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Tica y la nostalgia triste de una Cartagena mal tratada

Teresita Goyeneche entrelaza su vida y la de su ciudad en ‘La personalidad de los pelícanos’, su primera novela

Teresita Goyeneche, en su casa de Cartagena, a finales de enero de 2023.
Teresita Goyeneche, en su casa de Cartagena, a finales de enero de 2023.Daniel Mordzinski
Inés Santaeulalia

Los primeros días de enero, Teresita Goyeneche (Cartagena, 1985) dejó de leer periódicos, escuchar la radio y ver redes sociales. Una especie de protección mental que necesita después de cada época de vacaciones. No de las suyas, sino de las de los demás.

Miles de colombianos aterrizan cada diciembre en esta esquina caribeña donde Goyeneche nació y se hizo adulta. Cuando acaba la navidad y los visitantes regresan a casa, los medios de comunicación aprovechan para volver a retratar la ciudad, motor imprescindible del país, sobre la que todo el mundo tiene una opinión. Reportajes sobre la inseguridad, la prostitución o la masificación que hacen que los turistas bogotanos, que no se sienten turistas en Cartagena, asientan a la radio del coche en un trancón de la séptima antes de olvidarse de la ciudad hasta las próximas vacaciones.

A Goyeneche se le revuelven las tripas cuando oye hablar mal de Cartagena. También cuando escucha hablar bien. “Uno puede hablar de su papá, pero no los demás”.

La primera vez que pensó en escribir sobre este lugar que ama tanto como rechaza, Teresita estaba ya muy lejos de casa. En Nueva York, donde se sentía un ser exótico en medio de otros tantos, un sentimiento más cómodo que el que le había dejado Bogotá, donde se había sentido solo una provinciana. En esta ciudad norteamericana donde conoció la nieve empezó a escribir La personalidad de los pelícanos, su primera novela. Quería convertir en universal una historia local y mostrar cómo es en realidad la ciudad de recreo de los capitalinos. Retratar una Cartagena incómoda, atravesada por la desigualdad, el racismo y la pobreza.

Partió del mercado de Bazurto, un laberinto de puestos populares donde el hedor a pescado envuelve los puestos de mangos y las ollas rebosantes de arroz recién hecho. Un lugar que en los 90 marcaba la frontera entre la Cartagena bien y la otra Cartagena. Entre los ricos y los pobres, entre los blancos y los negros. Una raya imaginaria sobre la que los Goyeneche tenían su casa.

Ese primer texto pasó de mano en mano entre los compañeros de postgrado de la autora. Les gustó, pero faltaba algo. Goyeneche lo encontró leyendo Historias de Nueva York, de Enric González. Si introducía la primera persona ya no contaría cómo es esa Cartagena que no funciona, sino cómo es crecer en esa ciudad que no funciona. Porque eso es para ella, un lugar atrapado entre la corrupción política institucionalizada, élites con ínfulas europeístas y un turismo voraz.

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Ahí en medio creció una niña de clase media a la que en casa llaman Tica sintiéndose una intrusa en los dos lados, un limbo en el que aún se siente hoy. “Nunca termino de entender esos lugares de lujo, privilegio y poder, pero tampoco las dinámicas de los barrios más empobrecidos y violentos”. Estudió, con un enorme esfuerzo de sus padres, en un colegio con los hijos de las élites, pero vivía en esta casa que hoy ama tanto como odió en su adolescencia por estar en la frontera de la pobreza.

Su padre, Fredy Goyeneche, un inconforme eterno con el status quo, nunca hizo caso a los lamentos wannabe de su hija, pero sí la hizo escucharlo a él durante largas diatribas sobre política, corrupción y desigualdad. Goyeneche padre era y es un ser incómodo en esa Cartagena rota por la clase, en la que la mayor aspiración de los jóvenes pasó con los años de entrar en la política como ascensor social a entrar por alguna arista del negocio del turismo. Una incomodidad en la que aprendió a instalarse su hija y que nunca la ha abandonado.

“Cuando alguien habla solo de lo bello que es Cartagena pienso: no la conoces; cuando hablan solo de lo malo pienso: no la conoces”, cuenta la autora en el patio de la casa de su madre, el lugar que ahora que vive en Estados Unidos considera el mayor de los privilegios. Un espacio que teme perder si algún día su madre decide vender la propiedad que ya le queda grande, salvo en las contadas ocasiones en las que sus hijas, y las hijas de sus hijas, viajan a Cartagena para desayunar jugo de mango en la mesa grande de la entrada.

Hasta aquí, en la frontera imaginaria que dibujaron los cartageneros de toda la vida, llega hoy el negocio que lo cubre todo menos la brecha honda que divide la ciudad. “El turismo se te acaba metiendo en casa”, resume Teresita. Su madre renta ahora dos habitaciones en Airbnb con las que ayudar a pagar las facturas y llenar los huecos de una casa ya vacía.

Es ese turismo que inunda de ruido las calles con los autobuses discoteca, de barcos-restaurantes la bahía, de copas el barrio de Getsemaní, que un día fue la casa de los comerciantes del mercado, que llegaron a Bazurto cuando los echaron del litoral para construir el que hoy es el centro de convenciones de la ciudad, una mole de hormigón que oculta la vista del mar desde la calle para reservarla a aquellos que pueden entrar a verlo desde sus cristaleras y terrazas.

“Así como la casa se vuelve hotel, para algunas mujeres el cuerpo se vuelve banco”, dice Goyeneche sobre una de las imágenes que considera más “desgarradoras”. En la plaza de los Coches, cada día cientos de mujeres ejercen la prostitución en esta Cartagena donde todo se compra y se vende. Donde todo, menos lo feo, se sube a Instagram. Donde la ciudad, apodada la heroica, se presenta al mundo en postales que no muestran el lado oscuro que dejaron los restos coloniales más allá de la muralla que abriga al centro.

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Sobre la firma

Inés Santaeulalia
Es la jefa de la oficina de EL PAÍS para Colombia, Venezuela y la región andina. Comenzó su carrera en el periódico en el año 2011 en México, desde donde formó parte del equipo que fundó EL PAÍS América. En Madrid ha trabajado para las secciones de Nacional, Internacional y como portadista de la web.

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