Mundial mortal
Nadie se escandaliza por las condiciones de trabajo de los obreros que construyen los estadios de Qatar 2022
Janak sabía que no lo lograría: en su pueblo, cerca de Katmandú, jamás podría reunir esos 1.500 euros. Así que se endeudó, pero valía la pena: a cambio, la agencia –la más barata que encontró– lo llevaría a trabajar a un país lejano que llamaban Qatar. El sacrificio, le habían dicho, sería su salvación: tendría un buen empleo y ganaría mucho más que lo que nunca en Nepal y podría mandar dinero a casa y hacerse una casa y, con el tiempo, volver y poner una tienda y vivir tranquilo por los años de los años. Su familia lo necesitaba, y él era capaz.
Solo que, al llegar, Janak se encontró con que su historia sería muy diferente: trabajaría 60 o 70 horas por semana en grandes construcciones al rayo del desierto y su sueldo no llegaría a los 250 euros por mes y se le iría entre la subsistencia y el pago de la deuda. Tampoco podría buscar otros empleos: la agencia le había retenido el pasaporte y sólo se lo devolvería –le dijeron– cuando acabara de pagarles. Mientras tanto, debía hacer lo que ellos le ordenaran, según ordena la regla árabe del kafala. Y el calor y las condiciones tan precarias y el desespero y el amontonamiento cada noche y la comida triste y esos capataces que no te dejaban tomar agua y, sobre todo, los accidentes repetidos: varios de los compañeros de Janak los habían sufrido, heridos, inválidos y un muerto. Janak, además de todo, tenía miedo.
En estos días la FIFA ha sido escándalo mundial por los sobornos a sus dirigentes. Parte de ese dinero parece venir de fuentes qataríes, que así se compraron el derecho a organizar el Mundial más caliente; nadie se escandaliza, mientras tanto, por las condiciones de trabajo de los obreros que construyen sus estadios.
Son casi todos inmigrantes; en Qatar, cuyos dos millones de ciudadanos tienen el mayor producto interior bruto per cápita del mundo –unos 90.000 euros al año–, los trabajos duros quedan para los forasteros. Son un millón y medio, mayoría de indios, nepalíes, malasios, filipinos, que trabajan sin ninguna garantía. “Si las vacas para las hamburguesas de McDonald’s vivieran en estas condiciones, ustedes no comprarían más big macs”, dijo hace unas semanas Damian Collins, diputado conservador inglés que viajó a conocerlas. Como no son ganado no parecen importarnos tanto.
Aunque, además, se mueren mucho. La International Trade Union Confederation (ITUC) denunció que, al ritmo actual, más de 4.000 trabajadores morirían antes de la patada inaugural del Mundial de Qatar. En los cuatro años que llevan construyendo su infraestructura, ya han muerto más de 1.200; son cinco por semana, uno por cada día laborable –se podría decir, si no fuera porque sus semanas suelen tener siete.
Y no es que estas grandes obras sean siempre así: en las seis últimas grandes citas –mundiales, juegos olímpicos de invierno y de verano– murieron en accidentes laborales 80 trabajadores. Es que, en Qatar, no hay nada más barato que un trabajador extranjero: son perfectos para usar y tirar. Como usarán y tirarán, seguramente, los nueve estadios nuevos que están construyendo para el torneo, por unos 3.500 millones de euros –en un país que tiene, si acaso, público para uno o dos.
La ITUC hizo una cuenta: si en el Mundial de 2022 quisieran hacer –¿quién podría quererlo?– un minuto de silencio por cada trabajador muerto, habría que hacer una hora de silencio antes de cada partido. Sería una experiencia fascinante: horas vacías frente al televisor. El mundo se volvería zen, soñaríamos, nos desesperaríamos, pensaríamos en cosas: cómo terminar con el trabajo esclavo, por ejemplo.
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