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Navegar al desvío
Columna
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El grito de un olivo

Una excavadora arrancando de raíz un campo de olivos es una profunda humillación que se lleva todo por delante

Manuel Rivas

Iciar Bollaín está rodando este verano una nueva película en la que el protagonista principal es uno de los personajes más fascinantes del universo: un olivo. La historia de un árbol milenario arrancado de un olivar del Bajo Maestrazgo, en el Mediterráneo, para ser replantado como adorno en Düsseldorf, Alemania.

Ella dice que tiene la forma de un cuento. Un cuento con un principio de realidad sobre lo que ha pasado en este país y en Europa en los últimos años. Y un cuento que sueña. Somos sombras que sueñan. Bravo. Necesitamos cuentos, esas historias que germinan en la memoria profunda como las raíces del olivo. El olivo se puede amputar, quemar, pero si conserva las raíces, rebrota. El cuento es ese lugar donde se desnace y renace. Una penumbra tocada por la luz. Nabokov defendía que el origen de la gran ficción, literatura o cine, estaba en cuentos primitivos como el del pastor y el lobo. En esos cuentos germinales estaban muy presentes el peligro, la injusticia y el miedo. Sobre todo un tipo de miedo que atraviesa la historia y corroe las entrañas: el miedo al abandono.

La sensación que tenemos ante un árbol es que es una expresión de lo humilde y lo sublime a la vez

Ese es el sentimiento que desgarra al abuelo Luis, el patriarca de la familia que se desprendió del olivo. Lo vendieron contra su voluntad, por el valor de un pequeño alivio en tiempo de crisis. El viejo se ha quedado desgajado de la tierra: a-terrado. No habla. Finalmente, tampoco come. En el “cuento” de El olivo, con guion de Paul Laverty, aparece una heroína contemporánea, Alma (Anna Castillo), la nieta de Luis. Una muchacha de aire punk, que trabaja en una granja de cría de pollos, frágil y fuerte a la vez, que con la complicidad de otra víctima de la crisis, su tío Alcachofa (Javier Gutiérrez), se atreve a la “transgresión” y a la “prueba” de intentar recuperar el “objeto mágico desaparecido”. Y eso exige una “partida”. Plantarse en Alemania.

El olivo es un personaje real y un símbolo. Solo le falta hablar para ser un testigo de cargo. O habla a su manera. Hablar hablan en el Paisaje con olivos, de Vincent Van Gogh. Son árboles que se retuercen y gritan como lo hace el humano en El grito, del pintor noruego Edvard Munch.

En el lenguaje religioso, en la época medieval, se distinguía entre el sermón humilde y el sermón sublime. La sensación que tenemos ante un árbol, y más ante un viejo árbol, es que es una expresión de lo humilde y lo sublime a la vez. Hay una gran verdad en comparar la arquitectura de un buen árbol con una catedral. Hay una voluntad de unir cielo y tierra. Y todavía mejor se alberga una nube de estorninos: Murmuration le llaman los ingleses a esa insigne bandada. La visión de un árbol caído, abatido, aunque sea por una decisión motivada, resulta inquietante para la mirada humana. El de “No hacer leña del árbol caído” es uno de los mejores logros éticos del refranero español, aunque es lástima que predomine la escuela vejaminista de “A perro flaco, todo son pulgas”.

“La patria del hombre es la infancia”. Es muy célebre y celebrada esta definición del poeta alemán Rilke, pero a mí me convence más la del poeta canario Nicolás Estévanez Murphy que tuvo la valentía de escribir: “Mi patria no es el mundo; / mi patria no es Europa; / mi patria es de un almendro / la dulce, fresca, inolvidable sombra”. Y eso que Estévanez, hay que decirlo, además de ministro de la Primera República, fue un pionero europeísta en el exilio. Pero digo lo de valentía poética porque hubo muchos que le tomaron el pelo con la sombra del almendro. Entre ellos, Miguel de Unamuno, que después de visitar en La Laguna la casa nativa del poeta y el almendro, va y escribe: “¡Pobre del que no tiene otra patria que la sombra de un almendro! Acabará por ahorcarse en él”. No creo que ni Estévanez ni el almendro se mereciesen semejante hostialidad.

Hay que tener mucho cuidado con lo que se arranca

Los árboles son buena gente. Podríamos tomar por excepción bélica la del bosque de Birnam, que se mueve en la noche, justiciero, hacia el castillo de Macbeth. A lo largo de la historia, siempre ha ocurrido lo contrario. Es lo que podríamos llamar la “violencia catastral”. Los olivos han sido víctimas frecuentes. No sé si un olivo es una patria, pero una excavadora arrancando de raíz un campo de olivos es, además de una barbaridad ecológica, una profunda humillación que se lleva todo por delante: la sombra, la patria y hasta la infancia.

También el cine es como un olivo. Hay que tener mucho cuidado con lo que se arranca. 

elpaissemanal@elpais.es

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