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Cosas que ocurren un 16 de junio

Hace 120 años, a las 8 de la mañana, comenzó un día que para muchos no se ha terminado: la fecha que escogió James Joyce para la acción del ‘Ulises’

Manuscritos originales de 'El Ulises' de James Joyce.
Manuscritos originales de 'El Ulises' de James Joyce.David LEFRANC (Getty Images)
Juan Gabriel Vásquez

Tengo varios amigos a quienes molestan las celebraciones de “números redondos”: las conmemoraciones que se hacen, con diversos grados de inteligencia o trivialidad, cuando se cumplen doscientos años del nacimiento de Baudelaire, por ejemplo, o cien de la muerte de Proust, o cuatrocientos de la publicación del Quijote. Yo los entiendo, porque esas efemérides suelen ser ligeras y oportunistas y más bien frívolas, pero confieso que caigo en ellas: alguna vez he cometido el desatino de recordarlos –los números redondos– en público, pero con más frecuencia me ocurre de manera privada, en la soledad de mi vida de lector, y suelo usar esos números redondos como pretexto secreto para volver a los libros, como si temiera que dejarlos desatendidos mucho tiempo me fuera a granjear su antipatía. Y claro, luego pasan los accidentes: uno abre El proceso de Kafka en un momento de distracción o desatención, simplemente porque alguien en algún periódico ha recordado su muerte centenaria, y horas después sigue allí, metido en la novela, leyéndola de una tapa a la otra y constatando, una vez más, el misterio de que los libros cambien tanto con el tiempo.

Hoy, 16 de junio, pienso en uno de esos números redondos. Pues hace 120 años, a las 8 de la mañana, comenzó un día que para muchos de nosotros no se ha terminado todavía, o que sigue sucediendo (o lo seguimos viviendo) sin que parezca que haya remedio. El 16 de junio de 1904 no nació un escritor ni murió tampoco ni se publicó un libro, sino que se movieron unos personajes de ficción dentro de una ciudad hecha arduamente de palabras. Ésa fue la fecha que escogió James Joyce para la acción del Ulises, y todos sus lectores sabemos, y lo saben muchos de los que no son sus lectores, que el día de la ficción se ha convertido en una especie de feriado laico y lúdico y literario en Dublín. En esa ciudad extrañísima –donde uno puede tener la impresión, si se descuida, de que en cada esquina se ha escrito una maravilla– la gente desayuna con riñones asados, como Leopold Bloom, y visita la farmacia donde Bloom compró jabón, y la biblioteca donde Stephen Dedalus conversó con el bibliotecario sobre Hamlet y Shakespeare. Y uno sospecha que la inmensa mayoría de los paseantes no ha leído esa novela hermética y divertidísima al mismo tiempo, pero eso no les impide, desde luego, tomar parte de la rutina de la ficción: igual que no es necesario haber leído a Lucas o a Mateo para salir a ver las procesiones de Semana Santa.

Como se sabe, Joyce escogió la fecha de la acción por motivos muy precisos: el 16 de junio de 1904 fue el día de su primera cita romántica con Nora Barnacle, que se convertiría en su compañera para el resto de la vida (y que, famosamente, no quiso nunca leer el Ulises). Hay rasgos de Nora en Molly Bloom, ese personaje potentísimo que no recibiría hoy en día la aprobación de nuestro mundo puritano y censor: la novela termina con un monólogo de cincuenta páginas que es a la vez conmovedor y obsceno, y donde hay líneas francamente pornográficas. El Ulises se encontró con la resistencia de los defensores de la pureza moral desde mucho antes de que fuera libro, cuando pasajes o capítulos aparecieron en revistas diversas. La historia de su publicación en Estados Unidos es, por sí sola, uno de los grandes episodios de esa saga que no termina: la lucha de la literatura contra la estupidez. Al Ulises lo quisieron prohibir por obsceno, por inmoral, por peligroso, y a mí no me cabe duda de que es todo eso y mucho más. Y da miedo pensar qué habría pasado si hubiera caído en manos de la Florida de Ron DeSantis, por ejemplo, o en ciertos ayuntamientos de Vox.

Así es. Aparte de sus fuegos de artificio modernistas, la razón de su temprana notoriedad fue el descaro con que Ulises nos dio acceso a territorios de la mente humana que nadie había explorado hasta entonces. Decía Kundera que Joyce instaló un micrófono en la mente de sus personajes, y lo que se oye gracias a ese micrófono forma parte de los recodos más vergonzantes de nuestra psiquis, lo que nunca revelaríamos de manera voluntaria, lo más inconfesable y oscuro. Esos espionajes en nuestra condición humana tienen lugar a lo largo de la novela, pero dos escenas escandalizaron más que las otras a los adalides de la mortal: en una, Leopold Bloom tiene pensamientos lujuriosos observando de lejos a una adolescente; la otra es el monólogo final donde Molly Bloom, una mujer, se hace cargo de su cuerpo y de su deseo de una forma que resultaba por lo menos incómoda para muchos. “Sí quiero sí”, las últimas palabras de la novela, son una cifra de su libertad insolente, y eran más insolentes cuando se publicaron que después. Ahora lo han vuelto a ser, porque nuestras sociedades son las más puritanas, reaccionarias, censoras y punitivas que hemos visto desde la aparición del Ulises en 1922.

Hay una foto de Marilyn Monroe sobre la que se han escrito ríos de tinta y se han dicho gigas de tonterías. Ella aparece en traje de baño, sentada sobre una especie de carrusel o rueda, absorta en un ejemplar del Ulises. Los más desinformados creen que la foto es un montaje, a pesar de que la fotógrafa Eve Arnold ha contado por lo menos una vez lo que ocurrió ese día: el viaje a Long Island para visitar a un amigo poeta, el día en la playa, el momento de intimidad que Marilyn Monroe sólo se hubiera permitido con una persona de confianza como Arnold. Lo que más me gusta de la foto es que el libro está abierto en sus últimas páginas: Monroe está, evidentemente, leyendo el monólogo de Molly. No está confirmado que haya leído la novela completa, pero sí que le gustaba abrirla en cualquier parte y leer pasajes en voz alta, para saborearlos, y yo he estado siempre de acuerdo en que el Ulises es un libro para leer en voz alta; y, si tuviera que escoger un pasaje para que Marilyn Monroe leyera en voz alta, tendría que ser el monólogo de Molly.

Hoy muchos, no sólo en Dublín, sino en todo el mundo, leerán acaso el Ulises, y acaso lo harán en voz alta. Lo haremos algunos en Madrid. Caeremos de alguna manera en la vana celebración de los números redondos. Pero estarán ustedes de acuerdo, supongo, en que una gran novela puede tener destinos peores.

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