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¿Por qué mi bebé no duerme? Claves para entender la pregunta que se hacen muchos padres y madres

La doctora en Biología María Berrozpe publica un libro para ayudar a los progenitores a conocer el funcionamiento del cerebro de los niños: no pueden aprender a dormir y su sueño evoluciona con el tiempo

Sueño bebés
Westend61 (Getty Images)

No es ningún misterio que el sueño de los bebés trae de cabeza a los padres, sean primerizos o no. Y esto tiene lógica, no dormir es una auténtica tortura. Hay bebés que, más o menos, lo hacen unas cuantas horas seguidas y dan margen a sus progenitores para poder tener un sueño reparador y de calidad. Otros, sin embargo, concilian el sueño tan mal que esto se convierte en fuente inagotable de problemas. Es más, hay hasta parejas que ven muy comprometida su relación por este tema. Algo que no debería ser así. Parte de estas decepciones vienen dadas porque las expectativas que se tienen con respecto al sueño de los bebés muchas veces son irreales, alejadas de su naturaleza, de su biología.

Es importante señalar que la biología tiene clarísimo por qué pasa esto. El cerebro de un recién nacido en 2022 es idéntico al nacido en la época de las cavernas, es decir, no sabe que duerme confortablemente en una cuna protegido de las fieras, su cerebro está preparado para la supervivencia y para ella depende estar pegado a su madre. Si no lo está, llora, porque así está diseñado. No lo hace para fastidiar a nadie, lo hace para garantizar su vida. María Berrozpe es doctora en Biología, codirectora del Centro de Estudios del Sueño Infantil (CESI) y acaba de publicar un libro, La ciencia del sueño infantil. Comprendiendo el sueño de nuestros hijos (Oberon), explicando todo esto desde una óptica científica, pero muy didáctica, para ayudar a padres y madres a hacer las cosas un poco mejor o, al menos, a entender que lo que le pasa a sus bebés es lo normal y lo esperable.

¿Es normal que los padres se obsesionen con el sueño de sus hijos?

Los padres tienden a supervisar el sueño de los niños hasta que este se convierte en casi una obsesión. Para la doctora el motivo es claro: “Hay una razón contundente: porque no poder dormir es una de las torturas más terribles que sufrimos en la vida. Vivimos en una sociedad en la que el insomnio tiene proporciones epidémicas. Nuestro ritmo de vida actual no propicia hábitos de sueño saludables y la gran mayoría de jóvenes y adultos estamos casi sobreviviendo con un sueño, a todas luces, insuficiente”, explica la experta.

Cuando un bebé llega a una familia, agrega, “su ritmo inmaduro y desregulado cae como una bomba en un terreno ya minado”. Y añade: “A los hábitos desfavorables que muy probablemente tienen los padres se suman los de una criatura que todavía no distingue entre el día y la noche, y su única obsesión es estar en contacto continuo con el cuerpo de su madre, alimentándose cada vez que tiene hambre”. Pero las expectativas de los padres, determinadas por el contexto cultural, no pueden ser más diferentes, pues, según cuenta Berrozpe, estos “sueñan con un bebé que duerme felizmente en su cunita (lejos del cuerpo de su madre) la mayor parte del día y de la noche, y que reclama alimentación siguiendo un ritmo compatible con nuestras necesidades y deseos”.

De sobra es sabido que han proliferado en los últimos 20 años teorías totalmente conductistas para “enseñar” a los niños a dormir, incide la experta. Teorías que desechan la idea de que duerman con sus padres. Pero, ¿qué dice la biología al respecto? Para Berrozpe, en realidad solo hay prejuicios, la ciencia nunca ha conseguido demostrar que la manera en la que la sociedad occidental rica e industrializada del siglo XXI pretende que duerman sus hijos es realmente la forma en la que deben dormir porque es la mejor: “Los seres humanos hemos dormido gran parte de nuestra historia (el 98% del tiempo de la historia), y en la gran mayoría de culturas, siempre acompañados”.

María Berrozpe, cofundadora y codirectora del Centro de Estudios del Sueño Infantil (CESI).
María Berrozpe, cofundadora y codirectora del Centro de Estudios del Sueño Infantil (CESI).

Dormir es un acto demasiado vulnerable para arriesgarse a hacerlo solo en la gran mayoría de circunstancias en las que nos hemos visto —y muchos todavía se ven— obligados a hacerlo. Las condiciones que garantiza nuestra cultura de seguridad e higiene son absolutamente excepcionales, según la doctora: “Nuestra evolución no ha ocurrido mayoritariamente en estas condiciones, que son relativamente recientes. Por eso, muchos hábitos de nuestra cultura, aunque parezcan buenos, nos enferman y nos producen un estrés al que no podemos adaptarnos de manera saludable. Desde el exceso de comida al sedentarismo o, por qué no, el sueño en solitario, sobre todo el de nuestros bebés y niños”.

Entonces, ¿cómo conseguir que un bebé duerma? “Esta pregunta me hace mucha gracia”, reconoce la experta, “ya que los recién nacidos no aprenden en el sentido estricto de la palabra a dormir. Igual que a respirar, tragar, estar despierto o moverse, todos son actos fisiológicos que aparecen de manera espontánea porque forman parte de nuestra naturaleza. Los fetos ya duermen y durante toda la vida el sueño va evolucionando y adaptándose a las necesidades de cada momento”.

El sueño evoluciona durante toda la vida y su arquitectura y duración va cambiando desde el feto hasta la vejez. Se dice que el cerebro sufre los cambios más rápidos e importantes los primeros dos años de vida, y la evolución del sueño refleja y se adapta a estos cambios: “Por eso podemos considerar que a partir de ahí se ha superado una etapa madurativa relevante y el niño ya tiene todas las fases de la arquitectura del sueño con un 25% de sueño REM como el adulto (al nacer tenía un 50%), aunque la sueño de ondas lentas seguirá intensificándose hasta la pubertad y las horas diarias que duerme todavía seguirán disminuyendo (desde las 14 horas de media hasta las 9 horas a los 12 años). Su ritmo circadiano ya está bien establecido, aunque no por ello tiene exactamente las mismas características que en el adulto”.

Pero si hablamos de los despertares nocturnos, que es lo que más preocupa a los padres, ya que generalmente interfiere con su propio sueño, podemos decir que “se ha observado que hasta los tres años y medio al menos la mitad de los niños tienen despertares nocturnos, aunque su número va disminuyendo a medida que madura. Aun así, esta disminución no sigue un ritmo constante, produciéndose continúas subidas y bajadas (temporadas que duermen del tirón seguidas de temporadas que se despiertan más) durante toda la infancia”.

¿Y qué pasa si lo dejo llorar hasta que se canse?

Hay varias teorías, llamadas conductistas, que pretenden enseñar a los niños a dormir, dejándolos llorar hasta que se cansen y, por agotamiento, terminan durmiéndose. Pero, ¿qué coste tiene en el cerebro del bebé? La experta lo tiene claro: “Dejar llorar a un bebé que todavía requiere la regulación de la madre (o figura de apego) para controlar sus emociones puede provocar lo que se llama una respuesta tóxica al estrés. Esto es, la criatura no puede adaptarse saludablemente a ese estrés porque se ha superado su capacidad para hacerlo”. “Esto conlleva una respuesta maladaptativa”, prosigue, “que puede desembocar en una patología. Este fenómeno no siempre se manifiesta a corto plazo, ya que muchos problemas de la vida adulta pueden explicarse, precisamente, por respuestas tóxicas al estrés en la primera infancia, cuando la persona no tenía la capacidad de adaptarse saludablemente a las circunstancias adversas”.

“Dice el profesor de antropología James McKenna: el hábitat del bebé humano es el cuerpo de su madre. El neonatólogo Nils Bergman también dice: todo lo que un bebé hace únicamente se entiende desde la perspectiva del cuerpo de la madre. Esto significa que todo el comportamiento instintivo del bebé está dirigido a asegurar su supervivencia en el cuerpo de su madre. Fuera de él casi no sirve para nada”, explica. Esto quiere decir que cuando se separan las crías mamíferas de sus madres sufren una importante desregulación fisiológica que afecta desde el control de su temperatura a su respiración o frecuencia cardíaca. “La madre es, en definitiva, el regulador fisiológico y emocional de su hijo”, resume Berrozpe. “Su ausencia desregula y esta desregulación es por sí misma un factor estresante que puede generar una respuesta tóxica no adaptativa, dependiendo de las circunstancias. Y ya sabemos que esta respuesta tóxica puede tener relevantes consecuencias a corto, medio y largo plazo, comprometiendo el desarrollo y la salud física y emocional futura del bebé”.

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