La reina del agua
La nadadora Mireia Belmonte acumula méritos para ser considerada la mejor deportista española de todos los tiempos. Esta es la historia de una mujer perfeccionista y obsesionada por la adrenalina de la alta competición.
Era muy coordinada?
–Como las demás.
–¿Era especialmente fuerte?
–Como las demás.
–¿Le gustaba el agua?
–Igual que a las otras niñas.
“Amar este deporte e querer sufrir”, dice su maestra, Nina Zhivanevskaya
José Belmonte insiste en que su hija Mireia no destacaba cuando la inscribió en clases de natación con cinco años. Le habían diagnosticado una escoliosis y los médicos aconsejaron corregirla con la más saludable de las terapias.
Dieciocho años después, la niña ha hecho méritos para ser considerada la mejor deportista española de todos los tiempos. Campeona mundial júnior en dos especialidades, cuádruple campeona europea en piscina larga y doble plata olímpica en 2012, a sus 23 años colecciona títulos que ningún nadador español, ni mujer ni hombre, han conseguido jamás.
Un caso extraño. Tan raro que después de pasar por la centrifugadora de los Juegos de Londres se acercó a su entrenador, agotado por el estrés y el insomnio, y le señaló una meta imposible de alcanzar sin nuevas dosis de un sacrificio inhumano:
–¡En cuatro años voy a por el oro!
Mireia Belmonte García nació en Badalona el 10 de noviembre de 1990 en el seno de una familia de andaluces. Su padre, José, maestro matricero y transportista, llegó siendo un niño desde Freila, un pueblo granadino situado en la falda de la sierra de Baza. Su madre, Paqui, también se instaló en los alrededores de Barcelona con su familia en el aluvión de los años cincuenta y sesenta. Provenía de la localidad jienense de Huelma.
“Mis padres son currantes”, dice Mireia, “y de ellos he aprendido que hay que esforzarse para todo. Estoy en el alto rendimiento desde los 12 años y es lo único que conozco. No lo veo como una rutina, ni me parece gran cosa”.
“Competir me gusta más que nadar. Quiero ser la mejor en todo lo que hago”
Ha cumplido una década de internamiento en el centro de alto rendimiento (CAR) de Sant Cugat. Lo normal es que los deportistas acaben estragados de tanta rutina. Pero a ella se le ve divertida. “No sé a qué película podrían darle el Oscar porque hace muchísimo que no voy al cine”, dice. “Antes iba siempre, pero ya ni me acuerdo de la última película que vi. Hace un año que no entro a una sala. Tampoco veo tele porque a las diez de la noche estoy durmiendo. Mi serie favorita es Sexo en Nueva York, pero la he visto en el ordenador”.
La vida de Mireia es una sucesión de ciclos de desgaste y regeneración minuciosamente pautados. Todo tiene un protocolo. Todo tiene un horario. Cada dosis de energía, cada gramo de hidratos que introduce en su organismo, cada minuto de trabajo y de sueño forman parte de un proyecto. Dejar Sant Cugat y bajar al Poble Nou para meterse en una nave industrial supone una ruptura excepcional. Parece liberarse de inhibiciones pintándose los ojos con rímel y probándose una prenda de fiesta mientras posa para la cámara en el estudio. Cuando acaba la sesión se pone el chándal, se sienta en una silla y confiesa que lo que más le atrae del deporte no es el deporte en sí: “Competir me gusta más que nadar. Si solo entrenas es muy aburrido. Nadas para preparar una competición específica cada año, y ese es el momento más importante. Ahí está la adrenalina. Lo hago porque me gusta ser la mejor en todo lo que hago. Ya puestos, quiero hacerlo todo perfectamente. Por mi carácter, por como soy yo. No es por dinero. Me encanta nadar. Si me lo quitas, me costaría adaptarme a otro ritmo de vida”.
“Tampoco compito para que me quieran más. Yo ya tengo mi círculo de amistades y familiares que me quieren mucho. Con ese cariño es suficiente. Aunque a mí me gusta que la gente me reconozca por la calle y que me anime y me apoye, no es el objetivo por el que nado”.
“Mi referente”, señala, “fue Nina Zhivanevskaya. Me gustaba su sonrisa, los valores que inspiraba. Y luego fuimos compañeras de habitación. Disfruté muchísimo con ella. ¡No todos los días duermes con tu ídolo!”.
Hasta 2012, cuando Mireia ganó la plata en 200 mariposa, la única medallista olímpica española había aprendido a nadar en Moscú. Se llamaba Nina Zhivanevskaya y conquistó el bronce en los 100 espalda de Sidney después de nacionalizarse. Fue el tótem de Mireia. Su primera guía deportiva. Y no perdió la oportunidad de conocerla personalmente en cuanto le fue posible.
“La primera vez que la vi fue en 2002”, recuerda Nina. “Yo estaba en Barcelona en un campeonato y apareció una madre con su hija. Era una niña. Me pidió un autógrafo. Me contó que tenía 12 años y que acababa de ganar dos medallas de oro en el Mundial Júnior. ‘¡Pero que niña más guapa!’, le dije. ‘¡Mira lo que has conseguido! ¡Sigue así que este es un deporte muy bonito!’. Cosas que se dicen para animar a un nadador…”.
“Soy muy supersticiosa. Si el color de uñas no me da suerte, me lo cambio”
Nina y Mireia volvieron a juntarse en la Villa Olímpica de Pekín, en 2008. Allí la maestra y la discípula compartieron habitación durante los Juegos. “Nos hicimos amigas”, dice Nina. “Las dos somos muy simples. Muy trabajadoras. Disciplinadas a rajatabla. A las nueve apagábamos la luz y nos dormíamos. Yo notaba su preocupación. La gente esperaba muchísimo. Todos querían más y más y más… y ella no estaba preparada. Tenía 18 años y le faltaba entrenar más, le faltaba motivación, tener confianza en ella misma. Necesitaba un entrenador que no solo le diera caña, sino que le enseñara a amar este deporte. Amar este deporte es decidir sufrir. Querer sufrir. El problema de España es que aquí se exprime mucho a los nadadores de categoría júnior. Les hacen entrenar muchísimos kilómetros para conseguir resultados rápido y descuidan la flexibilidad y la técnica. Luego, cuando tienen que dar el salto a la categoría absoluta, se frenan”.
“Ella”, juzga la veterana, “es una fuera de serie porque tiene un talento único para la recuperación rápida. Su cuerpo vuelve a estar listo antes de lo normal después de los esfuerzos de los entrenamientos y las carreras. Eso le ayuda a prepararse a un nivel que muy poca gente soporta. ¡Entrena el doble de lo que entrenaba yo!”.
Existen 1.125 clubes de natación inscritos en España para 856 piscinas. El número de nadadores con licencia asciende a 61.246, 33.562 hombres y 27.684 mujeres. En la federación aseguran que un mínimo de 200.000 niños aprenden a nadar cada año. Advierten que, contabilizando todas las actividades, puede que los chicos que entran en contacto con el agua por primera vez hayan alcanzado hasta 600.000 en un año. Millones en las últimas décadas. Como granos de trigo vertidos a una tolva. El resultado ha sido una medallista olímpica. Una entre millones. Como dice el entrenador de Mireia, el francés Fred Vergnoux: “El sistema español tiene un fallo”.
No se sabe si el sistema falla porque no produce más campeones como Mireia o si falla porque tal y como fue concebido nunca debió producir una nadadora tan competitiva. Vergnoux, que ha entrenado en Francia, Reino Unido, Estados Unidos, Sudáfrica y Bielorrusia, observa algo parecido a un carácter funcionarial y aburguesado en el común de los nadadores criados en el país. “El nadador español es muy rico”, dice. “A poco que haga, sin apenas resultados en el máximo nivel, recibe sueldos de los clubes que le equiparan a muchos licenciados universitarios; y si obtiene resultados, se beneficia de las becas ADO, además de los premios. Aquí hay patrocinadores importantes dispuestos a darte dinero antes de que ganes una sola medalla. Quitamos el hambre a la gente, y si en el deporte de élite quitas el hambre, cuando llegas a unos Juegos te quedas corto. Así es difícil aprovechar el potencial, esos miles de niños que llegan a las piscinas cada año. Estamos más preocupados por la comodidad del día a día que por romper barreras. Yo he recibido más visitas de entrenadores extranjeros que de españoles”.
Vergnoux asegura que España está a la cabeza mundial en la relación de recursos por nadador: “Solo en Barcelona debe de haber más piscinas de 50 metros que en toda Francia. Además, hay muchas que permanecen descubiertas entre marzo y octubre, y entrenar al aire libre ofrece ventajas para el sistema inmunológico que en los países nórdicos no pueden permitirse. Las infraestructuras son abundantes, lo mismo que los recursos para el alto rendimiento. El mejor centro de altura del mundo está en Sierra Nevada. La piscina del CAR de Granada es mejor que la de Flagstaff, mejor que la de Colorado Springs y mejor que la de Font Romeu. La altitud, a 2.300 metros sobre el nivel del mar, es científicamente perfecta para entrenar; tienes pesas, médicos, biomecánicos, servicio de habitaciones, y buen clima… Pero a la mayoría de los nadadores no les gusta”.
“¡Cuando estás en Sierra Nevada sientes una energía especial!”, suspira Vergnoux. El francés es un sentimental. Pero tiene fama de duro. Su grupo de nadadores es pequeño. Además de Mireia, poquísimos le han seguido en su empeño de concentrarse durante semanas en las montañas de Granada, bajo la justificación de que la presión atmosférica favorece la oxigenación de la sangre mejorando la capacidad de entrenamiento.
La orientación científica del método se conjuga con un destino circular. Mireia, criada en Cataluña, que se siente catalana y que habla catalán, también se siente andaluza como sus padres. Como a ellos, la necesidad de prosperar le ha obligado a viajar. Después de Barcelona, sus estancias más prolongadas son en la región despoblada de España de la que sus abuelos se marcharon hace medio siglo. Los espacios medio salvajes de la Andalucía oriental. El lugar donde los burocráticos nadadores españoles, tan modernos, tan apegados a sus rutinas sociales, prefieren no entrenar.
Cada vez que puede romper la clausura, si encuentra una jornada de descanso, Mireia baja desde Sierra Nevada, entra en la provincia de Jaén por la A-44 y se desvía a Huelma, el pueblo de Paca y Miguel, los abuelos maternos, emigrados a Barcelona en los años cincuenta.
“Aquí la Guerra Civil hizo un daño enorme porque el pueblo cambió de bando varias veces”, explica Bernardo Guzmán, empleado del Ayuntamiento. “Primero gobernaron los republicanos; luego llegaron los falangistas, quemaron el archivo municipal, desapareció gente de la que nunca más supimos… Cuando acabó la guerra, la mayoría de las familias más jóvenes se marcharon a Cataluña o a Pamplona”.
Paca y Miguel nunca se desvincularon del pueblo, en donde pasan largas temporadas. Son minifundistas, como casi todos los vecinos, y conservan un terreno en donde cultivan olivos. Lo primero que hace Mireia al llegar al pueblo es hablar con la responsable de la piscina municipal para que le reserve una calle, por aquello de mantener el cuerpo activo y en remojo. Luego su abuela le recibe con un almuerzo, normalmente de migas con pimientos y chorizo. Para merendar, a modo de despedida, prepara papajotes. Las escapadas no duran más de un día últimamente. El pueblo se alborota con su llegada. Es un gran acontecimiento. Allí Mireia se siente como en casa.
“La política no me interesa”, dice. No se manifiesta, pero parece integrada en la muchedumbre de jóvenes españoles que no se sienten representados por sus gobernantes. “Estoy al día, pero no mucho. No me he planteado lo que haré en las próximas elecciones”.
Huelma es un pequeño paréntesis de descompresión en un programa exhaustivo. Una existencia que, a la hora de la competición, gira en torno a detalles imperceptibles. Las más finas ramificaciones técnicas y psicológicas adquieren un relieve obsesionante.
Carlos Subirana, uno de los entrenadores que participó en la formación de Mireia, recordó divertido un episodio durante una competición cuando ella tenía 17 años. “Estábamos en la cámara de salidas”, dice. “Y estaba intratable. Nerviosa… Era Mireia. La acompaño. Creía que ya estaba curado de espanto y me dice: ‘Ponme el gorro’. Le pongo el gorro y me mira. ‘Oye, ¿tengo la raya en el medio?’. No lo podía creer: ‘¿Tú estás de broma ahora?’. No, no. ¡Es que quiere la raya en el medio! ‘¡Es que mi gorro va así y punto!’. Antes de nadar una final y de ganar una medalla quiere que su raya esté en el medio… Y que el nombre de Belmonte se vea. ¡Nunca me había encontrado una situación así!”.
“Soy muy supersticiosa”, confesaba antes de acudir al Mundial de Shanghái, en 2011. “Mis zapatillas siempre son las mismas: blancas y con el signo de Nike dorado. Me gusta ir con mucho tiempo a la piscina. Dar vueltas. Una hora antes de competir. Poner música. Ir al vestuario, ponerme el bañador, y los tres gorros. El de abajo para el pelo, el del medio para las gafas y el otro para coger las gafas. Las gafas las tengo que llevar superapretadas. Es exagerado. Siempre salgo de la cámara de salidas con las gafas puestas. Me ayudan a la concentración. Las tengo que tener perfectas. Para estar en mi mundo. Para no pensar en nada más. Tengo la manía: en el poyete me las estoy apretando siempre porque me desconcentra mucho si me entra agua. A veces hago entrenamientos con un poco de agua por dentro para estar preparada, por si acaso. Y antes de la carrera, a esperar. Con música. Siempre el reggaeton. Otra cosa no me activa. Voy con los cascos hasta la salida. No uso tapones en los oídos. Si te entra agua, ni te enteras. Estás enfocada en la competición. A veces solo sientes que el agua está muy fría”.
Abordando un tema que merece capítulo aparte en su preparación, explica: “Normalmente las uñas me las pinto antes de salir de casa. Cada día me las repaso. Si el color no me da suerte me lo cambio. La manicura francesa me da suerte y la llevo debajo. Pero cuando un color me va mal aparto el pintauñas. Me llevo cuatro o cinco colores. ¡Para una emergencia! Si encontramos algún sitio cerca del hotel, me hago las uñas allí mismo. En los Europeos de Berlín me puse cristales de Swarovski. Me duraron todos los campeonatos. Y me dieron suerte”.
La alta competición produce pánico. La ansiedad exalta la sensibilidad. El universo reconocible se agranda. Uñas, gorro, gafas y bañador adquieren un significado trascendental en un cosmos en el que cada cosa sostiene a las demás. Incluso una mala manicura puede provocar el hundimiento.
El mayor éxito de Mireia consistió en dominar su mente. Se valió de un psicólogo deportivo. Un día, tal vez en los Juegos de Londres, perdió el miedo. “La experiencia se nota en el control emocional”, admite ella, “y en el manejo de situaciones imprevistas que no dependen de ti, cosas que no puedes practicar en el entrenamiento. Hay mil factores que pueden intervenir en la competición el día más importante de tu vida y que pueden condicionar el resultado. Lo ideal es prepararse de tal manera que todo aquello que no puedas controlar no te impida adaptarte”.
“La imagen es importante”, añade. “Para mí y para casi todo el mundo. Cuando conoces a una persona te fijas en su aspecto físico. Es la primera impresión que tienes. Después puedes pensar una cosa u otra, pero es muy importante el aspecto que proyectas al exterior. Y en la competición, la comunicación no verbal es muy necesaria. Tienes que intimidar un poco a las otras nadadoras y hacer que te respeten antes de nadar”.
Llevar la toalla envuelta alrededor del cuello como si fuese un fular, antes de cada carrera, no es solo una postura de contenido estético. Es una reafirmación personal. “Lo hice en una competición y me dio suerte”, advierte. “Y es casi mi signo de identidad. Una forma de seguridad. Una cosa que solo hago yo”.
“Bueno, no sé”, dice, muy seria, cuando le preguntan si asimila su condición de mito erótico entre una parte cada vez más amplia de la audiencia que le admira por su belleza. “La verdad es que no soy consciente. En nuestro deporte es difícil que se te vea porque vas con gorro y gafas. A lo mejor cuando voy a un acto público la gente me dice que sí, que cambio mucho: ‘¡En la tele pareces más grande!’. Nunca me lo he planteado. Pero si me admiran por mi aspecto, tampoco me molesta. Es bonito recibir halagos por cosas que no tienen que ver con el deporte”.
En la actualidad estudia Marketing en la Universidad Católica de Murcia y ambiciona dirigir su propia empresa. Si lo consigue, comenzará a superar la necesidad excluyente de ser la mejor del planeta para sentirse realizada. “Me gustaría que me recordaran como una mujer que amaba lo que hacía, que disfrutaba y no tenía miedo a nada”, dice. “Mientras me recuerden, creo que será buena señal”.
Mireia se paseaba por la piscina de Stratford con la familiaridad de un dominguero en la plaza del pueblo durante los primeros días de agosto de 2012. La suya no parecía felicidad, sino simple satisfacción doméstica. La medalla olímpica le colgaba del cuello como un objeto estrafalario. “Tengo que asimilarlo”, decía, sin rastro de euforia, después de ganar su segunda plata en los Juegos. “Me siento cómoda. Liberada”.
Fred Vergnoux no olvida su perplejidad: “¡Lo normal habría sido que se fuera a la grada a celebrar que gracias a las medallas tendría dos años más de becas ADO!”.
Pero no. La gloria olímpica no fue el final del frenesí. Solo una breve pausa. El principio de un nuevo periodo de agitación. No le satisface el estatuto funcionarial. Ni siquiera pensar en otra plata. Esta vez solo quiere el oro. El oro más puro. El oro en los Juegos de Río. Motivo de renovadas angustias, temores y obsesiones.
“Sin nervios esto no tiene gracia”, dice con una sonrisa inquieta. “Es como cuando entrenas: disfrutas y sufres”.
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