban mejores condiciones laborales y mucho más. Estos fallos específicos no recaen en los pies del presidente Petro: muchas de las oportunidades perdidas ocurrieron durante la administración del expresidente Duque.
Volvamos al miedo. Es corrosivo también porque motiva a los votantes elegir a candidatos mesiánicos y populistas que prometen soluciones fáciles a problemas complejos. De hecho, el camino hacia el populismo vulgar —lo que ahora está tragando por completo a mi país de origen, Estados Unidos— está pavimentado con miedo. El miedo es lo que hace posible y atractivo suspender los derechos constitucionales, realizar arrestos masivos e imponer reformas legales de corte punitivo. La necesidad psicológica de balas de plata para abordar problemas multidimensionales es natural, pero equivocada.
La canción de sirena del “Bukele-ismo” atraerá a los colombianos a medida que se acercan las elecciones presidenciales. Sin embargo, como señalan los politólogos Manuel Meléndez y Alberto Vergara, el éxito de Bukele en reducir la criminalidad en El Salvador responde a factores únicos, difícilmente replicables en otros contextos. Los esfuerzos por adaptar este modelo en Ecuador y Honduras han fracasado, incrementando la violencia y la extorsión, y al mismo tiempo, la democracia se deteriora. Afligidos por los delirios febriles tan comunes en las campañas presidenciales, hemos empezado a escuchar propuestas sobre la necesidad de implementar el modelo Bukele en Colombia.
¿Cómo responderemos?
Continuar con el enfoque del Gobierno actual en materia de seguridad no es viable. Reducir la desigualdad y cerrar brechas sí es urgente, pero seamos claros: no es una política de seguridad. No reducirá la violencia en el corto plazo y no nos ayudará a construir instituciones capaces de reemplazar la gobernanza criminal que hoy en día existe en muchos territorios.
La solución radica en generar enfoques basados en evidencia para la seguridad pública, la construcción del Estado, la regulación responsable de sustancias psicoactivas y la administración efectiva de la justicia. Cada tema merece varias columnas. Pero deberíamos juzgar cualquier propuesta, en mi opinión, por tres criterios fundamentales. Primero, las propuestas deberían ser compatibles con nuestros valores compartidos. Segundo, deberían ser políticamente viables, aumentando la probabilidad de que un candidato o una candidata que las proponga pueda ganar una elección nacional (ignoramos las realidades políticas bajo nuestro propio riesgo.) Tercero, las propuestas deberían tener una teoría del cambio claramente articulada —sin hacer suposiciones heroicas— y una base de evidencia convincente detrás.
La campaña presidencial tendrá la seguridad pública en el centro del debate. Una encuesta de Invamer en agosto mostró que el 82% de los colombianos cree que la inseguridad está empeorando, un nivel que se ha mantenido estable en los últimos dos años. La pregunta es si, como Odiseo, podemos atarnos al mástil, resistiendo el encanto engañoso de las soluciones populistas mágicas. Se requerirá un esfuerzo monumental para recuperar la esperanza y neutralizar los efectos corrosivos del miedo. Pero es el camino.
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