La pérdida de las certidumbres
Las categorías que antes usábamos han dejado en muchos casos de funcionar. Es como si de repente navegáramos sin brújula, y los pocos puntos de referencia que existían ya no existen
Hoy irán los franceses a las urnas, y buena parte de las encuestas creen que la extrema derecha va a ganar. En Francia ―ya lo saben ustedes: libertad, igualdad, fraternidad― la mitad o más de los electores está dispuesta a entregarle las riendas del país a una formación que quiere o persigue las siguientes cosas: prohibición de ejercer ciertos puestos públicos a los franceses binacionales, reducción de los derechos de las mujeres, prohibición del velo en espacios públicos, eliminación del derecho a la nacionalidad por suelo, privación de derechos de asistencia sanitaria a los extranjeros, restricciones del derecho al asilo y un largo etcétera. Por todo lo anterior, las conversaciones políticas en Francia se están preguntando si este programa detestable, que rompe a conciencia con los principios republicanos, que se llena la boca de palabras como patriotismo e identidad mientras destruye las señas de identidad de su patria, no será inaplicable por inconstitucional. Y la respuesta parece ser que sí: que una parte importante de lo que propone la extrema derecha sería anulado por los jueces. Pero eso no importa, porque no es un programa diseñado para hacerse realidad, sino para conquistar a los descontentos, los enfadados, los ofendidos o los simplemente desorientados.
Lo que no me esperaba, ni se esperaba ninguna de las personas con las que he hablado, es que uno de esos (potenciales) votantes fuera a ser Serge Klarsfeld. Es uno de los hombres más respetados de Francia, una de las conciencias morales de nuestro tiempo, y se lo tiene bien ganado, pues dedicó su vida a perseguir por todo el mundo a los criminales nazis y capturó y llevó a juicio a uno de los peores: Klaus Barbie, el hombre cuyo apodo ―el carnicero de Lyon― no le hace justicia. Serge Klarsfeld se ha enfrentado al peor antisemitismo durante décadas; ha denunciado el pasado colaboracionista de los franceses y ha puesto a Francia frente al espejo incómodo de Vichy; y ahora acaba de decir que, si tuviera que escoger entre el Nuevo Frente Popular (que agrupa a los partidos de izquierda) y el Reagrupamiento Nacional (el partido de extrema derecha fundado por un antisemita condenado), escogería a estos últimos. Y el asunto ha provocado una verdadera convulsión.
Al señor Klarsfeld le parece que la mayor amenaza antisemita no viene de la extrema derecha de toda la vida, sino de la nueva alianza de las izquierdas, y su razón es sencilla: en esa nueva alianza, junto a los socialdemócratas y los verdes, está la extrema izquierda de la Francia Insumisa, cuyo líder sostuvo hace poco que el antisemitismo en Francia era residual, que se ha negado a calificar de terroristas los ataques del 7 de octubre, que ha preferido (repugnantemente) llamarlos “crímenes de guerra” y que ha sostenido una actitud de problemática ambigüedad frente a Hamás. Y no, el antisemitismo no es residual: leo que los ataques antisemitas se cuadruplicaron en 2023 por comparación al año anterior. No, el antisemitismo no es residual: una de las figuras más visibles de la izquierda socialdemócrata, Raphaël Glucksmann, ha recibido ataques constantes durante estos meses de tensión. Glucksmann ha denunciado en los términos más fuertes al Gobierno criminal de Netanyahu, ha hablado de colonización en Cisjordania y ha condenado la matanza perpetrada por el ejército israelí en Gaza. Pero es judío y ha evocado la necesidad de liberar a los secuestrados, y ha recibido ataques inverosímiles por eso.
De manera que Klarsfeld, un líder de la lucha contra el antisemitismo, declara que daría su voto a un partido fundado por un negacionista como Le Pen, un soldado de las Waffen SS como Bousquet y un colaboracionista como Gaultier; que se lo daría a un partido cuyos representantes locales decían, hace unos días, que había una conspiración entre Macron y George Soros (un viejo cliché antisemita que ya había usado Viktor Orban en su país), o que se permitían chistes herméticos a propósito de las cámaras de gas: “El gas les ha hecho justicia a las víctimas de la Shoa”, decía un candidato por Twitter. Pero Marine Le Pen dice que su partido ya no es antisemita y el gran Serge Klarsfeld da su palabra por buena, y acaso ni se le pase por la cabeza que haya oportunismo o hipocresía o simple mendacidad en el Reagrupamiento Nacional, y ni se plantee que un partido montado sobre el odio simplemente pueda cambiar de objeto pero seguir siendo el mismo: lo que hace un par de días eran los judíos, víctimas de los ataques de Le Pen padre, hoy es el islam, que la hija y los suyos agitan todos los días como fantasma de miedo para los franceses.
Al mismo tiempo, un artículo de prensa en estos días, escrito por una persona de izquierda, se lamentaba de que una parte de la izquierda hubiera abandonado una serie de valores que hasta ahora parecían irrenunciables: nuevamente, parte de su identidad. El articulista se refería a los miembros de la Francia Insumisa que justificaron los ataques terroristas de Hamás o negaron que el 7 de octubre los terroristas hubieran cometido violaciones (mientras los terroristas las reivindicaban, por supuesto); y no lo decía, pero uno puede imaginar que estuviera pensando en la izquierda de otros tiempos, que defendió al capitán Dreyfus y resistió al nazismo. Yo he constatado que para muchos, en Francia, la realidad se ha convertido en un terreno profundamente confuso, donde ninguna de las certezas que se daban por válidas hace unos años sigue sirviendo ahora para evaluar la realidad.
La polarización extrema de la política francesa es un problema (como la de todo el mundo); pero hay otro problema, distinto y más insidioso, y es la ruptura de las viejas certidumbres. Por todas partes se ve lo mismo: las categorías que antes usábamos han dejado en muchos casos de funcionar. Tal vez dejaron de hacerlo hace tiempo sin que nos hayamos dado cuenta; en todo caso, es como si de repente navegáramos sin brújula, y los pocos puntos de referencia que existían ya no existen. En un discurso de 1935, Paul Valéry trataba de hacer un diagnóstico de la situación que vivía la Europa de esos días, y encontró que una de las palabras clave era “desorden”:
Un desorden cuyo término no alcanzamos a imaginar se observa actualmente en todos los terrenos. Lo encontramos a nuestro alrededor igual que en nosotros mismos, en nuestra vida cotidiana, en nuestra apariencia, en nuestros periódicos, en nuestros placeres e incluso en nuestro saber.
El suyo era un mundo en crisis, igual que el nuestro. Ya es un triste lugar común comparar nuestro momento presente con los años treinta, pues llevamos varios años haciéndolo: por lo menos desde la llegada al poder de Donald Trump. Pero el desorden que Valéry detectó en el ambiente era un síntoma de enfermedades graves que estallarían muy pronto. Para orientarnos en la selva de la realidad, que siempre está moviéndose, que siempre nos está retando con su complejidad, echamos mano de varios recursos: el estudio del pasado, la observación del momento presente, el intento siempre imperfecto de interpretar y entender a los demás. Pero a veces tiene uno la sensación de que nada de eso vale ya.
En otra parte Valéry dice: “En todos los asuntos humanos, los mapas se han descompuesto”.
Necesitamos nuevos mapas. Habrá que ver dónde se consiguen.
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