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Filosofía
Columna
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La creación en ‘el error’

Debemos construirnos a partir de nuestros propios desastres y alimentarnos de los tiempos en los que sentimos que las cosas han salido mal

ilustracion sobre creatividad
Jorm Sangsorn (Getty Images)

¿Cuál es la falta que se comete cuando nos equivocamos? ¿Por qué hemos instalado la idea de que el error es perder? ¿Qué es exactamente lo que perdemos? Somos esclavos de nuestra propia necesidad de demostrarnos infalibles. Podemos librar grandes batallas solo para exhibir que tenemos la razón o, en su defecto, que lo que pensamos, hacemos y decimos es lo correcto; y también para evitar, a como dé lugar, que se evidencie que erramos en nuestras elecciones, o que podamos quedar en ridículo por nuestras debilidades. En todos los casos, el nombre del juego es no mostrarnos vulnerables.

Propongo entonces meditar sobre la necesidad personal de aprender del error, de construirnos a partir de nuestros propios desastres y alimentarnos de los tiempos en los que sentimos que las cosas han salido mal.

Errar nos prepara para acertar, para crear. Nos hacemos en la equivocación, en los primeros pasos que fueron una caída, en la práctica no adoptada que se hizo fracaso, en los múltiples intentos hechos antes de darle solución a un problema. Y también en la posibilidad de reconocer el error, de no negarlo, sino mirarlo de frente, aceptarlo y descifrarlo para estar listos a volver a equivocarnos, pero de forma diferente porque aprendimos en el camino.

Nos preguntamos por la fragilidad de las nuevas generaciones, su aparente baja resiliencia y su intolerancia a la frustración. Valdría la pena comprender mejor qué pasa en los y las jóvenes de hoy, y reflexionar sobre las prácticas educativas en la familia, la escuela y la sociedad en general, alrededor del valor del error.

Nos afanamos por evitarle a las y los niños y jóvenes la exposición al fracaso y a la pérdida, a que sientan que han fallado, como si se tratara de un dolor que es posible evadir, para convencerlos de que siempre tienen la razón o que la vida es una experiencia que se califica en “cincos”. No permitimos que pierdan materias en la escuela, evitamos hablarles sobre sus errores y faltas, tratamos de resolver los problemas que tienen entre ellos, les ayudamos a hacer sus tareas y actividades escolares para que sean de mayor calidad. ¿Qué tal si, simplemente, las tareas se presentan con los errores con los que deben salir, de acuerdo con sus edades y esfuerzos? Tal vez esto contribuya a habilitarlos para identificar sus fallas y volver a intentarlo para hacerlo mejor, confrontándose con ellos mismos. Y ¿qué tal si, además, los alentamos a ser valientes para reconocer sus faltas, con humildad y responsabilidad, para que asuman sus pequeños fracasos y se esfuercen por corregir, compensar o resolver aquello en lo que se han equivocado? Se trata de evitar que vivamos en una urna de cristal, algo engañosa, alrededor de lo que significa equivocarse.

El valor del error para una sociedad debe comprenderse como el valor de la construcción progresiva del conocimiento, un camino que también es doloroso y lleno de caídas pero que nos conduce a hacernos mientras aprendemos, reconociendo nuestros sesgos y limitaciones, para ir más allá. Para eso es necesario aprender a abrazar el error, así como a cultivar la capacidad de reconocerlo, tanto para poder corregirlo, como para —más importante aún— poder vivir en sinceridad con nosotros y los otros. Estamos llenos de certezas a las que nos aferramos solo para evitar admitir que no sabemos, que pudimos equivocarnos en nuestras acciones e interpretaciones de una situación, o que simplemente nos queremos evadir de la responsabilidad por lo que decimos o hacemos. La lógica de competencia en la que estamos inmersos nos impulsa, con frecuencia, a persistir en el error, ante la incapacidad de reconocernos vulnerables.

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Hace poco me invitaron a una conversación en la que la propuesta principal era hablar sobre mis desastres, más que de mis aciertos. Es inevitable sentir algo de aprensión frente a esa idea de exponerse voluntariamente desde lo que no hicimos bien, pero al final siempre me sorprende la capacidad que tenemos de aprender y —no menos importante— de reírnos de nosotros mismos, al recordar aquellos momentos en que nos hemos equivocado. Al evocarlos los hacemos conscientes y se convierten en verdaderos maestros.

Ahora que estamos próximos a terminar un nuevo semestre universitario, mientras los profesores vemos que algunos de nuestros estudiantes se acercan al ciclo final de su pregrado y se preparan para la ceremonia de graduación, no deja de inquietarnos su madurez emocional y su comprensión sobre el valor del esfuerzo. Nos preguntamos si fuimos capaces de transmitirles, al final del día, que la vida no es una escala de 0 a 5, sino un camino de múltiples matices, que nunca es nada tan malo y tampoco tan bueno, que cada creación ofrece la posibilidad de una mejor alternativa, que somos el resultado de muchas iteraciones.

Un amigo lo resume de una manera simple cuando dice que, para él, lo más importante es: “Que nada de lo que pase por mis manos, quede igual”. Es decir, que seamos creadores permanentes, entrenados para disfrutar de los resultados del proceso y también reconocernos en aquellos frutos que no maduraron lo suficiente, que se cayeron antes de estar listos o que se echaron a perder. Los errores están detrás de las historias de cada uno de nosotros, son los antecedentes de tantas empresas humanas que han llegado a buen puerto y también de algunas que nunca llegaron a ser, pero, en todos los casos, expresan la potencia de un estado de permanente creación.

La vida en su belleza cotidiana nos enseña que somos la suma de nuestros logros y también de nuestras fallas, sabiendo además que la forma como calificamos los resultados de nuestros esfuerzos no deja de ser un ejercicio de percepción: ¿A qué podemos llamar éxito y a qué fracaso? ¿Cuántos supuestos fracasos, fueron luego el cimiento de una nueva oportunidad no prevista originalmente? Pensemos en ello como parte de la misma experiencia, una exploración vital en la que elegimos entre opciones y alternativas, y donde celebramos la dificultad como parte del camino de crecimiento.

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