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Daniel Innerarity: “El gran riesgo es que la política llegue a ser irrelevante”

Teórico de la política y siempre con un ojo en el futuro, Innerarity fue en las últimas elecciones autonómicas el último en la lista de Geroa Bai que encabezó Uxue Barkos En esta entrega de la serie 'Así pasen cien años', el filósofo reflexiona sobre cómo será la política en el siglo XXII

José María Izquierdo
Daniel Innerarity.
Daniel Innerarity.Claudio Álvarez

Es posible que a Daniel Innerarity los libros le salgan solos. Pondrá en marcha una grabadora, hablará durante horas…, y directo a la editorial. No habrá que corregirle ni una coma, porque aunque habla mucho, muchísimo, siempre lo hace con un riguroso orden en el pensamiento. Teórico de la política y siempre con un ojo en el futuro, también ha pasado de las musas al teatro: en las últimas elecciones autonómicas era el último en la lista de Geroa Bai (sí al futuro, en euskera) que encabezó Uxue Barkos.

Nos domina la política, pero creemos poco en ella. ¿Habrá política y políticos en el siglo XXII? ¿Cómo será la organización social? El gran riesgo que corremos, con esta inercia en la que ahora estamos, es que la política llegue a ser algo irrelevante. Esa es la gran amenaza. Es decir, que las cosas se autoorganicen sin ninguna intervención expresa intencional de los seres humanos. Y el gran desafío es cómo conseguimos que la política pase de una lógica de la reparación a una lógica de la intervención, incluso de la anticipación. Eso en estos momentos resulta muy difícil porque las cosas van a gran velocidad. Yo creo que la aceleración en la que vivimos en el mundo contemporáneo nos está llevando a un sistema en el cual estamos muy poco en el presente. Eso que Paul Valéry llamaba el régimen de sustituciones rápidas. Estás muy poco tiempo en el presente porque las cosas se vuelven obsoletas enseguida. La lógica de la moda ha invadido la lógica política y lo que tenemos son productos de temporada. Por tanto, también los tiempos de la decepción política se han acelerado dramáticamente. El tiempo que tarda alguien en decepcionarnos, el carisma en agotarse, la percepción de inutilidad, se reduce. Y eso nos conduce a una paradoja. Si yo pregunto a mi abuelo: “¿Qué te evoca la palabra futuro?”, él me dirá que una cosa muy alejada en el tiempo, seguramente unos cien años o algo así, el tiempo que usted me plantea. ¿Pero qué pasa hoy día? Pues que la palabra “futuro” nos evoca a algo inmediato, lo que tarda en caducar nuestro iPhone, un año y medio más o menos. El futuro es 2016.

Pues no, yo le pregunto por el siglo XXII… Lo sé, lo sé. Yo preveo una evolución de la humanidad positiva hacia fórmulas de gobierno más inteligentes y en las cuales haya una cooperación entre quienes tienen que regular y quienes tienen que ser regulados. ¿Por qué? Pues porque los riesgos a los que estamos abocados en materia financiera, en materia medioambiental, de intervención genética, solamente se pueden arreglar o prevenir introduciendo el saber de los expertos, la legitimidad de los representantes políticos y la opinión de la gente. Y eso es lo que tenemos que conseguir. Al mismo tiempo yo creo que los partidos y los sindicatos tienen un gran problema…

Ya nunca va a haber un poder absoluto, sino que estará repartido”

Más de uno, diría cualquier observador. Desde luego… Todas las instituciones que establecen una mediación, me da igual que sean las escuelas, las religiones, los partidos, los sindicatos, los profesores, están sometidas a una exigencia renovada de legitimación, y toda mediación que no aporte un valor nos la vamos a llevar por delante. En ese panorama, los partidos son una institución muy pesada porque responden a lo que a mí me gusta llamar la lógica del contenedor. Es decir, la lógica según la cual los partidos no se limitaban a representar ciertos intereses, sino que, de alguna manera, los partidos clásicos estructuraban sectores enteros de la sociedad y estabilizaban identidades sociales y políticas. Los trabajadores votaban a la izquierda; los empresarios, a la derecha; los de aquí, al partido de aquí, etcétera. Bueno, en una democracia de partidos clásica, esa democracia correspondía a una geografía sólida. Hoy lo que tenemos es más bien un panorama difuso. [Zygmunt] Bauman decía que líquido, yo más bien creo que es gaseoso, el mundo en que estamos es más bien un mundo gaseoso. Y esta fluidificación o este estado gaseoso del mundo afectan a los electores y a las organizaciones.

¿Y cómo puede uno enfrentarse a lo gaseoso, tan difuso como indica su propio nombre? Dice usted que afecta a ambas partes… Desde luego. A los electores, en la medida en que les hace muy imprevisibles. Lo hemos visto en España en las últimas elecciones. El porcentaje de indecisos en el último momento ha sido altísimo. Pero es una característica general de las democracias occidentales. Lo digo también para que comprendamos la difícil tarea de los partidos en el mundo actual. Interpretar lo que quiere la gente no es tan fácil como algunos dicen. En este estado gaseoso, por ejemplo, se ha debilitado enormemente la idea de programa electoral. ¿Qué sentido tiene un programa electoral cuando el mundo cambia a una enorme velocidad, y los compromisos que un partido puede adquirir chocan con la realidad de la imprevisión, del futuro, de que realmente no sabemos lo que va a pasar en cuatro años?

Y aún será más complicado si ese poder hay que compartirlo con otras fuerzas, como en un Gobierno de coalición o, por lo menos, sin mayorías absolutas. Es que ya nunca va a haber un poder absoluto. El poder cada vez está más repartido. El poder se ha transformado, se ha horizontalizado, si se me permite la expresión, y constituye un modo de poder político que ha venido para quedarse. Absolutamente. Esa es otra de las características evidentes de ese mundo gaseoso del que antes hablábamos. Ese fenómeno de dispersión ya se da ahora, pero se verá mucho más agudizado dentro de cien años. Por tanto, ¿qué racionalidad estratégica pueden tener las instituciones, los partidos, los sindicatos u otras organizaciones cuando el mundo se ha vuelto tan imprevisible? El gran desafío de la política es desarrollar una racionalidad estratégica que no sea dogmática, que no choque con la evolución de una sociedad que va a velocidad acelerada.

¿Y qué se puede hacer frente a este vértigo? Pues, entre otras cosas, no disolver la política en una amalgama de partidos instantáneos o en esa fugacidad y ese carrusel de promesas imposibles de cumplir en el que se ha convertido la política hoy día. En estos momentos, el eje dominante es el de lo nuevo y lo viejo frente a otros ejes a los que estábamos acostumbrados. Yo creo que para los partidos y las organizaciones, el gran desafío que se plantea es cómo actuar en entornos que ya no están regidos por la lógica de la fábrica fordista. Hay que desarrollar una inteligencia adaptativa, recomponer su capacidad de representar y gobernar en una sociedad que se ha vuelto más exigente, que controla más celosamente las delegaciones de autoridad. Eso es un gran desafío, eso es una enorme dificultad.

Y de acuerdo con todo eso, ¿en 2150 vamos a tener unos partidos más débiles, más fuertes o quizá ocurra que ya no existan los partidos políticos? ¿Y los sindicatos? Habrá partidos.

¿Pero cómo? Yo creo que los partidos tienen mucho que decir en cuanto a la clarificación de las opciones y como lugar de formación y participación. También en el control de los electos, por supuesto. Otra cosa es que lo estén haciendo bastante mal, y probablemente los sindicatos también. ¿Pero hay algo peor que malos sindicatos? Sí, un mundo sin sindicatos. ¿Hay algo peor que malos partidos? Sí, un mundo sin partidos.

¿Y se llamarán partidos políticos? Seguramente les llamaremos de otra manera, aunque no estoy tan seguro. De hecho, me acuerdo cuando una vez en la escuela de verano del Partido Democrático Italiano, Luigi Bersani, que entonces era su secretario general, me dijo que él se empeñó mucho en que el Partido Democrático se llamara partido. Italia en ese momento estaba llena de olivos, margaritas, Forza Italia. Bersani insistió: “Vamos a llamarnos partido”. Y tuvo una gran oposición.

El filósofo y ensayista Daniel Innerarity.
El filósofo y ensayista Daniel Innerarity.Claudio Álvarez

También en España… Exacto. Los dos partidos emergentes en España no se llaman partidos. Han preferido Podemos, Ciudadanos o las plataformas electorales de nombres variados. Han omitido el nombre de partido, pero, si me puedo poner un poco a contracorriente de la ola que tenemos, creo que la palabra “partido” es muy precisa, implica entre otras cosas aceptar que la representación de la gente es plural y que nadie la representa en su totalidad. Somos una parte, es una parte.

¿Y Parlamentos? Al comienzo decía usted que… Los Parlamentos tienen una gran dificultad, y es que tal y como existen en las democracias contemporáneas son una institución que requiere el espacio lento de la deliberación política. Pero el actual tiempo rápido de los cambios sociales se escapa completamente de ese tiempo lento de la deliberación. En estos momentos, pensar que los Parlamentos controlan a los Gobiernos es un anacronismo. Los Gobiernos controlan a los Parlamentos. Es decir, se cumple el principio de Gregory Bateson de si la calefacción regula el termostato o el termostato regula la calefacción. Más que por los Parlamentos, creo que esa función de control político la ejercerán en el futuro una multitud de foros, de espacios de debate, espacios deliberativos híbridos, en los que se realice una cierta parlamentarización, pero más informal, de las decisiones colectivas. Estoy pensando en las comisiones, en los foros, en los comités de expertos, desde los espacios locales, municipales, hasta el Comité de Basilea, donde se toman las grandes decisiones de la regulación financiera. Lo que sí debería preocuparnos, y hay que evitarlo a toda costa, es que desaparezca esta función de control, que se hurten a la discusión pública decisiones fundamentales que afectan profundamente a la vida de los ciudadanos.

¿Y será posible controlar otro tipo de decisiones, como las económicas y financieras? Pues yo creo que el gran desafío que tenemos para el siglo XXII es cómo conseguimos que el sistema político sea más inteligente que aquello que tiene que regular. Me explico: mientras el sistema económico financiero, por ejemplo, sea más inteligente, es decir, más flexible, más adaptativo, más rápido, más innovador que el sistema político con toda su lentitud y su pesadez, se escapará de la legitimación colectiva de las decisiones.

Y en el futuro, esos foros… Tendrán todavía más presencia. Mucha más, por supuesto. El problema que tendremos entonces será cómo resolver la agregación de todas esas presiones colectivas. La reinvención de la política tiene que ser eso. Una agregación sin ninguna lógica, sin ningún criterio de legitimación, puede producir en la interacción resultados muy poco deseables.

Esta frase es suya: “Lejos de convertir la política en un anacronismo, la técnica (mejor dicho, sus fracasos sonados o sus riesgos potenciales) ha reforzado el prestigio de la política”. Es de hace algún tiempo, sí… Mi hipótesis es la siguiente. Situémonos en los años sesenta. En aquella época, a derecha e izquierda, se pensaba que la política iba a ser completamente sustituida por la técnica. Unos lo entendían en un sentido amenazante; otros, en un sentido esperanzador. Era el momento de los tecnócratas, pero también era el momento de la planificación tipo soviético, todos los instrumentos de gestión pública que nos prometían un mundo indiscutible de hecho, de fantasías, de tecnologías que resolvían problemas políticos. Como consecuencia de todo ello, fue un momento de gran despolitización que coincidió con la Guerra Fría. Y yo creo que generó una ilusión de politización de la sociedad que no era verdad. La sociedad estaba profundamente despolitizada porque estaba convencida de que la técnica iba a ser, iba a convertir la discusión política en algo superado. ¿Qué es lo que tenemos hoy día? Hoy lo que tenemos es un montón de tecnologías que han fracasado, que no han sido exitosas y respecto de las cuales la política trata de reparar los daños. La imagen de Barack Obama en el golfo de México tras el terrible vertido de petróleo de BP de 2010 ilustra a la perfección el momento del mundo en el que estamos ahora. Ese cambio de aguja de la historia me parece extraordinario y muy ilustrativo, porque señala que en estos momentos la política es la única instancia posible, muy débil desgraciadamente, pero es la única instancia posible, para reparar, prevenir, anticiparse frente a las catástrofes de la tecnología financiera, energética, etcétera.

¿Se mantendrán los ejes izquierda-derecha? Sí. Pero habrá más ejes. El eje izquierda-derecha ha tenido una preponderancia exagerada en la configuración del antagonismo democrático y ya comienzan a hacerse visibles otros ejes que complican el panorama. Por ejemplo, el eje razones tecnológicas y razones democráticas o, si se quiere, el eje definido en sus sistemas por tecnocracia y populismo. Que es un eje que no coincide exactamente con el de izquierda-derecha, sino que tiene otra inclinación. Y que permite variaciones; por ejemplo, hay tecnocracia de derechas y tecnocracia de izquierda, populismo de izquierdas y populismo de derechas. Existirá también el eje definido por las identificaciones nacionales, sobre todo en Estados compuestos, como es el caso del Estado español. Y existirá también otro eje que hemos visto ahora en España irrumpir de una manera muy particular entre lo nuevo y lo viejo. Entonces mi hipótesis es que va a haber una multitud de ejes de identificación…

Daniel Innerarity

Bilbao, 1959. Es catedrático de Filosofía Política y Social, investigador en la Universidad del País Vasco y director de su Instituto de Gobernanza Democrática. Profesor invitado, entre otras universidades, en la Sorbona (Paris I), en el Robert Schuman Centre for Advanced Studies del Instituto Europeo de Florencia o en la London School of Economics and Political Science. Es director de estudios asociado de la Maison des Sciences de l'Homme, en París, y titular de la cátedra Davis en la Universidad de Georgetown. Varios de sus libros han sido premiados en España y traducidos en Francia, Reino Unido, Portugal, EE UU, Italia y Canadá. En Galaxia Gutenberg publica ahora La política en tiempos de indignación.

¿Se da usted cuenta de que está diciendo que la política será mucho más complicada? Es que las sociedades cada vez son, y serán, más complejas. ¿Cómo es esa canción de Leonard Cohen que dice: “Qué grande era el mundo cuando no había espacio sin izquierda y derecha”? Era una gran simplificación. Y es que la manera que tenemos los seres humanos de orientarnos en el mundo es simplificando la realidad. Pero la realidad resiste poco esa simplificación y enseguida protesta y así intervienen otros factores, ¿no? Las democracias se mejoran haciéndolas más complejas, no simplificándolas.

¿Y dentro de un siglo seguirá igual de vivo el debate entre igualdad y libertad? Sin duda ese será uno de los grandes debates, con el agravante de que esa cuestión la habíamos domesticado en el seno de los Estados nacionales e incluso habíamos conseguido el llamado compromiso social democrático a partir del cual surgieron los dos grandes partidos de la posguerra. Ahora mismo la igualdad y la desigualdad son categorías globales. La gente no se está comparando con sus vecinos y con sus compatriotas. Se está comparando con las oportunidades que ve en lugares muy remotos del mundo a través de los medios de comunicación. Con lo cual las categorías de comparación son mucho más amplias.

¿Encontraremos la solución? ¿Cuánto habremos avanzado en el siglo XXII para lograr unas sociedades con una mejor distribución de la riqueza? Ahora mismo es una fuente de inestabilidad brutal. Por ejemplo, con la inmigración. Nos hemos hecho la ilusión de que es un fenómeno que se puede detener con muros y verjas, y la inmigración solo se detiene equilibrando espacios en los que no haya tantas altas y bajas presiones, porque esto es un fenómeno meteorológico. Es pura física. La tremenda desigualdad que vivimos va a producir una serie de reacciones inevitables si no logramos acabar con ella.

¿Habrá fronteras, habrá muros? Que no es lo mismo… Por supuesto que no es lo mismo. Habrá fronteras, pero no muros, porque la frontera es un espacio de delimitación que no cierra. Es un espacio de comunicación que permite el paso y que no estigmatiza necesariamente al foráneo. Pero no habrá muros porque se habrá hecho patente su inutilidad. Los muros solo sirven para reconfortar ilusoriamente a una población que tiene miedo.

¿Cómo será la inmigración en el siglo XXII? Porque a esas alturas ya estaremos todos muy mezclados… Ya lo estamos. Ahora mismo las poblaciones mestizas son más numerosas que las poblaciones monoétnicas. La mayor parte de la gente es plurilingüe en el mundo. Lo que es una rareza es el monolingüismo. Estoy encantado de vivir en una sociedad bilingüe, incluso plurilingüe, y ojalá eso sea una realidad. Dentro de unos años pensaremos en el monolingüismo y la etnicidad cerrada como una rareza. Lo cual no nos impedirá valorar una lengua propia y unas costumbres y unas tradiciones. Pero las entenderemos dentro del contexto de flujos y de contaminaciones. De hecho, si examinamos la mayor parte de nuestras costumbres, tienen un origen foráneo. Hay cantidad de costumbres que nos parecen el colmo de lo auténtico de nuestra cultura, y a veces es rotundamente falso. La trikitixa en el País Vasco, por ejemplo, que es una especie de acordeón pequeño que todos asociamos con lo más típico nuestro, llegó con los tiroleses que en el siglo XIX vinieron a construir el ferrocarril y tocaban un instrumento que sonaba muy raro y que los habitantes de aquel mundo rural vasco llamaban infernuko soinua, el sonido del infierno. Pues hoy día nos parece que es una cosa de toda la vida…

¿Hay algo peor que malos partidos? Sí, un mundo sin partidos”

¿Tendremos una gobernanza mundial? ¿Necesitaremos una ONU? Lo que Ulrich Beck llamaba la sociedad del riesgo es una sociedad que presiona hacia la cooperación. Nos está obligando a cooperar, y esto significa que tenemos que entender la nueva gramática de los bienes comunes cuando venimos de una vieja gramática de los bienes privados o de los bienes estatalmente articulados, gestionados y defendidos. Estamos más bien acostumbrados a relaciones de fuerza no cooperativa. ¿Cómo pasamos de una gramática a otra? Pues nuestra manera de pensar más habitual es trasladar las categorías del Estado-nación al plano global. Eso no va a funcionar nunca. Lo que habrá, creo yo, serán múltiples instituciones regionales que actuarán autónomamente para resolver problemas comunes. Por simplificar las cosas, iremos a una multiplicación de espacios de cooperación intensa del estilo de la Unión Europea. La UE es el experimento político más interesante de los últimos años. No hay ningún precedente en la historia de la humanidad de unos Estados soberanos que renuncian a una parte de su soberanía para dotarse de una institucionalización común. Así que no habrá Gobierno mundial, sino más bien un sistema de gobernanza formado por acuerdos regulatorios, institucionalizados por procedimientos que exijan determinadas conductas a quienes forman parte de ellos sin la presencia de Constituciones escritas o de poder material. Esta yo creo que va a ser la gran innovación, un sistema complejo que tenga la capacidad de que se hagan ciertas cosas sin la capacidad de ordenarlo. Ya sé que es una paradoja. No habrá una autoridad en el sentido estatal de la palabra, soberana, pero habrá ciertas capacidades a través de incentivos, saber experto compartido, identificación de bienes comunes, que de alguna forma obligarán a los agentes políticos.

¿Y qué será de los nacionalismos? Hay dos tipos de nacionalismos que requieren una cierta explicación. Por un lado, los nacionalismos de las naciones-Estado: Alemania, que mira solo sus intereses; España, que rechaza la cuota de migración; Francia con Jean-Marie Le Pen. Pero yo creo que el rechazo de los Estados nacionales de avanzar en la integración que se da en Europa en estos momentos responde más a que las poblaciones se sienten socialmente desprotegidas que a una lógica nacional. Y todavía identificamos, excesivamente a mi juicio, los espacios nacionales con el lugar de la protección. A mí me parece que en este mundo, las naciones sin Estado, las regiones, las ciudades, esos espacios de entre unos seis y diez millones de habitantes que pueden ser Baviera, Cataluña, País Vasco o Escocia, lo que tienen que desarrollar es una inteligencia adaptativa y aprender mucho con mayor rapidez.

¿Qué idea del progreso tendremos en el siglo XXII, una vez vistos los adelantos que hoy ya nos asegura la ciencia? Tendremos progresos, pensaremos más en progresos que en progreso. El progreso era una enorme simplificación que establecía un eje en virtud del cual ordenábamos el mundo en una línea en la cual en un extremo estaban los progresistas y en otro los reaccionarios, y en estos momentos no es exactamente así. No porque no haya progresistas y reaccionarios, sino porque hay muchas más cosas. Pensemos que cierta derecha es más modernizadora que cierta izquierda que tiene un lenguaje e incluso unas actitudes tremendamente conservadoras. Esto ha complicado mucho el panorama. Probablemente declinemos la palabra “progreso” en plural. Y entenderemos que puede haber progreso en lo económico pero que haya retroceso en lo social, que puede existir un progreso tecnológico que implique un retroceso en cuanto a los valores éticos… Tendremos que hacer un sudoku de esas líneas. Cada civilización, cada sociedad democrática, acertará si sabe hacer la síntesis adecuada. Solo quienes sepan resolver ese juego tendrán su lugar en la política del siglo XXII.

elpaissemanal@elpais.es

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