Carme Pinós: “Con una vida familiar no hubiera podido trabajar al 100%”
Sus rascacielos en México, sus edificios universitarios en Austria o sus escuelas en España han proporcionado un nuevo reconocimiento a esta arquitecta a los 60 años La catalana defiende el trabajo en equipo: “Hoy día construir es un calvario”, asegura. Si hay un proyecto que le hace ilusión es su casa de Mallorca, donde reúne a sus amigos
Autora de CaixaForum Zaragoza y de dos rascacielos en México, Carme Pinós (Barcelona, 1954) pertenece a una generación en la que las arquitectas eran minoría. Ha tardado más de una década en recuperar el reconocimiento que conquistó en los años noventa, antes de separarse del malogrado Enric Miralles. Con él firmó algunos de los proyectos más innovadores del fin de siglo español. Su estudio es un gran piso burgués en la Barcelona señorial que cruza la Diagonal con las calles del Ensanche central. Entre pasillos interminables, techos altos, pavimento hidráulico, mucha luz y un ascensor de servicio, aquí trabajan 13 personas. La conversación transcurre en la biblioteca.
¿Ha tenido más vidas como arquitecta o como persona? No lo separo. He tenido muchas vidas como arquitecta y todas van relacionadas a mi existencia como persona. Más que vidas, son fases. De todo me he quedado con algo, y eso son mis cimientos.
¿No separar profesión de vida ha sido una decisión o una consecuencia? No vi otra opción. Estudié en una época en la que ser mujer era estar en minoría. Si no tengo hijos no es porque no haya querido. La vida me lo ha dado así y es una de las cosas que me duelen. Pero creo que con una vida familiar no me hubiera podido dedicar a mi trabajo al 100%. Para conseguir ser lo que quería he tenido que elegir y sacrificar. No tengo vida privada: cuando no doy clases, viajo. He hecho de mi estudio mi familia y de mi profesión mi vida.
¿Por qué quiso ser arquitecta? Mi padre era médico, pero tenía mucha relación con el arte. Teníamos una casa en el campo en la que estábamos siempre haciendo obras.
Le pregunto por su vocación y me contesta con la profesión de su padre. Fue una figura muy poderosa. Quiso que mi hermano mayor fuese arquitecto. Pero cuando dijo que quería ser médico, supe que me tocaba a mí.
¿Son dos hermanos? Tres. El pequeño es agrónomo. Como quería mi padre. Quería que yo fuera química, pero como mi hermano no obedeció…
Qué capacidad de influencia en los hijos… Era muy mayor. Se casó con mi madre con 60 años. De modo que quería dejarlo todo atado. El destino estaba escrito.
¿Qué pensaba entonces de la arquitectura? Que relacionaba el arte y la vida. Y eso es lo que me sigue interesando: la responsabilidad que la arquitectura tiene con la sociedad.
¿Qué le ha convertido en la arquitecta que es? He sumado etapas. La primera, con Enric [Miralles], me formó. Él fue el espejo en el que me miré. Me abrió los ojos.
¿Dónde quería estar? Sintiendo pasión por mi trabajo, por la arquitectura. Él tenía mucha fuerza. Era mucho más erudito que yo. Todo le interesaba: la filosofía, el arte… Me hizo ver que era importante romper el caparazón de la arquitectura. Relacionarla con el mundo y con la vida. Me enseñó ese camino.
Con una vida familiar no hubiera podido trabajar al 100%”
¿Se fio más de otro estudiante que de los profesores? Era el final del franquismo. En la universidad jugábamos a ser intelectuales. Yo venía de una clase social más pija que muchos estudiantes. Íbamos a esquiar, por poner un ejemplo, y de repente me encuentro a gente que no proviene de ese mundo privilegiado pero nos da un baño intelectualmente hablando. Aquel conocimiento me fascinó.
¿Era una niña mimada cuando entró en la universidad? Bueno…, mimada, mimada…, no tanto. Además de estudiar, llevaba con mi madre la finca agrícola que teníamos en Lleida. Me pasaba media semana en el campo de Balaguer. Me llamaban “la pastoreta”.
Ha dudado cuando le he preguntado si fue una niña mimada. Y ha contado alguna vez que su padre la llevaba a los desfiles de una tienda legendaria de Barcelona, El Dique Flotante, para que eligiera los modelos que le gustaban. ¿Cómo no iba a ser mimada? Mi padre quería que yo fuera mayor. A los 13 años iba vestida con traje de chaqueta negro. Me compraba la ropa en el desfile. Pero luego, como murió de leucemia tras una agonía muy prolongada, creo que espabilé. De todas formas, creo que la gente que es mimada de pequeña recibe una fortaleza. Aunque luego sufran desgracias, tienen un depósito al que recurrir. Que alguien te haga sentir especial te da fuerza.
¿Le mimó más su padre que su madre? Mi padre era un tiazo. Todos los hijos le teníamos veneración. Tanta que a veces mi madre sentía celos. Pero era culpa de ella. Se pasó la vida adorándolo. Y nos contagió.
Hizo un gran trabajo. Pues sí. Así que al llegar a la Escuela de Arquitectura me encontré con lo que se dice siempre, ¿no? Que te enamoras de la figura de la que has estado enamorada de pequeña: grande, potente, seductor… Así fue mi padre y así era Enric Miralles, al que también todo el mundo adoraba.
¿Consiguió contagiarse? Trabajar y vivir con él me dio fuerza, pero también inseguridad. Yo me vacié, pero él era el que aparecía detrás del trabajo.
¿En qué sentido? Todos los proyectos los firmaron juntos… Sí, sí. Y nada se hacía si no estábamos de acuerdo. Pero yo siempre quedaba en la retaguardia. ¿Cómo no iba a preferir que diera él las conferencias si lo hacía mejor que yo? Me sentía tan superflua frente a su potencia que casi renuncié a mí misma. Muchas veces lo digo: las mujeres nos quejamos, pero a veces también nos es cómodo.
También es honesto admitir que el otro es mejor. Es mejor porque tú lo haces mejor. No hay rey sin súbditos.
¿En su estudio tiene ahora súbditos? Somos un equipo. La primera y la última palabra la tengo yo, pero dejo margen para que todo el mundo aporte. Por eso duran tantos años. No los quemo, los escucho.
¿Defiende que la arquitectura es un trabajo en equipo? Cuatro ojos ven más que dos.
¿Tratar bien a la gente en un estudio de arquitectura significa escucharles, dejarles tomar decisiones, pagarles dignamente? Todo eso. Y tenerlos con contrato.
¿Cuántos empleados tiene? Somos 13. Cuando hace unos años tuve mucho trabajo, entendí que había dos opciones: crecer o asociarme con una ingeniería. Y opté por lo segundo. Hoy día construir es un calvario.
¿Por qué se ha vuelto tan difícil? Por las normativas. Un cliente te puede denunciar por un centímetro cuadrado de menos. Se tienen que hacer dibujos e informes de todo. Se ha burocratizado la profesión. Para poder controlarlo todo se evitan las dificultades.
¿Qué pierde la arquitectura con esta previsión absoluta? Vida. Antes la arquitectura se hacía en el solar. Ibas incorporando ideas o resolviendo problemas. Ahora se hace en el estudio. En lugar de responder, debes anticipar. Nos tratan a todos como a delincuentes y al final acabamos comportándonos como tales.
Vive ahora un reconocimiento, tras construir dos rascacielos en México y levantar CaixaForum Zaragoza, que le ha costado mucho conseguir. ¿Por qué ha sido tan difícil? Pertenezco a una generación en la que éramos pocas. En la escuela éramos 4 frente a 200 hombres. No había parejas trabajando como ahora. Por eso, cuando nos separamos, nadie dudó de que sobraba yo.
Entre 1991, cuando se separó de Miralles, y el año 2000 pasó una década en blanco. No conseguía proyectos. ¿Sentía que le exigían empezar de nuevo? Fue una escuela. Pero yo me labré el destino que tuve.
¿Cómo logró salir a flote? Por los arquitectos extranjeros. Algunos llegaban a Barcelona y decían: “Vale, ya sabemos qué hace Miralles, pero ¿dónde está la Pinós?”. El austriaco Wolf Prix fue el que más me ayudó. No lo conocía. Vino con sus alumnos. Vio el estudio enorme y oscuro con solo dos personas, Juan Antonio Andreu y yo.
Andreu todavía está. Sí. Lleva 25 años conmigo. A Prix le gustó la charla que les di a sus alumnos y me invitó a dar conferencias en Viena. Luego Thom Mayne hizo que me invitaran a dar clases en Chicago, y así empecé a salir.
La arroparon. Sí. Me fui haciendo fuerte.
Hasta que ganó el concurso para hacer el paseo marítimo de Torrevieja. Me hice un nombre en Levante. Creo que Torrevieja ganó con este paseo ganado al mar.
Con todo, su gran cambio llega cuando comienza a construir en México. Me llamaron para que formara parte de un grupo que comenzó a levantar rascacielos en Guadalajara.
¿Solo la ayudaron los extranjeros? Cuando empecé a dar clases fuera, un día me encontré a Moneo en Arco. Y se lo conté. Me riñó. Me dijo que yo donde debía estar era en el estudio.
¡Pero si él ha dado clases en muchos sitios! Supongo que quería decir que no me dispersara. Luego, cuando conoció los proyectos en los que había estado trabajando (sin construirlos), me dijo que me fuera.
¿También Moneo tuvo una relación paternalista con usted? Fue el profesor que me enseñó a entender la arquitectura con mayúsculas.
¿No había sido Miralles? No. Enric me contagió la ambición. Me hizo ver que todo era posible. Moneo me dio a entender qué es ser arquitecto con mayúsculas.
¿Qué es? No conformarse con poco. No hacer chapuzas. No aceptar servidumbres del mercado. Con 20 años, nos trataba como arquitectos. Y nos corregía. No fue paternalista. Era una época más rebelde. Pero la rebeldía se demostraba comprando libros, informándonos.
Aplaude la rebeldía política. Choca en boca de una terrateniente como usted. ¿Es una burguesa progre? Igual. En Cataluña no hubo aristocracia. Nuestro auge llegó con la revolución industrial desarrollada por burgueses que apoyaron con su dinero el esplendor de los oficios artesanos. En la época del modernismo, muchos arquitectos eran políticos. Construimos una intelectualidad. Mi padre fue un hombre del siglo XIX que tenía ambiciones más allá de su profesión y del beneficio económico.
Ese espíritu ilustrado y cívico de ir construyendo la ciudad choca con el gran negocio arquitectónico actual, que consiste no ya en hacer casas para que viva la gente, sino en hacerlas como negocio. Ese es el gran drama. La Segunda Guerra Mundial la ganó el mercado, que es el que hoy ejerce de déspota.
¿Por qué? El capitalismo quiere a la gente frustrada para que compren y obtengan placer del consumo. Estoy haciendo una casa en México. Me la encargan los abuelos para convivir con varias generaciones. Esto es casi impensable aquí. No nos aguantamos. Nadie quiere vivir en familia, y si lo hacen, se matan.
Carme Pinós
Tomás Pinós, el padre de Carme, fue director de patología digestiva en el hospital de Sant Pau de Barcelona. Su madre, Carmen Esplat, que tenía 27 años menos que su padre, empezó a estudiar Medicina, pero la Guerra Civil le interrumpió. Mientras estudiaba Arquitectura en Barcelona, Carme ayudó a su madre a dirigir la finca agrícola que tenían en Balaguer (Lleida). Eso le empujó a concebir edificios paisajísticos que rompen el solar y se insertan en el lugar. Los comenzó a hacer con Enric Miralles. Tras separarse, pasó una década casi en blanco. Hasta que reapareció dando clases y construyendo en España, Austria y México. El año pasado inauguró el edificio de CaixaForum en Zaragoza. Con la madurez ha llegado a la primera línea.
Defiende la contribución a la sociedad que deben hacer los arquitectos. ¿Trabajar en un país como México cambia su visión de la arquitectura? Disfruto allí porque confían en mí. No hay tantas reglas y todo es más fácil. Pero sí que echo en falta la responsabilidad hacia la ciudad porque allí la ciudad no existe. He levantado dos torres y ahora estoy haciendo casas particulares en contextos maravillosos, pero nunca urbanos.
¿Y cómo aflora entonces la responsabilidad que dice disfrutar? Yo hago con mis torres toda la ciudad que puedo porque siempre digo que hacer arquitectura es hacer ciudad.
¿Y cómo se hace ciudad con un rascacielos? Con dificultad. Una torre siempre es un juego de poder: la más alta, la más bonita, la más esbelta, la más arriesgada… En las ciudades mexicanas se camina poco. Por eso en el rascacielos de oficinas Cube 2 que construí en Guadalajara ofrecí el vestíbulo a los pocos que caminan porque llegan en autobús. El problema de los que caminan es que no cuentan. Los que cuentan son los que llegan en coche.
¿Cómo se puede cambiar? Las ciudades cambian si se empeña la ciudadanía. Si la ciudadanía calla, los políticos continúan.
Desde ese punto de vista, ¿cómo vive el actual momento político español y catalán? Me cuesta entenderlo. Reivindico la cultura y la lengua porque son la memoria. Pero si no existieran fronteras, sería mejor para todos. Asociar independencia al cambio es no entender que el gran problema es la corrupción instalada en los políticos. Hemos de protestar. Pero no solo protestar con votos. Hemos de implicarnos. Desde todas las profesiones.
Algunos profesionales, como los médicos, han logrado cambios tras un gran esfuerzo reivindicativo. Mientras callemos, seguirá todo igual. Nos hemos de creer que tenemos el poder, que somos los ciudadanos los que tomamos las decisiones. No podemos votar con miedo. Debemos votar con ambición. Lo que hemos visto es siniestro. La respuesta no es morirse de miedo.
Transmitir miedo al cambio es una vieja receta para mantener el statu quo. Por eso da miedo. ¿El terror a lo islámico? Pero si en el mundo hay más musulmanes que cualquier otra religión. ¿Son todos malos?
Tomamos el todo por la parte. Todo persigue lo mismo: debilitar, manipular a la ciudadanía. Se veía venir. Yo leo más filosofía y ensayo que novela. Y he leído un poquito, tampoco sé tanto. Pero sé que las guerras no sirven de nada. La Primera llevó a la Segunda, y la Segunda aún la estamos sufriendo.
¿Construir en México ha sido complicado siendo mujer? ¿Es la construcción tan machista como en España? No. Al contrario. Ha sido fácil. En la época medieval había machismo, pero la reina no lo sufría. En los países de América Latina que he conocido, a partir de cierto estatus el machismo desaparece. Y si llegas de Europa para construir un edificio, se te considera y entras en ese estatus.
Ha escrito en la monografía sobre su obra que acaba de publicar Gustavo Gili que le preocupan los materiales que, en lugar de envejecer, se deterioran. Así es.
Pero utiliza prefabricados industriales en obras como CaixaForum Zaragoza y realiza una construcción cada vez más industrializada. ¿Estamos abocados a ello? Sí. Por una cuestión de tiempos. Los materiales tradicionales precisan más tiempo de construcción, de preparación, de secado. Vivimos en una cultura dinámica que trata de hacer más en menos tiempo. Ya nadie se plantea hacer arquitectura para pasar a la historia.
¿Ni siquiera los más reconocidos? El cliente marca una prioridad: la rentabilidad. La contemporaneidad es responder a eso.
Siempre digo que hacer arquitectura es hacer ciudad”
¿Cómo se mide hoy la calidad de los edificios? Por su éxito, la rentabilidad. CaixaForum Zaragoza lleva más de medio millón de visitas en una ciudad mediana. Eso es un éxito. El inmediatismo es la cultura de hoy día.
Los arquitectos con frecuencia han tenido que ofrecer resistencia para poder aportar. ¿Ya no es así? No sé.
Ha habido muchos que han pasado años y años sin construir y luego han conseguido hacer obras antológicas. No puedes ir en contra de todo. Yo no trabajo para inmobiliarias comerciales. No he querido entrar en esta costumbre extendida entre los arquitectos reconocidos de tener una lista de proyectos publicables y otros que te dan de comer. Soy autora de todo lo que hago. Pero eso no quiere decir que todo lo que quiera hacer lo haga.
¿No tiene ningún proyecto que la satisfaga plenamente? Mi casita de Mallorca.
Ha hablado de adquirir la confianza necesaria para expresarse sin miedos. ¿Es o ha sido miedosa? He sido una persona extremadamente tímida y falta de confianza, muy insegura. Me ha salvado mi orgullo.
Puede que también la haya hundido. La mezcla entre inseguridad y orgullo es explosiva… Puede que mi primera etapa fuera así. Pero en esta segunda he sacado los mimos que acumulé de niña y me he hecho fuerte.
¿Cómo se hace uno fuerte? Cuando, en lugar de hundirse cuando lo machacan, es capaz de hacer autocrítica y analizar lo que ha hecho mal, y decidir qué cambiar para poder resistir primero y prosperar después.
¿Habla de su vida o de su trabajo como arquitecta? De los dos. Lo primero que me hundió en la vida fue lo poco que se me consideró como arquitecta cuando me separé de mi socio, pero no dejé de ser arquitecta. Sabía cuál era mi valía, pero no la transmitía. Lo que me hizo crecer fue buscar la manera de demostrar que yo era la arquitecta que soy.
¿No dudó nunca de sí misma? Mis amigos confiaban en mí, y cuando me faltó fuerza, la saqué de ellos.
¿Tiene muchos amigos? Me encanta la gente. Hago grandes fiestas. Pero soy muy solitaria. Tengo personas próximas que amo, pero nadie a quien telefonear por las noches. Ahora en mi casita de Mallorca me hago con toda la gente del pueblo. He sido bien acogida.
¿Hace 30 años hubiera sido capaz de disfrutar una conversación intrascendente sobre el tiempo con un comerciante de un pueblo? Igual necesitaba absorber más, sentir que aprovechaba más el tiempo.
¿No ha vuelto a tener pareja? He tenido muchos líos. Unos más queridos que otros. Celebrar los 60 años ha sido una cosa muy graciosa. Me tratan como a una persona mayor.
Pero se siente joven. Sí. Parezco más joven porque el pelo blanco me da más luz. Lo fantástico de envejecer es que dejas de justificarte. La pena es que muchos amigos se van.
¿Ha aprendido a vivir sola? Sí. Al cumplir 60 años, dejé de quejarme por estar sola. Aunque hasta entonces no tenía el coraje de tener pareja. Temía que me pisara la personalidad.
¿Es cierto que estudió corte y confección? Sí. Siempre he tenido pasión por la moda.
¿Se hace los trajes? Antes sí. Los exámenes eran dibujar un patrón y convertirlo en vestido. No está lejos de lo que es ser arquitecto. Era la mejor de la clase. Luego la arquitectura me empezó a pedir mucho y lo dejé.
¿Tiene algún consejo vital que dar? Hay que asumirse. Uno se va descubriendo cuando mira fuera y deja de mirarse el ombligo.
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