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El Pulso
Columna
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Recortes

Una tarde me preguntó qué me gustaría tener de todo lo que había en su casa. Miré alrededor y contesté: el huevo de zurcir

Una tarde me preguntó qué me gustaría tener de todo lo que había en su casa. Miré alrededor, la miré a ella, sus límpidos ojos azules, su pelo como de humo, de color claro, muy suave, y contesté: el huevo de zurcir… Toda ella se convirtió en sonrisa, una de esas sonrisas dulces que cuando las esboza una madre iluminan el mundo entero. Se levantó y me lo dio. Un huevo de cristal enturbiado por el uso que siempre quise poseer, desde que de niña la veía reparando con paciencia nuestra ropa. Regateando las embestidas. Lo guardo como oro en paño. Mis abuelas no tenían un duro, contó hace poco mi padre. Una, divorciada, trabajaba para salir adelante, aunque no acumuló más que deudas. La otra era viuda. Mi padre había muerto de tuberculosis cuando yo tenía 18 años, añadió mi padre, así que en nuestra boda no hubo banquete. Invitamos a una copita en la sacristía, entre cables de electricidad… Mi traje era de piqué, añadió mi madre. ¿Te acuerdas de él? ¡Claro! ¡Cómo no me iba a acordar! Se lo hizo su madre en aquel taller de costura con el que sin suerte trató de ganarse la vida.

Blanco. Con manga corta, falda tobillera y algo de vuelo. De una sencillez ultramoderna. Para una novia deportiva. Una tarde –mucho después de regresar a España, porque al año de casarse, conmigo recién nacida y mi hermana en la barriga, se marcharon a vivir a Alemania, sin que mi padre supiera una palabra del idioma–, mi madre se subió a una escalera, sacó del altillo aquel traje de piqué con el que se había casado en el 60, agarró unas tijeras, le cortó un poco la falda, lo apañó otro poco por aquí y por allá, cogió una raqueta y se fue a jugar al tenis. También ella tiene su pizca de gracia.

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