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Los emprendimientos de víctimas y exguerrilleros sobreviven por el apoyo de sus clientes a la paz

Familias que sobrevivieron la guerra y excombatientes de las FARC crearon pequeñas empresas para vender café, yuca o confecciones, emprendimientos con el difícil reto de ser sostenibles a largo plazo

Gladys Acevedo y Delsa Vanegas, madres de soldados asesinados de la fundación madres de Color y Esperanza por Nuestros Héroes,  sostienen un tejido de uno de sus hijos.
Gladys Acevedo y Delsa Vanegas, madres de soldados asesinados de la fundación madres de Color y Esperanza por Nuestros Héroes, sostienen un tejido de uno de sus hijos.Chelo Camacho
Camila Osorio

La paz es una marca frecuente en muchos regalos para las fiestas colombianas. En varios mercados navideños se encuentran el café o las mochilas hechas por excombatientes de las FARC; collares hechos por víctimas de la guerra; yuca sembrada por antiguos cultivadores de coca. Empresas pequeñas que han recibido el apoyo de cientos de compradores comprometidos con los acuerdos de paz, pero también emprendimientos que aún se esfuerzan para tornarse sostenibles financieramente. “Esta prenda no es una prenda cualquiera, esta prenda es un acto de paz”, dice una camiseta de la marca Manifiesta, producida por exguerrilleros y víctimas de la guerra. “Voluntad de paz”, dice una mochila del emprendimiento Confecciones de La Montaña, hecha por excombatientes de las FARC.

“La gran mayoría de la sociedad colombiana nos apoya y solo hay una minoría que no va a comprar nunca algo hecho por firmantes del Acuerdo de Paz del 2016″, dice Andrés Zuluaga, un exguerrillero que lidera el proyecto de los morrales y que prefiere identificarse como Martín Batalla. Desde que se desmovilizó, con más de 13 mil excombatientes, dice que la batalla más difícil es construir proyectos para una paz estable. La misión no ha sido nada fácil.

Batalla aprendió sastrería en la guerrilla, haciendo uniformes o camisetas, y ahora es uno de ocho excombatientes en los montes de Anorí, al norte del país, dirigiendo un taller de morrales. Confecciones La Montaña es uno de los casos emblemáticos en el mercado: sus bolsos han estado en la feria Colombiamoda, y diseñadores de élite se han acercado para colaboraciones. Y aun así, a Batalla le preocupa que aún no sea una empresa sostenible.

Martín Batalla, firmante de paz líder de la cooperativa encargada de ejecutar el proyecto de Confecciones La Montaña, en la pasarela de proyectos de paz.
Martín Batalla, firmante de paz líder de la cooperativa encargada de ejecutar el proyecto de Confecciones La Montaña, en la pasarela de proyectos de paz.Chelo Camacho

Primero, porque la distancia de Anorí a las grandes ciudades no hace que sus precios sean competitivos. “Dependemos de la pavimentación de vías terciarias para transportar los productos y por la lejanía no podemos competir con precios en ciudades como Medellín; por eso el que le compra a Confecciones La Montaña le está comprando es al proceso de paz”, dice. Luego por la violencia: 344 firmantes del Acuerdo de Paz han sido asesinados desde 2016 y uno de ellos, Robin Muñoz Taborda, trabajaba con Confecciones La Montaña. “No hay proyecto que funcione cuando le están matando a su gente”, añade Batalla.

En otra esquina está Javier Uribe, un antiguo cultivador de coca en el departamento del Putumayo, fronterizo con el Ecuador. Ahora es el líder de ASOYUPGUZ, una asociación de productores de yuca que son víctimas del conflicto armado, en el municipio de Puerto Guzmán. Él y otros recibieron un capital semilla al principio del proceso de paz y se asociaron en tierras otorgadas por el Ministerio de Agricultura, pero la yuca aún no es rentable. En parte por la ola invernal que arrancó el año pasado y dañó muchos cultivos, pero también por la dificultad de depender de vías terciarias para llegar con precios competitivos a las ciudades.

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Uribe cuenta que el proyecto arrancó con 239 familias y solo quedan 37. “La mayoría volvieron a sembrar coca, porque es más rentable”, cuenta. “Yo personalmente le pido a dios no volver a sembrar coca, pero creo que tenemos que buscar más apoyo institucional para que sembrar una hectárea de yuca sea más rentable que una de coca. No solo porque así no dependemos de nadie, sino porque no generamos más violencia: detrás de la coca llega la guerra, los muertos, la sangre, y eso no es sembrar paz”.

Lo que mantiene a flote a buena parte de estos pequeños emprendimientos no es su rentabilidad sino el compromiso político con la paz, tanto de sus productores como de sus compradores. Manifiesta, quizás la marca de ropa más conocida por ser tejida por excombatientes y víctimas de la guerra, paga a cada tallerista su trabajo por cada prenda, pero ningún miembro del equipo cuenta aún con un salario estable. “Nadie en Manifiesta depende solo de esto, todos debemos contar con otra forma de ingreso”, dice una de las fundadoras, Sara Arias. “Más que sostenible financieramente, Manifiesta es sostenible para lo que nació: apoyar la reincorporación de guerrilleros y construir historias de reconciliación”.

Muchos de estos emprendimientos nacieron con ese objetivo inicial: hacerse sostenibles en el largo plazo, apoyar los acuerdos de paz en el corto. Alejandro Jaramillo, doctorante de antropología en la Universidad de Nueva York, hace investigación sobre emprendimientos de paz “que han revitalizado discusiones sobre memoria por fuera de la institucionalización de la memoria histórica”. La Casa de La Paz en Bogotá es un ejemplo, un lugar que vende la cerveza artesanal La Trocha hecha por excombatientes y firmantes del acuerdo. Jaramillo lo define como un lugar que “habla de cuál fue el rol histórico de las FARC, qué agendas de transformación política tenían, o un lugar donde problematizan el término posconflicto en un coyuntura dónde aún no se vislumbra el fin de los conflictos”.

“Si uno llega allí pensaría que ellos utilizan su identidad como desmovilizados para vender cerveza; pero si uno mira con cuidado las dinámicas de la casa, se da cuenta que están ahí para socializar el Acuerdo de Paz e incluso los informes de la Comisión de la Verdad”, añade Jaramillo. “Y muchos de estos emprendimientos hacen eso: una producción de memoria desde un lugar no institucional, sin expertos en ciencias sociales, son empresas donde la memoria es un acto narrativo”.

Aun así, cuenta Jaramillo, algunos de esos emprendedores por la paz temen que “un día cese este interés de apoyar por medio del consumo de sus productos, así como que la financiación de cooperación internacional se enfoque en otros procesos. Esto último es importante: muchos dependen de una inyección de capital internacional”.

Paula Gaviria es exdirectora de la Unidad de Víctimas y directora de Compas, una fundación creada por el expresidente Juan Manuel Santos para acompañar varios de estos emprendimientos. Concuerda con que el apoyo que reciben estos es puntual, muy sujeto al momento que vive Colombia por el Acuerdo de Paz, y que el gran esfuerzo a largo plazo sigue siendo que logren volverse sostenibles, por ejemplo, llegando a mercados internacionales. “Nos falta entender que una iniciativa de paz no quiere decir que no pueda tener un impacto económico y ser sostenible, porque al final es un negocio”, dice Gaviria. “Hay gente que, por el compromiso social no cobra entonces suficiente por lo que hace, regala su trabajo. El reto es aprender a ser competitivos”.

Accesorios a la venta elaborados por las mujeres del cabildo urbano Embera, diosa del Chairá.
Accesorios a la venta elaborados por las mujeres del cabildo urbano Embera, diosa del Chairá.Chelo Camacho

Los que quedaron por fuera del mercado

Algunas identidades de la guerra, sin embargo, no se ven en los mercados de la paz. Es más difícil conseguir, por ejemplo, café hecho por exparamilitares (que se desmovilizaron en el 2006) o arroz hecho por exguerrilleros del EPL (que se desmovilizaron en los años noventa). No es que no existan, sino que no se posicionan en el mercado con la marca de la paz. Y eso tiene que ver con el tipo de desmovilización y reinserción que hubo para cada grupo.

Álvaro Villarraga es un experto en acuerdos de paz, antiguo miembro del EPL, y hoy director técnico en el Centro Nacional de Memoria Histórica. Recuerda que cuando se negoció la paz entre el gobierno y el EPL, “en la mesa de negociación ese punto de apoyo a proyectos productivos se desestimó muchísimo”. Los exguerrilleros tenían como prioridad que se hiciera una Asamblea Constituyente, que se hizo. Como el proyecto político tenía la prioridad, dejaron de lado el lado económico para la reintegración. “El golpe vino después, cuando llegó el momento de preguntarse: ¿Y de qué voy a vivir?”, dice Villarraga.

Aun así, nacieron unas semillas. Villarraga recuerda una empresa de confecciones que hicieron desmovilizados del EPL en los años 90 y que alcanzó algo de atención —hicieron desfiles de moda donde las exguerrilleras desfilaban jeans— pero no lograron sobrevivir cuando el mercado nacional abrió sus puertas a marcas extranjeras. “Como a muchas empresas pequeñas, se las comió el modelo neoliberal”, dice. “El saldo es que, en proyectos productivos, la gran mayoría de los del EPL fracasaron”.

También jugó un papel importante la estigmatización: muchos exguerrilleros desmovilizados de los años 90 fueron asesinados por grupos paramilitares, fuerzas del Estado o guerrilleros de las FARC que los veían como traidores. Venderse como una empresa pequeña de desmovilizados que le apostaba a la paz no era motivo de orgullo sino una forma de poner sus vidas en riesgo. Villarraga conoce hoy a un grupo exitoso de arroceros que eran del EPL, pero que prefieren no mencionar ese pasado cuando venden sus productos. “Fue mejor tener la boca cerrada durante años para que nadie recordara que eran del EPL”, añade.

Pasarela de proyectos de paz, en la tercera cumbre de la fundación COMPAZ en Bogotá, el 14 de diciembre de 2022.
Pasarela de proyectos de paz, en la tercera cumbre de la fundación COMPAZ en Bogotá, el 14 de diciembre de 2022.Chelo Camacho

Alejandro Eder es un político con una larga trayectoria en políticas de reintegración de excombatientes: fue asesor de la Política Nacional de Reintegración cuando se desmovilizaron los paramilitares en 2006, luego trabajó en la Alta Consejería para la Paz y la Reintegración, y luego fue el director de la Agencia Colombiana para la Reintegración. Ha visto emprendimientos de exguerrilleros y exparamilitares —recuerda uno de café de las autodefensas en el Cauca— pero es más escéptico frente a las marcas de los excombatientes.

“La gran mayoría de los desmovilizados no quieren que sepan que son desmovilizados”, dice Eder. Recuerda una joven exguerrillera que logró estudiar medicina pero que no quiere que nadie se entere que estuvo en las FARC. Otro día fue a una empresa a pedirle a los empresarios que contrataran desmovilizados, y respondieron que les daba miedo. “Pero luego la señora de los tintos y el que era estaba trapeando allí me dicen en secreto que son desmovilizados”, recuerda Eder. “Yo creo que hay que ser conscientes que el 99% de los desmovilizados de las FARC no participan en proyectos como Confecciones de La Montaña. Creo que es muy positivo que algunos lo hagan, pero debemos reconocer que es un fenómeno muy reciente porque muchos desmovilizados no quieren ser conocidos en la vida civil solo por una etapa de su vida, y eso también tenemos que respetarlo”, dice Eder.

Martín Batalla, el antiguo sastre de las FARC que ahora lidera el proyecto de Confecciones La Montaña, dice que conoce proyectos pequeños de exparamilitares que no quieren se reconocen públicamente como tal cuando venden sus productos. “Ellos aportan a la paz con su negocio, pero es una cuestión más individual, porque el acuerdo de ellos no se pensó de una forma política, no se pensó como nosotros que fijo nos íbamos a reincorporar a través de proyectos productivos”, dice Batalla. “Pero son dos concepciones muy distintas de ver la vida, nosotros siempre dijimos que la columna vertebral del acuerdo tiene lo productivo en los territorios, y por eso este café, este cacao, estos morrales. Este proceso de reincorporación se concibió así, y aquí estamos”.

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Sobre la firma

Camila Osorio
Corresponsal de cultura en EL PAÍS América y escribe desde Bogotá. Ha trabajado en el diario 'La Silla Vacía' (Bogotá) y la revista 'The New Yorker', y ha sido freelancer en Colombia, Sudáfrica y Estados Unidos.

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