Regreso a Atapuerca
Aventura en el yacimiento de fósiles humanos más rico en la Sima de los Huesos con los paleoantropólogos que lo investigan
Esa planta que cuelga del techo de caliza al lado de un termómetro es el único elemento decorativo de la oficina de trabajo más singular del mundo, a más de treinta metros de profundidad. Aquí no hay sillas, sino tablones manchados por la arcilla húmeda que inevitablemente se pega a la ropa tras recorrer más de setecientos metros bajo tierra. La Sima de los Huesos tiene forma de calcetín, no apta para claustrofóbicos. Los paleoantropólogos del equipo de Atapuerca trabajan aquí tumbados para no pisar los sedimentos, en jornadas maratonianas. Estamos más o menos en medio de la planta de ese pie, y Juan Luis Arsuaga señala una zona a poco más de un metro debajo de nosotros. Hay una acumulación de huesos que sobresalen entre el barro, y la primera impresión es que se trata de homínidos.
Arsuaga deshace esa impresión con cierta sonrisa cómplice. “Todo eso son fósiles de osos. Están cubriendo los restos humanos que hay debajo”. Indica, en cambio, un grupo de sedimentos arrimado a la pared. Entre la arcilla asoman manchas de color marfil. Un turista que imaginara una cueva de tesoros paleontológicos se quedaría decepcionado. ¿Dónde están los fósiles? Es el último día de la campaña de excavación de 2014, y este paleoantropólogo, uno de los codirectores de Atapuerca, nos ha invitado a bajar hasta aquí, al yacimiento de fósiles humanos más rico del mundo. Hoy se echará la llave al enrejado que protege la entrada de la Cueva Mayor. Ya se ha excavado todo lo que ha dado de sí la presente campaña. Así que la sima parece limpia. Pero es una ilusión completamente falsa.
Esos sedimentos se han ido escurriendo desde la base de la sima, un profundo socavón de catorce metros de profundidad. Hay que imaginarlos como un espeso puré marrón de arcilla donde los restos humanos serían los picatostes. Esos restos fosilizaron hace más de medio millón de años. Los científicos de Atapuerca se dedican a quitar cada doce meses quizá solo veinte centímetros de barro de una superficie de puré de menos de un metro cuadrado. Con mimo exquisito, retiran cada fragmento de hueso. Los fósiles a veces “casi se deshacen con solo mirarlos”.
La receta de ese puré es única. Solo en 2014 el equipo ha retirado unos doscientos fósiles de homínido pertenecientes a costillas, vértebras, partes del cráneo y huesos de manos y pies, entre otros. Un número inconcebible para cualquier otra excavación. “Los fósiles humanos son muy raros”, recalca Arsuaga. “Encontrar un solo diente merece ya una fiesta”. ¿Son exageradas expresiones sobre este lugar tales como la Capilla Sixtina de la evolución humana?
Al final de nuestra permanencia de más de tres horas, Ignacio Martínez, otro de los miembros veteranos del equipo, comparte un cigarrillo. Cae un sol de justicia fuera de la residencia juvenil Gil de Siloé, en Burgos, donde el equipo tiene un laboratorio para clasificar y limpiar los restos. “En la campaña de este año hemos doblado el número de fósiles humanos con respecto a todos los que se han extraído en los demás yacimientos de todo el mundo”, afirma. La estadística es tozuda: desde el pistoletazo inicial de las excavaciones en 1978, más de la mitad de los fósiles del género Homo extraídos en el mundo proceden de la sima.
La Sima de los Huesos tiene forma de calcetín, no apta para claustrofóbicos
La idea de que los fósiles simplemente se desentierran y se lustran es inexacta en la mayoría de los casos. La campeona británica de puzles del año pasado, una profesora de Gloucester llamada Emma Jenkinson, completó un complicadísimo reto de 1.000 piezas en apenas 171 minutos. Este verano, el equipo en pleno de Atapuerca (con los otros codirectores, José María Bermúdez de Castro y Eudald Carbonell) ha presentado en la revista Science la reconstrucción de 17 cráneos de homínidos a partir de pequeñas piezas que se fueron encontrando desde 1992. El trabajo requiere de tanta paciencia que rompería los nervios del campeón mundial de puzles.
Para empezar, la naturaleza no proporciona todas las piezas, solo las que quiere. Y no lo hace de una vez, sino a lo largo del tiempo: como reconstruir 17 paisajes con un número de piezas incompletas, dañadas en muchos casos, y mezcladas con fósiles de osos de hace 430.000 años, la edad atribuida a esos homínidos. Después de ascender por la escala y abandonar ese oprimente calcetín rico en puré de homínidos –aquí hay menos concentración de oxígeno y cada esfuerzo cuesta un poco más de lo habitual–, la enormidad de la Sala de los Cíclopes, cuyo techo está a más de veinte metros de nuestras cabezas, proporciona un inconfesable alivio. Se agradece el espacio de este silencio sepulcral (nunca mejor dicho, ya que posiblemente nos encontremos a las puertas de un cementerio de lo más extraño). “Esos cráneos se han rehecho trozo a trozo, algunos de ellos recopilados durante más de veinte años”, dice Javier Trueba, el integrante del equipo que se ha ocupado de documentar visualmente el proyecto desde sus comienzos.
¿Quiénes eran? “Podríamos considerarlos los abuelos de los neandertales”, concede Arsuaga. Encajarían con una especie africana bautizada como Homo heidelbergensis. El estudio de los españoles en Science viene acompañado de un comentario llamativo, Cómo construir un neandertal, por parte del especialista Jean-Jacques Hublin. Sabemos de la existencia de los europeos arcaicos al menos hace 850.000 años. Y, también, que una glaciación inundó Europa de un clima extremadamente frío hace unos 650.000 años, que se extendería durante cien milenios más. Fueron tiempos duros, menos recursos, alimentos y caza.
Los individuos de la sima vivieron en un periodo posterior más cálido, pero esas circunstancias previas tan duras condicionaron su evolución. Se parecen a neandertales, con dientes (sobre todo los frontales) y mandíbulas robustas, una nariz proyectada hacia delante, el consabido anillo por encima de los ojos, la falta de mentón…, pero con cerebros más pequeños (de media, unos 1.200 centímetros cúbicos de capacidad craneana).
Bajar a la sima es entrar en un mundo nuevo y extraño para el ser humano”
Así que, ¿cómo evolucionaron los neandertales hasta convertirse en lo que son, homínidos robustos pero con cerebros excepcionalmente grandes? El equipo español sugiere una evolución “en mosaico” en ritmos y tiempos distintos. En vez de cambios graduales a la vez, a estos homínidos les resultaría muy ventajoso disponer primero de mandíbulas y dentaduras poderosas para aprovechar cualquier comida (incluida la carne humana, a juzgar por las marcas de dientes encontradas en fragmentos de los cráneos). Luego, el uso de una tecnología más sofisticada y la complejidad de las relaciones sociales correría pareja con un aumento de masa encefálica. Los neandertales terminarían con un cerebro considerablemente más grande que el de sus abuelos de la sima burgalesa (incluso más que el nuestro). Pero en esta apasionante discusión ha surgido otro misterio, que toma cuerpo en la conversación en el corazón de la sima, sobre los tablones.
A Arsuaga ya se le ha agotado la batería que alimenta la luz del casco. Un conducto se abre en el techo a nuestras espaldas. Pide que ilumine el fondo. El haz choca con unos bloques grises. “¿Ves esas rocas? En el caso de un temblor, podrían desprenderse y aplastarnos mientras trabajamos”. No parece preocupado. No es ésta región de seísmos. Pero hay otro terremoto científico que planea sobre los sedimentos ricos en fósiles humanos a menos de dos metros de donde estamos. Empieza a hablar de ADN y de rescates milagrosos. A principios de este año, su equipo firmó en la revista Nature, en colaboración con el profesor Svante Pääbo, un estudio que dejó atónitos a los expertos.
Pääbo es más que un genético molecular del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig (Alemania): es un pionero. Ha roto los límites de lo imposible. En 1984 fue el primero que aisló genes de una momia egipcia, y en 1997 asombró a todos al hacer lo propio con un fósil de Neandertal. En su laboratorio, este genético trabajó con muestras de un fémur que el equipo de Atapuerca había extraído con un nuevo método en aras de preservar su contenido genético. La temperatura de la sima se mantiene en unos diez grados, con pocas variaciones. Flotaba una razonable esperanza de lograr el rescate del ADN humano más antiguo, pero nadie imaginaba que el sueño fuera posible.
Pääbo logró extraer pedazos de secuencias genéticas de ese fémur. En concreto, del llamado “ADN mitocondrial de Eva”, que se hereda solo de la madre, y que se localiza dentro de las mitocondrias de las células, fuera del núcleo celular. Resultó que los genes de los individuos de la sima estaban relacionados con un misterioso grupo de homínidos que vivieron en una cueva de Siberia hace unos 50.000 años, los denisovanos, de los que apenas se conocen un par de molares.
En 2008, Anatoly Derevianko, que dirigía la excavación en la cueva siberiana de Altay, envío a Pääbo la mitad de un hueso de un dedo que un estudiante suyo le había traído, sospechando que se trataba de un humano moderno, o quizá de un neandertal. El análisis genético quemó ese hueso en 2009 y demostró que no era ni una cosa ni la otra, ¡sino un tipo distinto de ser humano! Los denisovanos (ni siquiera hay una especie definida) causaron una conmoción general. Y, ahora, ¿cómo explicar su relación con unos individuos mucho más antiguos, de más de 400.000 años, que vivieron a miles de kilómetros de Siberia, en el corazón de la península Ibérica? Desempolvar viejos huesos humanos puede acarrear mucho suspense.
Los expertos hacen sus cábalas. Un esquema dice que Homo heidelbergensis (cuyo origen podría retraerse hasta 1,3 millones de años en África) sería la especie troncal de la que procederían estos tres tipos humanos (neandertales, denisovanos y nosotros). Los homínidos que emigraron a Europa hace medio millón de años produjeron la línea neandertal y la denisovana en Eurasia. La rama africana, por su parte, derivaría en el Homo sapiens moderno, que empezaría su migración al viejo mundo hace unos 50.000 años, compitiendo con los neandertales y causando un poco después y a la postre su extinción.
Arsuaga apostó hace no mucho que nosotros no teníamos genes de neandertales. Pero la genética ha mostrado que los humanos modernos copularon ocasionalmente con neandertales. Retenemos genes suyos, aunque en una proporción pequeña, de entre uno y un cuatro por ciento. “El agua, aunque tenga un 2,5 por ciento de vinagre, sigue siendo básicamente agua”, arguye. Y en los africanos, señala, “no hay rastro de genes neandertales”.
El yacimiento promete arrojar nuevos fósiles en los próximos años
Los expertos en neandertales João Zilhão y Erik Trinkaus piensan de forma muy diferente. Mucho antes de la irrupción de la genética, mantenían que hubo cruzamientos entre neandertales y humanos y que la frontera entre ambos podría ser más borrosa de lo que se cree. A principios de este año, los científicos Benjamin Vernot y Joshua M. Akey, de la Universidad de Washington en Seattle (Estados Unidos), mostraron en un análisis genético hecho en 665 nativos de Europa y el este de Asia que retenían un 20% de genoma neandertal (especialmente los genes involucrados en la queratina del pelo y uñas y el color de la piel). Puntos de vista tan contrapuestos baten la salsa que convierte a la paleoantropología en algo muy emocionante.
Los neandertales nos recuerdan que Atapuerca no es solo la Sima de los Huesos, por muy cautivadora que nos parezca: allí están sus abuelos, pero ellos son los únicos actores que no han aparecido en persona –sí sus herramientas– en el complejo de yacimientos exteriores. A principios del siglo XX, las obras de una línea de ferrocarril cortaron la sierra, dejando al descubierto un sistema de cuevas de caliza que se habían colmado de sedimentos. Estas cuevas han funcionado como trampas, capturando en cada caso un pedazo de tiempo. “La sima es la joya de la corona, pero no tendría tanta relevancia sin el contexto aportado por los yacimientos exteriores”, recuerda el paleoantropólogo Antonio Rosas, del Museo Nacional de Ciencias Naturales, que formó parte del equipo de Atapuerca durante 23 años. La sierra con todos sus yacimientos encierra un libro –que apenas estamos empezando a descifrar– que abarca la historia humana desde hace escasos miles de años hasta más de un millón de años.
Tras las rejas de la entrada a la sima nos topamos con el Portalón, a nuestra derecha. Arsuaga nos cuenta que en los estratos más modernos se han encontrado un dado romano y monedas del siglo IV después de Cristo; y en los más profundos, puntas de flecha, botones, espátulas, trozos de cerámica ricamente decorados… por humanos que habitaron el lugar desde hace al menos 5.000 años. En mayo los científicos informaron del hallazgo de un esqueleto completo de un niño de unos ocho años que murió por culpa del raquitismo.
Antes del descenso, Arsuaga señala una galería que conduce a otra cueva, la Sima del Elefante, colmatada y abierta al exterior. Fue allí donde en 2007 el equipo desenterró una mandíbula de un homínido que vivió aquí hace al menos 1,3 millones de años –la evidencia más antigua de humanos hasta la fecha al menos en Europa occidental (en Eurasia tal honor corresponde a los cráneos hallados en Dmanisi, Georgia, en el Cáucaso, de hasta 1,8 millones de años). Nos disponemos a descender a lo largo de un desnivel de unos 54 metros. Y no es un recorrido fácil. El firme de rocas y barro empapado es muy resbaladizo, y quedan más de setecientos metros hasta la boca de la sima. Además, el camino empieza a estrecharse, techo contra suelo.
Hace casi 25 años, el autor de este reportaje tuvo el privilegio de recorrerlo, gracias al grupo espeleológico Edelweiss, solo que con una lámpara de carburo en el casco. La falta de ventilación acelera el pulso al profundizar. Los jadeos aparecen en medio de un silencio único. Salvo la luz eléctrica del casco, no ha cambiado nada.
“La sensación es increíble”, explica al otro lado del teléfono José María Bermúdez de Castro, codirector de Atapuerca, cuando se le pregunta por ese silencio. Este paleoantropólogo estaba en los yacimientos exteriores cuando descendimos. “Es como si escapas del mundo real y te metieras en otro fascinante y extraño para el ser humano”. Él estuvo bajando aquí durante años. Solía apagar la luz del carburo para sentarse y escuchar. “La ausencia de ruido es abrumadora. Si cae una gota a lo lejos, la oyes”. Al sumergirse en la oscuridad, se percibe una neblina que flota delante, reflejada por la luz del casco. “Se debe a la alta humedad unida a la respiración de las personas en un sitio tan pequeño y poco ventilado”, me explicaría días después Ana Isabel Ortega, arqueóloga del grupo Edelweiss.
Hay un estrechamiento crítico en el que uno debe extender los brazos dejando caer el cuerpo como si se deslizara por un tubo. Es apenas un instante. En la memoria queda lo que contaron los compañeros de Edelweiss, que por allí se habían escurrido hasta mujeres embarazadas. Pero esas estrecheces han producido en más de una ocasión ataques de pánico. La sima prueba –y de qué manera– nuestros miedos. Pero las paredes contienen firmas (Juan Albarella, 1891; Benito, 1884, etcétera, e incluso inscripciones del siglo XVII), testimonios de visitantes de siglos atrás, en muchos casos buscadores de huesos de oso. En la Galería de los Cíclopes hay una rampa ascendente que conduce a la boca de la sima, Arsuaga señala un montón de sedimentos de cascotes blancuzcos a la luz del casco, que dejaron allí tras sacarlos de la sima. Eran tiempos en los que los investigadores tenían que deslizarse por estas estrecheces llevando a cuestas los sedimentos cargados de huesos de osos, durante el camino de vuelta. Todo para acceder con la máxima delicadeza a los restos humanos.
La impresión que deja esta cueva es la misma, no importa el cuándo. Es un sistema extraordinariamente estable frente al cambiante mundo exterior. El tiempo se detiene aquí. Pero más de un cuarto de siglo atrás ese mundo exterior ignoraba a Atapuerca y a sus investigadores. “Lo que asustaba de verdad era llevar 25 kilos de rocas a la espalda o pasar allí abajo diez horas trabajando”, cuenta Arsuaga…, “y los referees” (termina la frase con ironía), en referencia a los consultores científicos de las grandes revistas que filtran, aceptan o rechazan los trabajos enviados. (En 1987, el grupo Edelweiss llevó a cabo una perforación para abrir un agujero a través del techo de la Galería de los Cíclopes, lo que permitió a los investigadores extraer los fósiles a su través. Y en 1993, el hallazgo de tres cráneos, uno de ellos excepcionalmente conservado, mereció la portada de la revista Nature, y el espaldarazo internacional a todo el equipo).
Parece mentira que de esa escombrera sacada a hombros se rescataran de la sima hasta los huesos más diminutos del esqueleto humano, los del oído interno. Cuando salimos al exterior, Rolf Quam, un amable investigador norteamericano que aconsejaba en todo momento dónde colocar los pies para evitar inoportunos resbalones, se puso al volante de un Land Rover, abriéndose paso por un camino que cruza los cultivos de trigo. Quam, junto con su colega español Ignacio Martínez, ha estudiado minuciosamente el oído de al menos cinco individuos de la Sima de los Huesos. Han comparado los huesecillos auditivos con los de 10 chimpancés y 10 personas. Si ahora nos topásemos con esos homínidos, ¿escucharían nuestras palabras como nosotros?
La respuesta, dice Quam, parece ser afirmativa. “Los humanos, cuando hablamos, escuchamos mejor en el rango de frecuencias que van desde uno a cuatro kilohercios. Los chimpancés requieren de sonidos más fuertes, y, a larga distancia, sus vocalizaciones son inferiores a los dos kilohercios”. Este parece ser el umbral para estos monos. El chimpancé es el animal actual vivo más parecido a nosotros. Será una impresión poco objetiva, pero cuando se contempla un fósil tan excepcional como el cráneo 5 tras la vitrina del Museo de la Evolución Humana en Burgos –apodado Miguelón en reconocimiento al ciclista Miguel Indurain–, uno imagina a una criatura humana, armada con los mismos sentidos, quizá no tan distinta de nosotros, pese a la mala imagen que el canibalismo tiene entre el público (un comportamiento documentado en varias tribus).
Quizá por ello, en las postrimerías de la sima, surge la necesidad de una explicación sobre esta descomunal acumulación de fósiles homínidos. ¿Por qué fueron a parar aquí más de treinta individuos, a setecientos metros de la entrada actual de la cueva, para caer al final de una garganta de catorce metros de profundidad? Es absurdo. Los fósiles de homínidos nunca se encuentran tan adentro, sino como mucho a escasos metros de la entrada. Un misterio que tiene atónitos a todos los expertos, y condiciona seguramente las emociones que siguen persiguiendo a los miembros del equipo después de más de treinta años deslizándose por esta gruta.
Para Ignacio Martínez, la sima es como “una habitación de un museo, como si fuera mi casa”. La emoción que experimenta al encontrar un fósil, al comprobar la anatomía de un cráneo que se extrae poco a poco, no admite comparación. La imaginación de encontrarse en un lugar así se dispara cuando termina el trabajo y se sale al exterior. “Acabas como si salieras del quirófano. Es la metáfora”.
Descendemos con chaleco y arnés uno a uno por la garganta, aferrándonos a la escala de cable metálico. Cuelga libremente en el vacío y es tan estrecha que exige práctica para acertar a colocar los pies en los escalones. La incógnita de esa acumulación de restos que nos espera se intensifica. Pero antes de emprender el descenso, Arsuaga señala un amontonamiento de rocas en una pared próxima. El grupo va a intentar su datación en unos meses. “Si tuvieran menos de 400.000 años, significaría que son posteriores a los homínidos, y que antes había allí una entrada. Si son más antiguos, la cueva ya estaría cegada. Y si resultasen contemporáneos de los homínidos…”. Prefiere no albergar ilusiones. Todavía tenemos que descender diez metros por una rampa hasta desembocar en la sima misma, la Sala del Tesoro (un rectángulo de siete metros de largo y tres de anchura). Y aquí, Arsuaga muestra un túnel abierto en la pared opuesta adonde están los fósiles. En esta campaña, han usado un martillo neumático de fabricación alemana al que bautizaron como “Merkel” para intentar descubrir una posible entrada natural por donde habrían accedido los homínidos. Pero la máquina alemana se topó con una pared rocosa.
La abundancia de osos es un incordio para extraer fósiles, pero su explicación no resulta tan problemática. Algunos de estos animales cuadrúpedos, a la hora de invernar, podrían haber tropezado y caído por la gruta. Pero los seres humanos ¿fueron tan torpes como para ir cayendo, aunque sea a lo largo de centenares de años? La impresión del grupo investigador es que fueron arrojados por sus congéneres. Significa enterramiento. No tan elaborado como el ritual de los cementerios, pero enterramiento al fin y al cabo.
De la sima se ha extraído una lasca de medio millón de años (bautizada como “Excalibur”) y una pelvis completa, un caso “único en la historia de la paleontología humana”, nos dice este experto. ¿Y el futuro? Arsuaga confía en excavar aún media sima en lo que le queda de vida. Hay prudentes cálculos del equipo que sugieren que se ha desenterrado tan solo una tercera parte de los restos humanos existentes. Pero los otros yacimientos mantienen un suspense igual de emocionante. Los investigadores no descartan encontrar restos de neandertales en los próximos años. Pero es más probable que aparezcan más fósiles de la que quizá es la criatura más extraordinaria de Atapuerca.
En 1997, el equipo de Eudald Carbonell desenterró parte de la cara y la mandíbula de un niño de unos 14 años, restos de otro de 10, y 36 fragmentos correspondientes a otros seis individuos, juntos con herramientas líticas, en el yacimiento de Gran Dolina, una cueva colmatada de 18 metros de profundidad y abierta al exterior. El estudio de los restos del chico, al que bautizaron como El niño de la Gran Dolina, sugirió que había sido devorado por sus congéneres hace unos 780.000 años. Pero lo que dejó un tanto perplejos a los investigadores fue su aspecto. “Da la impresión de que son humanos. Su morfología facial, es decir, su cara, es muy similar a la nuestra”, explica José María Bermúdez de Castro. Aunque estos homínidos comparten rasgos más primitivos, como el anillo de hueso por encima de los ojos, o dientes robustos, el aspecto de tres de las mandíbulas que ahora se conocen es tan grácil que “uno pensaría que son femeninas”. Dada su antigüedad, “esperábamos que tuvieran una cara como la del Homo erectus”, dice este experto. Pero no ha sido así.
El equipo de Atapuerca propuso entonces en Science el bautizo de una nueva especie, Homo antecessor, y una hipótesis audaz: grupos de estos homínidos tan antiguos podrían haber salido de África para colonizar el viejo mundo, y convertirse de facto en los antecesores de los neandertales en Europa; y mientras, las poblaciones africanas podrían haber evolucionado en épocas más posteriores hasta derivar en el Homo sapiens moderno. La especie sería así el nexo que une neandertales y humanos, aunque en distintas épocas y continentes.
Han transcurrido 17 años, y cabe preguntarse. ¿Qué ha ocurrido? El número de fósiles ha ido creciendo –unos 160 hasta la fecha, indica Bermúdez de Castro, y Gran Dolina tiene un potencial fosilífero muy prometedor–. Las dataciones más rigurosas han retrocedido aún más en el tiempo su edad (entre hace 850.000 y 950.000 años). Ignacio Martínez admite que sigue siendo una hipótesis valiente. Su máxima es que se avanza gracias a las refutaciones de los valientes, no de los cobardes. “Ahora mismo, Homo antecessor está en la nevera científica, porque es una especie muy arriesgada. Pero el debate a su alrededor es muy serio”.
Christopher Stringer, del Museo Natural de Ciencias Naturales de Londres, concede que en estos momentos es posible que Homo antecessor sea un ancestro de humanos modernos y neandertales, pero “no el último”. Argumenta que los datos genéticos sugieren que el antecesor común del que se separaron los neandertales y humanos vivió hace unos 600.000 años, en una época posterior al homínido de Gran Dolina. Y ese no podría ser otro que Homo heidelbergensis, que vivió por aquella época, o bien otra especie, Homo rhodesiensis, conocida en África, Europa y Asia. “Sin embargo, no sabemos cómo se originaron estas dos especies. Podrían haber derivado de Homo antecessor, y si fuera así, tendríamos que incluirlo en nuestra genealogía, pero necesitamos más información para aceptarlo o descartarlo”.
El paleontólogo español Emiliano Aguirre, considerado el padre de Atapuerca –creó el proyecto de excavación en 1977 y estuvo al frente hasta 1990–, no estuvo de acuerdo con el bautismo propuesto por sus discípulos. “Yo siempre he sido reacio a admitir nuevas especies”, admite a El País Semanal al otro lado del teléfono de su domicilio. Pero eso no desmerece el que estemos delante de una criatura extraordinaria. “En este caso, los fósiles en Gran Dolina son tan abundantes y pertenecen a una época en que se conocen muy pocos en el mundo que se pueden hacer proposiciones de uso de nomenclatura”. Para este veterano paleontólogo, el asunto de si estamos o no ante una nueva especie no es quizá tan importante en estos momentos y hay que aparcarlo temporalmente. Estos homínidos son singulares, con esa mezcla de rasgos primitivos y modernos, asegura. Y el yacimiento promete arrojar nuevos fósiles en los próximos años. Quizá aclaren este misterio o surjan nuevas incógnitas. De esta pasta está hecha esta ciencia.
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