Retrato insólito de la arquitectura
De paisajes desolados a esquinas de ciudades abandonadas. Sobre estos cimientos evolucionan sorprendentes construcciones convertidas en objeto de las nuevas miradas hacia la edificación.
Corría el año 1952 cuando Le Corbusier dijo de Lucien Hervé, el fotógrafo húngaro que inmortalizó su Unité d’Habitation de Marsella, que tenía alma de arquitecto. Se le olvidó comentar que él mismo, visto cómo encuadraba los espacios, debía de tener alma de fotógrafo. Después de que en las últimas décadas la fotografía convirtiese la arquitectura en símbolo visual, hoy se apuesta por otros objetivos. Muchos retratistas buscan desvelar, en lugar de maquillar con sus imágenes.
Merece la pena recordar que desde hace casi doscientos años los dos géneros son inseparables. Aunque su relación haya atravesado objetivos tan dispares como la búsqueda de la verdad y la de la ficción, la fotografía ha sido durante casi dos siglos garantía de la arquitectura: edificios y lugares que ya no existen se recuerdan a partir de su imagen. Pero ese logro ha fomentado un gran peligro: considerar que la imagen es lo más importante del arte útil que es construir edificios y ciudades.
A finales del siglo XIX, tras probar suerte como actor y como pintor, otro fotógrafo, Eugène Atget, se embarcó en un empeño al que dedicaría el resto de su vida: retratar París. Tenía 40 años cuando comenzó a inventariar su ciudad plasmando en más de 10.000 imágenes la vida dentro de las casas, los vehículos, los escaparates y, por supuesto, las calles. Cuando llevaba más de dos décadas haciéndolo, decidió indagar en la periferia y el Sur para contar cómo vivían los que no cabían en el plano diseñado por Haussmann. En 1925, la joven norteamericana Berenice Abbott conoció a Atget y decidió difundir su trabajo cambiando, en opinión de la comisaria Kate Bush, el curso de la historia de la fotografía arquitectónica. Bush prologa el libro Shooting Space, que acaba de publicar la editorial Phaidon. Su autor, Elias Redstone, otro historiador de la fotografía, ha reunido imágenes que huyen del imperativo comercial para indagar en cómo son verdaderamente las ciudades: “El desorden humano”.
Berenice Abbott se convirtió en la Atget de Nueva York y retrató compulsivamente esa ciudad. Son muchos los fotógrafos excepcionales que trataban de explicar cómo eran las cosas –en lugar de idealizarlas, o en vez de retratarlas en un momento oportuno–. En ese grupo precursor donde hunde sus raíces la nueva fotografía arquitectónica están los alemanes Bernd y Hilla Becher, que iniciaron juntos –cuando él era pintor y ella periodista– el proyecto de fotografiar durante 30 años estructuras industriales abandonadas. Sucedió en los años cincuenta, y dos décadas después impartieron un curso en la Kunstakademie de Düsseldorf, que fue el principio de la escuela de la misma ciudad, en la que los reconocidos fotógrafos Thomas Ruff, Thomas Struth, Andreas Gursky o Candida Höfer fueron los brillantes alumnos capaces de atrapar lo único y lo ordinario en una misma imagen.
De eso trata la nueva fotografía arquitectónica. No busca abandonar el espectáculo icónico para rastrear miserias urbanas, busca capturar lo que es real e increíble a la vez. Sus autores intentan atrapar la identidad urbana como huella humana. La voluntad es investigar con la mirada: indagar y entender por encima de impactar.
En 1936, Walter Benjamin escribió que los edificios podían verse mejor en una fotografía que “en persona”. Durante años casi nadie respaldó esa idea del autor de La obra de arte en la época de su reproducción mecánica. Sin embargo, la nueva fotografía arquitectónica podría devolverle la razón cuando, lejos de capturar la mejor fachada, las imágenes se centran en plasmar las consecuencias de la construcción.
Como sucedió con los propios edificios, que perdieron identidad al ganar modernidad, buena parte de la fotografía arquitectónica reciente –desde luego, la favorita durante años de la mayoría de los medios de comunicación y de los propios arquitectos– no cargaba de significado lo fotografiado. Al revés: lo desarraigaba potenciando su ambigüedad. Al tratar a los edificios como objetos, muchos de los proyectos recientes desarrollaron una relación parecida a la que se establece entre las modelos (de carne y hueso) y sus imágenes en las revistas: ni siquiera ellas pueden competir con la idealización que se da en su imagen.
La nueva fotografía arquitectónica busca indagar y entender por encima de impactar. Es más el retrato de una mirada que el del propio edificio
Por eso esta nueva fotografía arquitectónica, con raíces en el origen de la disciplina, habla de responsabilidad por encima de impacto. Tiene, como indica el historiador Elias Redstone, “la capacidad para transformar la manera en la que la gente percibe el valor de un edificio”. Así, es más el retrato de una mirada que el del propio edificio.
Más cercana a la publicidad que a la documentación, la fotografía arquitectónica de las últimas décadas entró en crisis con la burbuja inmobiliaria y el consiguiente cuestionamiento de la arquitectura espectáculo. Puede que esto haya sucedido porque, como sostiene Redstone, “los medios digitales han pasado a la gente el poder de dar a conocer la obra de los profesionales”. Sin embargo, ¿convierte a los fotógrafos en artistas el mirar más allá de la fachada de los edificios? ¿Afectará esta nueva fotografía a la manera de hacer arquitectura, como sucedió en las últimas décadas?
Justamente lo que ocurre cuando desaparecen los urbanistas y los arquitectos, cuando la vida real se apropia de los edificios, fue lo que el holandés Iwan Baan (1975) se preguntó cuando comenzó a fotografiar construcciones en 2005. Rem Koolhaas le había encargado retratar la sede de la televisión China en Pekín, y los suizos Herzog & De Meuron, el estadio olímpico de esa misma ciudad. Los proyectistas buscaban transmitir la vida del edificio, y al fotógrafo de Ámsterdam se le coló la trastienda.
“Lo que está sucediendo en China, donde 160 ciudades tienen más de un millón de habitantes (frente a las 35 europeas que superan esa cifra), no tiene precedentes”, explica Redstone. “La forma de esas nuevas ciudades no la deciden ya los urbanistas ni los arquitectos. Son los políticos y, sobre todo, los fondos de inversión los que están resolviendo con sus proyectos para hacerse ricos cómo vivirá la humanidad”. En China, la destrucción sistemática de la ciudad histórica está dando paso a nuevas urbes que parten de arrasar cuanto existía. Puede parecerles importante ignorar cualquier pasado para sobrevivir en el futuro. Pero nuestra historia, a capas, y la de nuestras ciudades, a ensanches, nos llevan a preguntarnos por un porvenir que precisa que todo deba destruirse para poder construir lo nuevo. Eso parecen decir las imágenes del mexicano Sze Tsung Leong (1970), que denuncian la destrucción de las ciudades chinas. “Son urbes ideadas para mantener el motor del mercado inmobiliario, el marco de una sociedad orientada fundamentalmente al consumo”, opina. Por eso sus instantáneas retratan el precio a pagar. La suya es una indagación sobre la urbanización rápida explicada desde otro punto de vista: el de la demolición y la especulación. El neozelandés Bas Princen (1975) también emplea la fotografía para denunciar cómo la economía está dando forma al paisaje. En el valle de Jing’an de Shanghái no se está destrozando la ciudad, sino el paisaje, con una extraña simbiosis: edificios de apartamentos que coronan y vacían las montañas.
En contraposición a la mirada que se aleja para entender, el alemán Michael Wolf (1954) se acerca a los edificios. Su trabajo retrata el efecto de la densidad extrema en la vida de Hong Kong, donde vive. Lo hace recortando calle y cielo y haciendo desaparecer el horizonte. En sus imágenes, la arquitectura repetitiva y uniforme se convierte en un estampado que habla de la disolución de la individualidad en la ciudad actual.
También los parisienses Yves Marchand (1981) y Romain Meffre (1987) retratan fracasos urbanísticos: edificios abandonados y barrios desiertos. No solo en Detroit. En Japón, la isla de Gunkanjima era hace medio siglo una ciudad densa con más de 5.000 residentes, pero cuando cerró su fuente de empleo (las minas de Mitsubishi) porque en las viviendas dejaron de consumir carbón y pasaron a emplear gasóleo, los habitantes emigraron en bloque. El paisaje es hoy apocalíptico: edificios de hormigón conforman las ruinas de la era industrial, el rastro de una sociedad con valores distintos a las que construyeron arcos de triunfo o panteones. Eso parece indicar también el belga Geert Goiris (1971), que trabaja con restos recientes. Un búnker del Ejército Rojo parcialmente sumergido en el puerto de Liepaja, en Letonia, suscita varias preguntas: ¿cómo se llegó hasta esto?, ¿qué hizo que todos se fueran?
Pero siempre hay un paso más. “La ficción es una herramienta fundamental de la arquitectura, que trabaja con imágenes de lo que los proyectos pueden llegar a ser”, sostiene el belga Filip Dujardin (1971). A partir de un catálogo de componentes arquitectónicos, edificios y paisajes extraídos de su ciudad (Gante), ha ideado inmuebles de ficción con un aire entre surrealista y deconstructivista que remite a la obra de Daniel Libeskind o Frank Gehry. Una primera impresión los hace creíbles. Pero una mirada más atenta revela el absurdo: ¿dónde tiene la arquitectura el límite de lo posible?
Una cuarta dimensión retrata la arquitectura como algo vivo y con consecuencias. Esta manera de fotografiar habla del gran reto que sacude a esta disciplina tras la era del espectáculo. Los objetivos desenmascarados por las imágenes tienen que ver menos con las formas espectaculares que con sus consecuencias, es decir, con su impacto en la manera en que queremos vivir.
Las fotografías que ilustran estas páginas pertenecen al libro Shooting Space, Architecture in Contemporary Photography, de Elias Redstone. Editorial Phaidon.
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