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reportaje

Ciencia y cine, la extraña pareja

Un artilugio parecido a una tableta móvil fue concebido ya en 1968 para "2001: una odisea del espacio". No pocas veces lo que era fantasía ha acabado por hacerse real

La OMS ha lanzado una alerta mundial ante la explosión del virus zika en América Latina. Prevé tres o cuatro millones de infectados y manifiesta su alarma ante la posibilidad de que el virus cause microcefalias en los fetos de mujeres embarazadas. No hay tratamiento ni vacuna por ahora, estamos totalmente indefensos, pero la realidad es que el zika no ha matado a nadie desde que fue descubierto, hace décadas. Solo causa una fiebre moderada; y su asociación con la microcefalia en bebés aún no está demostrada científicamente, aunque persisten las sospechas. Si quisiéramos convertir esta historia en una película de Hollywood, no habría más que darle un empujoncito. Los ingredientes están ahí. Si añadimos al guion que detrás existe un plan para asustar a la gente y forrarse, una conspiración para exagerar adrede y allanar el terreno a los malvados laboratorios que aprovechan la ocasión para forrarse, el blockbuster casi está servido.

En ocasiones cuesta muy poco empujar la realidad hacia la ficción cinematográfica. Y a veces, encontramos que, cuando las cosas se ponen feas de verdad, ya estaban en el celuloide. Pensemos en el ébola. Hace poco más de un año resurgió en África y, tras dejar miles de muertos, aparece en Europa, donde contagió a una enfermera española. En cuestión de horas, tras el anuncio oficial del contagio, surgieron los bulos en las redes sociales. Se cerraron institutos y florecieron en Internet tratamientos a base de mezclas de plantas que curaban el ébola. Incluso funcionaba el ozono por vía rectal. Los vecinos del bloque donde vivía la contagiada exigieron la limpieza exhaustiva del edificio. La administradora del inmueble fue expulsada de la academia de baile por las protestas de sus compañeras.

¿Les suena familiar? Lo hemos visto antes, comiendo palomitas y a oscuras. En Contagio (2011), el director Steven Soderbergh narra la propagación de una gripe mortal a Estados Unidos y el resto del mundo desde Hong Kong. El virus mataba al 30% de los infectados. Internet funcionaba en la pantalla como una furiosa caja de resonancia. El bloguero al que da vida Jude Law difundía falsos remedios naturales y aseguraba que el virus no era sino la punta de lanza de las multinacionales farmacéuticas para hacer negocio. Contagio toma ideas prestadas. Dos años antes, en 2009, con la crisis de la gripe porcina o gripe A asustando a medio mundo, la OMS tocó entonces campanas a rebato. Se hablaba de la resurrección de la pandemia de la (mal llamada) gripe española, que dejó 50 millones de víctimas en 1918. Así que los laboratorios trabajaron contra reloj para fabricar vacunas y hacer caja. Y los países ricos se lanzaron en tromba a comprarlas. El virus porcino resultó ser más leve que el de la gripe común, y lotes de vacunas inservibles tuvieron que destruirse. Hubo acusaciones serias de connivencia entre la OMS y los laboratorios. ¿Era una película en 2009? No.

Las películas de ciencia-ficción poseen a veces una extraña cualidad para anticipar no solo los progresos científicos y tecnológicos, sino algo tan escurridizo y difícil de medir como las reacciones de una sociedad frente a una amenaza nueva e inesperada. Los que rechacen esta idea argumentarán –y con razón– que los virus no producen zombis, como en 28 días después, de Danny Boyle (2002). O que, desde el punto de vista estrictamente científico, un virus mutante nunca podrá acabar con toda la humanidad, ya que por pura estadística siempre quedarán personas que resulten naturalmente inmunes, algo que, por cierto, también vemos en películas como Soy leyenda, con Will Smith repitiendo el papel que hizo Charlton Heston en El último hombre vivo (Boris Sagal, 1971). Pero no podrán negar los aciertos de filmes como Estallido (Wolfgang Petersen, 1998), que anticipa los peligros de la globalización de las epidemias. Un mono portador del virus ficticio motawa (exacto al ébola) entra ilegalmente en EE UU e infecta a un americano (Patrick Dempsey) que lo vende a una tienda de animales en California. Dempsey toma un avión a Boston para reencontrarse con su novia. El virus se aprovecha de los vuelos comerciales y crea dos focos de epidemia en ambos extremos del país. En el momento del estreno, la crítica Janet Maslin, de The New York Times, tachó el filme de Petersen de inverosímil. Pero en 2014, el ébola llegó hasta allí en avión para asustar a los norteamericanos.

Cuando se estrenó 'Estallido', que especula con un brote similar al ébola en EE UU, algunos críticos tacharon el filme de inverosímil

Existe una fascinante relación entre la ciencia, la realidad social y la ciencia-ficción, en forma literaria o cinematográfica. Forman un triángulo irresistible. Allá donde miremos, la ficción ha proporcionado admirables anticipaciones de lo que luego serían realidades científicas. La lista es casi inabarcable. Piense en Internet, en los robots y la inteligencia artificial; en el radar y los rayos X; en los universos paralelos, los láseres, la invisibilidad o la clonación. El escritor Robert Bly ha compendiado una lista de 83 hallazgos que nacieron antes como argumento dramático. El primer bebé probeta fue concebido por la pluma de Aldous Huxley en Un mundo feliz (1932). La bomba atómica fue mencionada por H. G. Wells en The World Set Free en 1914, obra que sirvió de inspiración a uno de los físicos que la desarrollaría, el húngaro Leo Szilard.

Otras veces la delantera la lleva el celuloide. El primer trasplante permanente de un corazón artificial en un ser humano ocurrió, un año antes que en la realidad, en una pantalla de cine con el estreno, en 1981, de Al filo de la muerte, de Richard Pearce. Es una pelícu­la emocionante y muy realista. Transcurre en su mayor parte en la sala de operaciones, a corazón abierto, en la que el doctor Vrain (Donald Sutherland) implanta el artefacto que ha construido el biólogo Aldo Gehring (Jeff Gold­blum) en el pecho de una chica de 20 años, cuando no le queda otro remedio para salvarle la vida. Los médicos verdaderos (Denton Cooley y Robert Jarvik) estuvieron detrás de la cámara, asesorando a los guionistas y productores. David Kirby, profesor de la Universidad de Manchester en Reino Unido y autor del libro Lab Coats in Hollywood (MIT Press, 2013), explica que Cooley y Jarvick querían, antes de llevar a cabo su hazaña, educar al público sobre la conveniencia del uso de órganos artificiales en los seres humanos. Por eso ayudaron a crear la película. “El corazón artificial tiene una larga historia sobre una tecnología que da miedo. Así que uno de los desafíos fue convencer a la gente de que lo necesitábamos, que era algo que no producía daños y que iba a perdurar”, dice Kirby.

El cine es una magnífica arma de persuasión masiva. Derriba muros y miedos. La gente se asombra y exclama: “Lo hemos visto y es posible”. Aquello a lo que teníamos miedo resulta aceptado. Fíjense en la historia de la carrera espacial. Evidentemente, hoy no disparamos cohetes en cañones que se clavan en los ojos de la Luna, como ocurre en el mítico largometraje del mago Georges Méliès Viaje a la Luna, en un alarde de efectos especiales concebidos en 1902. Pero la cuenta atrás de los lanzamientos espaciales apareció primero en una película de Fritz Lang, La mujer en la Luna, en 1929. Y un año antes de la llegada del hombre al satélite terrestre, Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke crearon 2001: una odisea del espacio. Y los moldes de lo preconcebido saltaron por los aires.

Clarke había publicado en 1945 en la revista Wireless World su visión de un mundo globalizado en las comunicaciones con la idea de colocar satélites con antenas repetidoras. Veinte años después se usó el primer satélite geoestacionario para retransmitir los Juegos Olímpicos de Tokio. Clarke escribió a la vez el guion con Kubrick y la novela. Tan convencidos estaban de que lo que hacían iba a ser real que se sintieron impelidos a acabar la película antes de ver al hombre caminando por la Luna, e incluso temieron un contacto con inteligencias extraterrestres previo al estreno.

Los detractores argumentarán –con razón– que el siglo al que pertenece 2001 no ha sido testigo de misiones tripuladas a Marte, mucho menos a Júpiter. Pero desde 1968, el año del estreno, hemos asistido al nacimiento de dos estaciones espaciales. En ellas no hay estructuras giratorias que contrarresten la falta de gravedad, ni aviones espaciales de Pan Am con azafatas rubias y de uniforme provistas de calzados imantados. Tampoco tenemos bases permanentes en la Luna. Pero los astronautas ya usaban tabletas idénticas al iPad (argumento que Samsung blandió ante el juez frente a una demanda de patente de Apple). Y mucho más importante es el realismo que los efectos especiales imprimen a la película. Gracias a 2001 aprendemos que en el vacío no se transmite el sonido, que el dramatismo surge de la respiración entrecortada del astronauta o que los movimientos son delicados en el espacio. Los paisajes lunares y el desplazamiento de las naves están tan conseguidos que los espectadores, asombrados, los aceptaron. Cuando Armstrong puso su pie en la Luna, el mundo estaba ya preparado para admitir la nueva realidad. Este realismo explica en parte este poder anticipatorio, asegura Kirby. Hace posible que la tecnología parezca real a los espectadores. Y, de repente, ese futuro está a nuestro alcance.

Hay asuntos que todavía están muy lejos, o puede que nunca lleguen. Los viajes en el tiempo, por ejemplo. O los que transcurren a lo largo de un agujero de gusano, explorados primero en Contact, de Robert Zemeckis, basado a su vez en una novela de Carl Sagan. En la reciente Interstellar, de Christopher Nolan (2014), un grupo de astronautas viaja hasta otra galaxia utilizando uno de esos agujeros para buscar un hogar alternativo a una Tierra arrasada por la sequía y el hambre. El asesoramiento científico corrió a cargo del físico Kip Thorne, una autoridad en agujeros negros, que además ha escrito un libro sobre la ciencia de la película. De acuerdo con Thorne, todo cuanto ocurre en la película es teóricamente posible. Los astronautas aterrizan en un planeta que orbita un agujero negro y, por tanto, está sometido a una intensísima gravedad, lo que dilata el tiempo hasta tal punto que permanecer una hora en la superficie de este mundo significarían siete años en la Tierra. Thorne hizo los cálculos teóricos y comprobó que un planeta así podría evitar ser engullido por el agujero si este giraba lo suficientemente rápido. Cuando Matthew McConaughey regresa a casa, su hija es una anciana.

Para supervisar la trama de 'Interstellar', el director Christopher Nolan contrató a uno de los mayores especialistas en agujeros negros

Más intrigante resulta la ciencia de Parque Jurásico. ¿Extraer sangre de dinosaurio de un mosquito que lo picó y después quedó atrapado en resina para siempre? ¡Qué locura! El escritor Michael Crichton, que buscaba una justificación científica al desafío literario de clonar un dinosaurio, contactó con el entomólogo George Poinar, fascinado por los insectos fósiles atrapados en ámbar. La idea estaba allí encerrada como una preciosa cápsula del tiempo. Un poco de supertecnología de secuenciación de ADN y el milagro brotó en el celuloide de la mano de Steven Spielberg. La comunidad científica negó rotundamente, en la fecha del estreno, allá por 1992, la posibilidad de extraer ADN tan antiguo. Ninguno hubiera creído que en poco más de 20 años se lograría secuenciar el genoma completo de un neandertal que vivió hace 50.000 años. Y se ha logrado ya rescatar el ADN de una especie de caballo que vivió hace más de 700.000 años.

De acuerdo. ¿Y los dinosaurios? Tendríamos que encontrar material blando que hubiera sobrevivido, por lo menos, desde hace 65 millones de años, los tiempos del último tiranosaurio. Y, a falta de sangre seca del mosquito picador, extraer su ADN. La ciencia dice que es imposible: ha pasado demasiado tiempo. Pero hay una paleontóloga, Mary Schweitzer, de la Universidad de Carolina del Norte, que viene desafiando a todo el mundo. Firma artículos descarados que sugieren que capturar ADN de dinosaurio no sería descabellado. Schweitzer provocó a la comunidad científica en 2005 cuando publicó en Science un estudio sobre el hallazgo de lo que parecen restos de glóbulos rojos en huesos fósiles de tiranosaurio. Y últimamente, describió en Journal of Proteome Research lo que podría ser tejido blando alterado aunque preservado de una manera inexplicable en otros restos de Brachylophosaurus, un dinosaurio con una cresta en la cabeza muy característica que llegó a medir hasta ocho metros de largo. No hemos rescatado aún sangre o cartílago de dinosaurio, pero Schweitzer podría estar debilitando el muro de lo imposible.

El propio Crichton, que falleció en 2008, se mostró muy escéptico ante la idea de que las películas de ciencia-ficción adelantan o predicen los hallazgos. Si algo caracteriza su obra es que es profundamente anticientífica. Los científicos suelen ser los malos, los causantes de la catástrofe, los personajes antipáticos e irresponsables. Su mensaje también se dirige contra los académicos y estudiosos de la ciencia-ficción. Crichton decía que el cine no tiene nada que ver con la realidad. Pero es la propia tecnología la que ha logrado lo que parecía imposible hace años: que los dinosaurios que ahora atacan y zampan humanos en la pantalla dejen de ser los monstruos animados cuadro a cuadro de las películas antiguas para convertirse en animales. Los efectos especiales han logrado que los contemplemos de la misma manera que una cacería de leones o un guepardo a cámara lenta haciendo presa a una gacela. De repente, los hemos aceptado como parte de la naturaleza. “El realismo es una parte fundamental para explicar el impacto de estas películas”, indica Kirby. “Cuanto más reales sean las cosas, más las aceptaremos como parte de nuestro paisaje. Los efectos de Parque Jurásico, revolucionarios, contribuyeron a que viéramos a los dinosaurios de esta forma”.

Pero la explicación no radica únicamente en los efectos especiales. Existe una dependencia histórica, recuerda Kirby, y la culpa la tiene el cine. Trasladémonos a 1925, cuando las películas no tenían sonido, a El mundo perdido, de Harry Hoyt, lleno de los dinosaurios que imaginó Arthur Conan Doyle. Estaban animados por la técnica de stop motion, que consistía en filmar el movimiento de la maqueta del dinosaurio fotograma a fotograma. La gente de 1925 se quedó estupefacta. “Contemplaron aquellos dinosaurios con tanta sorpresa como nosotros los de Parque Jurásico”, dice Kirby.

Y hablando de imposibles: el teletransporte. La idea arranca con el cuento El hombre sin cuerpo, de Edgard Page Mitchell, en 1877, en el que un científico intenta teletransportar un gato a través del cable telefónico y luego repite el experimento consigo mismo, con la desgracia de que las baterías de su aparato se agotan y solo logra enviar la cabeza. Pero lo cierto es que, aparte de películas como La mosca, fue Gene Roddenberry quien popularizó el tema en Star Trek, y no por una ocurrencia del guion. En los comienzos de la serie salía demasiado caro filmar una nave aterrizando en un planeta distinto cada vez, así que Roddenberry decidió que era mucho más barato teletransportar directamente a los tripulantes del Enterprise.

De momento, los científicos han logrado el récord de teleportación de información cuántica. Es decir, pueden transmitir a distancia la información de un fotón a otro separado 100 kilómetros para que se reconstruya en el lugar de destino la partícula original de la que se ha extraído la información. También es posible la teleportación de materia, aunque en este caso no suceda exactamente como en Star Trek. Se ha conseguido transmitir el estado cuántico de un átomo a otro distante de él, de tal modo que este último se “empareja con el anterior” y adquiere sus mismas características. Si la teoría cuántica es correcta, entonces sería posible en principio emparejar átomos que estuvieran separados por una galaxia entera. En palabras del físico Michio Kaku, eso significaría que existe una especie de madeja de entrelazamiento que nos conecta con confines muy lejanos del universo. Lo que nos ocurra afectaría a esos remotísimos lugares. Y esto es algo al menos tan asombroso como viajar en el tiempo, teletransportar a Spock o clonar un dinosaurio.

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