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Maneras de vivir
Columna
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Aquel campo de concentración tan bonito

A Kafka la vida le angustiaba, pero intentaba por todos sus obsesivos medios prolongarla

Rosa Montero

De joven, uno habla mucho de la muerte. Por ejemplo, en mi generación de rockeros hippiosos todos solíamos decir que moriríamos temprano y que no seguiríamos en este mundo más allá de los 40 años de edad. Estas baladronadas nos salían con naturalidad y muy fácilmente porque siendo veinteañero uno considera que los 40 están tan lejos como el fin del mundo, o que incluso es una edad un poco fabulosa que jamás se alcanza. De joven tu muerte no existe, y por eso puedes coquetear con ella como si fuera una aventura más de la vida. Pero enseguida el tiempo empieza a caer sobre tus hombros con efecto de alud, quiero decir que cada vez pesa más, cada vez es más denso, más copioso, una dura, crecedera y congelada bola de tiempo que se precipita sobre ti y te empuja y te aplasta, y antes de que puedas darte cuenta has pasado por la frontera de los 40 años como una exhalación y vas camino del espacio exterior a toda prisa.

Pues bien, desde el momento en que la muerte entra de verdad en escena, desde el instante en que te sabes mortal, nos entran a todos unas ganas de vivir enternecedoras. O a casi todos: a veces el dolor físico o psíquico es tal que sólo ansías desaparecer y descansar. Pero hoy no vamos a hablar de esos casos, que son en cualquier caso muy minoritarios. Lo que me maravilla, lo que me asombra, es el hambre de vida que los humanos tenemos. Aunque nuestra existencia sea gris, penosa, aburrida, difícil, todos queremos continuar un día más en este mundo. Lo expresó formidablemente el escritor húngaro Imre Kertész, premio Nobel de Literatura, que fue internado a los 15 años en el campo de exterminio de Auschwitz y que, por lo tanto, tuvo conciencia real de la muerte a una edad mucho más temprana que la media. Recordando su adolescencia cruel, escribió: “Pese a la reflexión y al sentido común, no podía ignorar un deseo sordo que se había deslizado dentro de mí, vergonzosamente insensato y sin embargo tan obstinado: yo quería vivir todavía un poco más en aquel bonito campo de concentración”. Qué frase tan estremecedora y tan veraz: para nuestra ansiedad de seguir siendo, Auschwitz era más dulce que la muerte.

Me he puesto a pensar en todo esto leyendo un pequeño libro que es una joya, un diamante diminuto y exquisito: Kafka con sombrero, de Jesús Marchamalo, con dibujos de Antonio Santos (Nórdica Libros). En apenas 30 pequeñas páginas, incluyendo las formidables ilustraciones, Marchamalo se las arregla, no sé cómo, para hacer un hondo, conmovedor y sugerente retrato de Kafka. Ya es difícil ser capaz de añadir una mirada original sobre este autor tan biografiado, pero es que además, tras leer esta obrita, te da la sensación de que de alguna manera has llegado a conocer un poco al escritor. Un delicado aliento de intimidad atraviesa el texto.

La tuberculosis a Kafka torturó a lo largo de siete años hasta matarlo. Tuvo tres enamoradas pero no acabó de comprometerse en sus relaciones

Vista desde fuera, la vida de Kafka parece áspera, pobre y atormentada. Falleció con 40 años, pasó 15 trabajando como un obsesivo y meticuloso administrativo en una aburridísima empresa de seguros, convivió con sus padres durante mucho tiempo y con sus neuras durante toda su existencia, la tuberculosis le torturó a lo largo de siete años hasta matarlo, tuvo tres enamoradas pero no acabó de comprometerse en sus relaciones y consideraba, según propia declaración, que había algo sucio en el sexo, o, al menos, en su manera de acercarse al sexo; su amigo Brod decía de él que estaba atormentado por sus deseos carnales y que era un asiduo de los burdeles (recientemente algunos estudiosos han sugerido que era un homosexual reprimido, lo mismo que se ha dicho de Fernando Pessoa, con quien Kafka comparte curiosas coincidencias vitales). Pero el caso es que con 25 años, viviendo con sus padres, desasosegado por las mujeres y pasando todo el día en su tedioso empleo, Kafka, que se había hecho vegetariano, era ya un completo maniático de la salud. Pese a su aspecto de tirillas, nadaba muchísimo, remaba en el Moldava, hacía gimnasia a diario desnudo frente a la ventana abierta (en la heladora Praga), frecuentaba balnearios y casas de salud y, por último, se hizo seguidor del fletcherismo, “una moda nutricionista que, entre otras cosas, exigía masticar cada bocado 32 veces exactas, ni una más ni una menos”.

Lo de masticar cada bocado 32 veces es lo que me parece más enternecedor; la vida le angustiaba, pero intentaba por todos sus obsesivos medios prolongarla. Veo a mi Kafka en la imaginación como esforzado rumiante y me conmuevo; algunos sostienen que quizá se contagiara de la tuberculosis por su costumbre de beber ingentes cantidades de leche sin hervir, otra de sus manías saludables. Si esto fue así, sólo demuestra una vez más que, por mucho que corramos, la muerte siempre nos termina atrapando. Pero mientras tanto, y aunque la vida apriete y nos escueza, qué emocionantes ganas de seguir, a pesar de todo.

@BrunaHusky

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