Coahuayana: semánticas e institucionalidades del terrorismo
El intento de las autoridades de definir la explosión en Michoacán como parte del proceso de expansión de los cárteles tiene como objetivo privatizar ese terrible hecho


Mediante expresiones como “no me vengan con que la ley es la ley” o su simplona e interesada reducción del derecho a meras formalidades, Andrés Manuel López Obrador buscó construir las bases de su propio decisionismo político. Pretendió eliminar los límites de la racionalidad generada mediante las normas emitidas por legisladores, juzgadores y administradores, para darle cabida a sus personales y mañaneras determinaciones. Lo establecido en las leyes era interpretable por él, lo resuelto por los jueces sujeto a su personalísima revisión, o lo determinado por los órganos constitucionales autónomos, cernido por los humores de la correspondiente mañana.
Independientemente de lo que sus expresiones tengan de anecdóticas o pintorescas, la reiteración de la prédica mermó los ya de por sí ausentes entendimientos y prácticas del derecho en México. Logró profundizar esa vieja idea —no del todo equivocada— sobre el país real y el formal, del derecho como mero instrumento de explotación u otras de igual o semejante carácter. Al final de su sexenio y, por añadidura, a comienzos del periodo de la presidenta Sheinbaum, las normas jurídicas y sus órganos de producción han estado marcados por la vaga noción sobre su inutilidad cuando no, de plano, su mera oposición.
El reductivo juego sobre el derecho se ha desplegado en el ámbito nacional porque en él existe una amplia dominación de Morena y sus aliados. Sin embargo, —y sin que esto implique la apología al intervencionismo—, esos poderosos de hoy no han conseguido instrumentalizar al derecho en el plano de las relaciones internacionales. Al hablarse de extradiciones, destierros, adeudos acuíferos, tasas arancelarias, cuotas migratorias u otras materialidades semejantes, las autoridades mexicanas no pueden hacer uso de las autoasignadas facultades jurídicas de las que cotidianamente echan mano. Al no controlar a los legisladores de otros países, no pueden imponerles lo que ellos mismos quisieron decir; al no ser los patrones de jueces y administradores, no pueden regañarlos por lo que dijeron o callaron. Tampoco pueden establecer, cuando sí y cuando no, las normas internacionales o las de otros países, constituyen meras formalidades o son ventoleras como las que enfrentó el presidente Juárez.
Es en este contexto dual en el que la presidente Sheinbaum, su Gobierno y el obradorismo, están tratando de determinar si fue o no un acto terrorista la explosión de una camioneta en el municipio de Coahuayana, Michoacán, el 6 de diciembre. Para las autoridades formales e informales de México —y su control de ciertas narrativas— ese hecho forma parte de los procesos de expansión que llevan a cabo los cárteles mexicanos para ampliar su presencia territorial. Desde su óptica, la explosión y, sobre todo, su intencionalidad, se reducen a una cuestión entre particulares. A la disputa por mercados a partir del control de territorios por bandas rivales. A un acontecer en el que no hay presencia de las autoridades estatales. A un asunto “entre ellos”. A un relato semejante al utilizado durante varios sexenios para considerar que la creciente muerte de jóvenes se debía a las disputas propias de organizaciones de afiliación y permanencia voluntaria. A un esfuerzo por “privatizar” las muertes y todos los elementos que las rodean.
El intento de las actuales autoridades de seguridad pública de definir la explosión de Coahuayana como parte del proceso de expansión de los cárteles, tiene como objetivo privatizar, también, ese terrible hecho. Asignarle, de nuevo, el carácter de un asunto entre bandas u organizaciones al que el Estado prácticamente sería ajeno, tal vez por considerar que al tratarse de delincuentes existe una disponibilidad o un abandono sobre los participantes. Un ámbito que, por ser delincuencial, no atañe a un Estado que únicamente tiene que ocuparse de defender aquella parte de la población que no se encuentre involucrada en tales ilícitos quehaceres.
Conforme al Código Penal Federal, comete el delito de terrorismo “quien utilizando sustancias tóxicas, armas químicas, biológicas o similares, material radioactivo, material nuclear, combustible nuclear, mineral radiactivo, fuente de radiación o instrumentos que emitan radiaciones, explosivos, o armas de fuego, o por incendio, inundación o por cualquier otro medio violento, intencionalmente realice actos en contra de bienes o servicios, ya sea públicos o privados, o bien, en contra de la integridad física, emocional, o la vida de personas, que produzcan alarma, temor o terror en la población o en un grupo o sector de ella, para atentar contra la seguridad nacional o presionar a la autoridad o a un particular, u obligar a éste para que tome una determinación”.
La lectura de esta disposición legal permite advertir que el delito de terrorismo se configura por el uso de sustancias, la vulneración de personas y las finalidades que se pretendan alcanzar. Esa disposición no alude al ataque directo a las instituciones. La tipificación de las conductas no exige que estén dirigidas a la obtención del poder o al asesinato de servidores públicos. Las evocaciones que la palabra terrorismo genere sobre cada cual, pueden o no corresponderse con el tipo penal. Sin embargo, para efectos de este último y de sus correspondientes configuraciones jurídicas, hay que atenerse a lo dispuesto en el texto transcrito.
Los intentos que se están haciendo desde el gobierno de México para reducir la explosión de Coahuayana a un asunto entre cárteles y, por lo mismo, impedir calificarla como terrorismo, busca sacar al Estado mexicano de los efectos jurídicos que las legislaciones nacional, extranjera e internacional pueden generarle. De medidas tales como la imprescriptibilidad de los delitos, las calificaciones al Estado mexicano, el congelamiento de fondos, la —no deseada— intervención extranjera o, inclusive, la apertura de procesos en contra de las pasadas o presentes autoridades gubernamentales por tribunales internacionales.
El intento gubernamental para concebir a la explosión de Coahuayana como un conflicto entre particulares abrió una discusión jurídica que, con todos sus límites, exige calificar los hechos conforme a las normas vigentes y no, como hacía López Obrador, mediante la omnicomprensiva y descalificadora posición sobre el carácter artificial o mal intencionado del derecho en sí mismo considerado. Esta discusión pondrá de relieve, una vez más, que en el derecho —como en el resto de los planos sociales— las palabras y sus sentidos son relevantes. Que no es posible suponer que la voz única de quién, en su momento, sea o se considere supremamente poderoso, puede significar a toda la realidad.
@JRCossio
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