El espectáculo de los ‘selfies’
"En nuestro milenio viviremos bajo el signo del ombligo", nos dice Milan Kundera
En un reciente viaje a Granada, mientras, como una turista más, me perdía por la Alhambra, recordé a Milan Kundera. En el bolso llevaba los cuentos de Washington Irving sobre las leyendas del palacio nazarí, pero no me resultaba fácil transportarme a las atmósferas del viajero romántico. Una jovencita, de no más de 17 años, me lo impedía. Me la encontraba una y otra vez: en la Sala de las Dos Hermanas, en el Salón de los Abencerrajes, en el Patio de los Leones… Me la encontraba una y otra vez haciendo lo mismo: extendiendo su brazo y sonriendo a la pantalla de su teléfono móvil. Poco le importaban las filigranas decorativas, la magia del lugar y el rumor de las fuentes. Poco le importaban las vistas impresionantes del Albaicín y lo que un guía contaba sobre la convivencia de culturas. Ella estaba en el primer plano de todo, ella y la ampliación de su yo: el gesto detenido, un leve movimiento de melena. Primero pensé en la malvada madrastra del cuento de Blancanieves: “Espejito, espejito mágico, ¿quién es la más bella?”. Después reflexioné sobre la pérdida de la mirada, sobre la incapacidad de ver más allá de nosotros mismos. Finalmente recordé la lectura de Kundera.
En La fiesta de la insignificancia, el escritor checo parte de sus observaciones en torno al ombligo, a la moda femenina de enseñarlo, y llega a la conclusión de la repetición como signo de una época en la que la individualidad ha dado paso a la uniformidad, porque es imposible distinguir un ombligo de otro. “El ombligo es una llamada a las repeticiones. De modo que en nuestro milenio viviremos bajo el signo del ombligo”, nos dice un Kundera juguetón, incontrolablemente lúcido.
Yo asistía al espectáculo de la repetición. La joven autorretratándose infinidad de veces. Su faz sin vistas. La obsesión por el yo. El gusto por el selfie llevado al extremo. Terminó la visita y volví a la ciudad sin olvidar los estímulos de la Alhambra, pero tampoco a la chica y, por supuesto, a Kundera. ¿Cómo olvidarlo cuando no paraba de ver a personas solas, a parejas, a grupos, portando esos bastones, brazos o extensiones de selfies que permiten tomas a más perspectiva? Fui consciente de la existencia del artefacto. Perpleja, los veía a todos extendiendo los brazos y sonriendo, deseosos de perpetuar el instante de sus rostros; repitiéndose y, a la vez, repitiendo, imitando, la acción de los otros, en una especie de fiesta de la insignificancia o de la banalidad.
El ombligo. Mirarse al ombligo: egocentrismo, autocomplacencia. Estar en el yo, no en el nosotros. Seguía yo dándole vueltas al asunto. “Hoy el ojo de Dios acaba de ser reemplazado por la cámara”, decía Kundera en La inmortalidad, él, que tanto ha escrito sobre los excesos del exhibicionismo, sobre el ansia de celebridad, sobre la velocidad a la que todo sucede. Todo corre veloz, sí. La celebridad hoy es una celebridad de andar por casa, fabricada a medida. He ahí los selfies.
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