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La zona fantasma
Columna
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Laberintos y trampas y arcanos

Antiguamente, si uno iba a un hotel bueno, esperaba estar mejor que en su casa y gozar de ventajas y comodidades de las que normalmente carecemos

Javier Marías

La vida de hotel ya no es lo que era, con alguna excepción rara. Hablé de ello hace unos años, coincidiendo con una racha de viajes que había tenido. Antiguamente, si uno iba a un hotel bueno, esperaba estar mejor que en su casa y gozar de ventajas y comodidades de las que normalmente carecemos. Pero ya casi nunca es así. Para los fumadores se han convertido en lugares peligrosos y restrictivos. La mayoría, en muchos países, han decidido ser espacios “libres de humo”, y ni siquiera ofrecen unos pocos cuartos –los peores– para que una considerable parte de la población mundial consuma su tabaco sin trabas. (Nadie impide que se pinche uno heroína o que viole a un niño, pero sí que se eche un pitillo.) En una reciente estancia en Colonia, se me dijo que en el hotel asignado podría fumar “en el balcón”. Menos mal que, como suelo, contesté que ni hablar y pedí que me trasladaran a otro, porque cuando llegué a la ciudad hacía un frío invernal y diluviaba, y en el balcón permisivo habría pillado una pulmonía. En el segundo establecimiento pude fumar, pero me encontré –como también empieza a ser costumbre– con que no había bañera, sino tan sólo una extraña ducha, compuesta de una baldosa a ras de suelo y limitada por unas rendijas por las que supuse que se iría el agua según fuera cayendo. Es decir, ni siquiera cabía la posibilidad de “llenar” un poco aquello y darme un simulacro de baño, lo único que me hace revivir por las mañanas. Busqué en todo caso los grifos, pero no había, ni ninguna palanca que pudiera hacer sus funciones. Largo rato, como un imbécil, miré aquella “alcachofa” colgada que no había manera de poner en marcha. Hasta que por fin, muy oculto y enigmático, vi un panel metálico con unas chapas también metálicas y unos dibujitos incomprensibles. Tal vez el uso generalizado de “emoticonos” ha convencido a los hoteleros de que nadie necesita letras ni iniciales: antes, en los honrados grifos, solía haber una C para caliente y una F para frío, o lo que tocara en cada lengua; claro que cada vez es más infrecuente la existencia de dos grifos. Bien, apreté un botón y salió agua hirviente. Apreté otro y salió helada. Apreté un tercero y no era templada. Había dos o tres más, pero preferí no averiguar, porque tal vez la baldosa se habría hundido bajo mis pies, quién sabe, como si fuera una trampilla. Ducha escocesa, a eso me obligó la brutal alternancia, aunque estuviera en Alemania.

Uno se pregunta por qué roba gente a la que los billetes le salen por las orejas. Algunos muy ricos lo son por eso

Fechas antes, en Berlín, también el baño me jugó malas pasadas. Había un pitorro (llamémoslo así) que parecía poder regular la modalidad de ducha o de baño, pero no funcionaba, y estaba fijo en la primera. Llamé a intendencia por si era torpeza mía (nunca descartable), pero cuando vino el técnico comprobó con perplejidad que tampoco él sabía activar aquel pitorro. Acumular un poco de agua con la “alcachofa”, descolgada para no empapar, no es tarea fácil, pero no me quedó sino recurrir a ello. Una semana después estaba en Turín, y en Italia no han sucumbido enteramente a las “modernidades” incómodas o arcanas, todo parecía comprensible y en su sitio. Pero allí, como en España, hay otra plaga: cuando aún aturdido me dispuse a llenar la bañera, descubrí que no había tapón. Busqué por doquier, no fuera a salir como un resorte al apretar un azulejo, algo “contemporáneo” o “egipcio”, pero nada. Llamé pues a intendencia y el mecánico apareció con un cajón lleno de tapones de diferentes tamaños, en la esperanza de que alguno encajara. Pero el desaparecido era metálico y con pitorro (ya ven qué palabra más socorrida), y los que él traía eran de goma. Unos demasiado grandes y otros pequeños, y sólo uno valía a medias. “Va a perder agua”, dictaminó, “pero mejor perder algo que perderla toda. Luego, con más tiempo, buscaré uno adecuado”. Y al mostrar yo mi extrañeza por la desaparición de esa pieza, el hombre añadió: “La gente lo roba todo”. “¿Un tapón metálico con pitorro?”, dije yo. “Es casi imposible que encaje en ninguna casa”. “Da lo mismo”, respondió. “No es tanto la utilidad como el gusto de hurtar algo. Hasta roban el papel higiénico, y las perchas, no digamos los calzadores y las bolsas de lona para la ropa sucia; albornoces y toallas no queda ni uno”. La verdad es que era un hotel agradabilísimo y nada barato, y eso me hizo acordarme de lo que me contaba una amiga que trabajó varios años en el Ritz de Madrid, donde los huéspedes se gastaban fortunas pero luego arramblaban hasta con las bombillas y las alfombras. Uno se pregunta por qué roba gente a la que los billetes le salen por las orejas, y sólo llega a la vieja conclusión archisabida de que algunos muy ricos lo son por eso: porque rapiñan todo lo que pueden a la vez que hacen sus gastos. Y el que venga detrás, que arree. (¿Por qué Rato necesitaba más dinero del que ya tenía, según parece? ¿Por qué meterse en problemas? Y quien dice Rato dice Pujol u otros mil nombres.) En suma, cuando hoy va uno a un hotel, no importa lo bueno que sea, ya no sabe qué carencias y expolios y jeroglíficos lo esperan, a diferencia de lo que sucedía en el pasado. Entre los diseñadores “originales” y los ladrones masivos o globales, los han convertido en laberintos y trampas abominables. Conviene llevar de todo en la maleta, hasta un surtido de tapones variados.

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