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Madres y perros

Fabio Morábito habla en este apartado reservado a la ficción de cómo ocuparse de un familiar enfermo y un can hambriento

Tim Flach (Getty)

El lunes a mediodía me habló Luis desde Cuernavaca para decirme que mamá había tenido otra crisis y los médicos querían que un familiar se quedara en la noche con ella en el hospital. Llevábamos tres semanas cuidando a mamá desde que se había puesto grave, turnándonos cada 48 horas. Como me tocaba a mí, le dije que iría para allá en seguida, pero Luis opinó que no tenía caso que me trasladara hasta Cuernavaca, estando él allí, y me dijo que sería más útil si fuera a su departamento a darle de comer a Ñoqui, su perra, que llevaba 24 horas en ayunas.

Le dije que no estaba seguro de que la perra se acordara –de mí, porque sólo me había visto una vez–. Si te olió una vez te recordará para siempre, sentenció Luis, y me dijo unas frases con las cuales la tendría controlada: “¡Sentada!”, “¡a tu cama!”, “¡quieta ahí!”. En seguida me explicó dónde estaba el paquete de las croquetas y cómo limpiar la caca, que seguramente iba a encontrar en un rincón del baño o de la cocina. Escuché sus instrucciones a medias, angustiado ante la perspectiva de tener que enfrentarme al mastín napolitano. Luis finalizó diciéndome que Graciela, su exmujer, tenía un juego de las llaves de su casa. Hice que me repitiera las frases mágicas: “¡Sentada!”, “¡a tu cama!”, “¡quieta ahí!”, y colgamos.

Fabio Morábito

Nacido en Alejandría (Egipto) en 1955, y de padres italianos, a los 15 años se estableció en México. Es uno de los más destacados poetas y cuentistas en español, pese a que no es su lengua materna. Ha recopilado y reescrito los Cuentos populares mexicanos en un volumen editado por Siruela (2015).

Llamé a Graciela a su oficina y le pregunté a qué hora podía pasar por las llaves de Luis. Me contestó que no iba a regresar a su casa hasta las nueve de la noche. Le expliqué que hasta las nueve era mucho tiempo, porque Ñoqui llevaba 24 horas sin comer. No puedo antes, dijo ella con sequedad, y yo no insistí, porque pensaba pedirle que me acompañara a casa de Luis. A ella la perra la conocía bien, o al menos mejor que a mí. A las nueve en punto toqué a su puerta. Hacía un año que no la veía. Tenía las llaves en la mano cuando abrió, y me las entregó en seguida, con la evidente intención de no invitarme a pasar. Nunca habíamos simpatizado. Lucía un nuevo corte de pelo que le acentuaba la dureza del rostro. Si me acompañas me harías un gran favor, y le expliqué que Ñoqui me había visto sólo una vez. No le caigo bien a Ñoqui, dijo ella. No le caerás bien, le dije, pero te conoce, a mí sólo me ha visto cinco minutos de su vida. ¡Odio a esa perra, está mal de la cabeza!, exclamó. No me había preguntado cómo estaba mamá y percibí su íntima satisfacción al comprobar mi miedo hacia Ñoqui. Me las arreglaré sin tu ayuda, le dije dándome media vuelta, seguro de que no volveríamos a cruzar una palabra en toda la vida. Bajé por las escaleras y oí que cerraba la puerta.

Busqué el número de Fernando, el mejor amigo de Luis, que seguramente conocía a la perra. No contestó nadie en su casa y dejé un mensaje. Al rato sonó el teléfono. Era Luis. Me dijo que mamá seguía estable. Le pregunté si era una buena noticia y me contestó que no lo sabía. ¿Le has dado de comer a la perra?, me preguntó. Acabo de pasar por las llaves a casa de Graciela, vine a mi casa a comer un bocado y ahora voy a darle de comer, contesté. Me preguntó por qué no había ido a darle de comer saliendo de casa de Graciela. Percibí su molestia y sólo se me ocurrió contestarle: ¡Yo también tengo hambre, no sólo la perra! Luis, entonces, me preguntó si tenía miedo y yo le contesté al bote pronto: ¡Sí, Graciela dice que la perra está mal de la cabeza y estoy llamando a Fernando para ver si me acompaña!

Escúchame, dijo él, para empezar te recuerdo que Ñoqui lleva 36 horas sin comer. Por suerte puede beber del excusado. En segundo lugar, Fernando está de viaje, y en tercer lugar, conozco bien a mi perra. No está mal de la cabeza, la que está mal de la cabeza es Graciela. No te pediría que le dieras de comer a Ñoqui si pensara que puede atacarte. Ya te olió una vez, y cuando la llames por su nombre, se va a calmar en seguida. ¿O sea que está enojada?, le pregunté. No está enojada, sólo ha de estar un poco nerviosa, contestó Luis. Nos quedamos callados. Nuestros pleitos tenían la dinámica de una pelea de gallos: una explosión de plumas y alaridos, seguida de una especie de estupor. Volví a preguntarle por mamá y me dijo que estaba dormida. Así me gustaría que estuviera Ñoqui, dije. Era una frase estúpida, pero hizo mella en Luis, porque debió de recordarle el deber de los primogénitos de cuidar a sus hermanos menores. Está bien, dijo, ve mañana a eso de las ocho al parque que está a dos cuadras de mi casa; verás a un joven con un bóxer; somos amigos y Ñoqui lo conoce bien, porque nos vemos todas las mañanas cuando sacamos a los perros; pídele que te acompañe. No sé cómo se llama él, pero el bóxer se llama Estambul.

Soñé toda la noche con perros: Ñoqui, el bóxer Estambul, el fox terrier de mi vecino, luego aparecía Graciela preguntándome si tenía miedo de que muriera mamá y yo le contestaba sí, pero que me las arreglaría sin su ayuda. Desperté muy temprano y llegué al parque de la casa de Luis antes de las ocho. Me senté en una banca a esperar. Media hora después vi al bóxer, me levanté, me dirigí al joven y le pregunté si su perro se llamaba Estambul. Dijo que sí, le dije que yo era el hermano de Luis, el dueño de Ñoqui, y nos dimos la mano. Me preguntó cómo estaba mamá. Estable, respondí. Le expliqué entonces la situación, haciendo énfasis en que Ñoqui llevaba 48 horas sin comer. Si la perra te olió una vez, no hay problema, dijo. Nunca me ha visto, mentí. Me dijo que tenía una cita en media hora y que sólo podría acompañarme en la noche. ¿Hasta la noche? ¿No podría ser antes?, pregunté. Me contestó que era imposible. Quedamos en vernos a las diez frente al edificio de Luis y, al despedirme, acaricié al bóxer.

Un mastín labrador en un torneo de perros en Estados Unidos.
Un mastín labrador en un torneo de perros en Estados Unidos.Marvi Lacar (Getty)

Puse el celular en silencio para evitar hablar con Luis, que se pondría furioso al enterarse de que no iba a darle de comer a Ñoqui hasta las diez de la noche. Cada tanto lo revisaba para ver si tenía alguna llamada suya. Como no me llamó una sola vez, pensé que mamá seguía estable.

Pasé un día horrendo, sin dejar de pensar un solo momento en Ñoqui, que tenía hambre y bebía el agua del excusado, y revisando el celular cada media hora. Debía preocuparme más mamá que la perra, pero mamá estaba en un hospital, rodeada de médicos, mientras que Ñoqui estaba sola y hambrienta.

Eran las nueve y media de la noche cuando llegué al edificio de Luis, agotado por un día de completa inacción. Esperé en la acera al dueño de Estambul y a los veinte minutos supe que no vendría y que él también tenía miedo de la perra de Luis. Una cosa era verla todas las mañanas en el parque, junto a su dueño, y otra tener que encararla a solas. Pensé que no había más remedio que enfrentar a Ñoqui. Me dolía el cuello mientras subía en el elevador, y cuando inserté la llave en la cerradura, Ñoqui corrió hasta estrellarse contra la puerta y la rasguñó con furia. Al menos sigue viva, me dije. Había percibido mi olor y sabía que yo no era Luis. Le hablé a través de la puerta, pero eso sólo aumentó sus gruñidos. No era verdad que se calmaría llamándola por su nombre, como Luis me había asegurado. Mientras bajaba las escaleras encendí el celular para llamarlo y pedirle que viniera a México, porque en el estado en que se encontraba la perra, loca de hambre, no había manera de entrar a su casa. Pero Luis no contestó y volví a preguntarme si algo no le había pasado a mamá. Le hablé una vez más antes de ir a la cama y su teléfono seguía mudo.

No pude pegar ojo. Había perdido la cuenta de cuántas horas llevaba la perra sin comer, me levanté a las cuatro y media de la madrugada y salí rumbo a la casa de Luis, decidido a enfrentarla. Tal vez, me dije, de madrugada, con la ciudad sumida en el sueño, mi encuentro con ella sería más afable.

No pude pegar ojo. Había perdido la cuenta de cuántas horas llevaba la perra sin comer

Subí por el elevador y cuando inserté la llave en la cerradura no se escuchó ningún gruñido. Temí que Ñoqui estuviera muerta. Luego oí unos pasos dentro del departamento y pensé que Graciela se había apiadado de mí y estaba dándole de comer a la perra. Se abrió la puerta, pero no era Graciela, sino Luis.

¿Qué haces aquí?, le pregunté. Tenía cara de dormido. Vine a darle de comer a Ñoqui, contestó. Le pregunté cuándo había llegado. Hace una hora, fue su respuesta. ¿Y dejaste sola a mamá? Se dio la vuelta sin responderme y me dijo que cerrara la puerta. La cerré y lo seguí hasta la cocina. ¿Quieres un café?, preguntó. Le dije que no. Empezó a lavar un vaso en el fregadero y me dijo: mamá ha muerto. En ese momento apareció la perra, yo retrocedí por instinto, ella vino a olerme, meneó la cola y salió de la cocina, se detuvo en el pasillo y me miró, como si exigiera una explicación de por qué no había ido a darle de comer. ¿Cuándo?, pregunté sin dejar de mirar a Ñoqui. Al verla tan dócil, sentí vergüenza. El lunes a mediodía, dijo Luis. Entonces lo miré a él, incrédulo. ¡Pero eso fue hace dos días! ¿Por qué no me lo dijiste?, y él se sentó a la mesita del desayunador, miró por la ventana y dijo: si te lo hubiera dicho, habrías ido corriendo a Cuernavaca, sin darle de comer a Ñoqui. Te lo iba a decir tan pronto como le hubieras dado de comer.

Volvió a pararse, abrió el refri y se sirvió un vaso de jugo.

–No habrías resucitado a mamá corriendo a Cuernavaca –prosiguió–. Eras más necesario acá, dándole de comer a la perra. Pero tuviste miedo.

–¡Sólo quería venir con alguien! –exclamé–. Graciela no quiso acompañarme y tu amigo del bóxer me dejó plantado, sin embargo ahora estoy aquí. ¡Estaba por abrir la puerta, tú lo viste!

Volvió a sentarse a la mesita del desayunador. Yo también me senté. Se hizo un silencio repentino. Mamá había muerto. ¿Qué importaba todo lo demás?

–¿La cremaste? –le pregunté.

–La velé toda la noche en la capilla del hospital. Al otro día hice los trámites para la cremación. Traté de demorar las cosas porque quería que la vieras, pero ellos tienen sus reglas y hubo que incinerarla cuando llegó su turno. No he pegado el ojo en dos días.

Puso los brazos sobre la mesita y recostó la cabeza sobre ellos, en ademán de dormirse. Lo observé y me pregunté si yo no habría actuado de la misma forma. Me había pasado el día anterior pensando en Ñoqui, que no había comido en tres días, y sólo una o dos veces en mamá.

Luis levantó la cabeza, se puso de pie, fue a su habitación y regresó con un recipiente de porcelana, que puso sobre la mesita del desayunador.

–¡Sus cenizas! –dijo, y volvió a reclinar su cabeza en los brazos. Afuera empezaba a clarear. Miré el recipiente durante unos minutos, sin abrirlo.

–Hazme un café –le dije, y encendí un cigarro, pero Luis ya se había dormido.

 elpaissemanal@elpais.es

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