Los nuevos chicos del autobús
En la Casa Blanca no hay canutazos, los portavoces tienen nombre y apellido. Y suelen afrontar preguntas desafiantes
Los periodistas buscan desesperadamente la frase redonda, la que resuma el artículo entero, la cita que desde la libreta irá directa al titular. Aquella frase de un consejero del presidente de la Generalitat de Cataluña, Artur Mas, durante una visita, el pasado junio, a Carolina del Norte, era perfecta. “Si el president va al lavabo, el embajador le sigue detrás”.
El consejero del president se quejaba de que, en los viajes de Mas por el mundo, los embajadores de España en los países que visita no le pierden de vista en ningún momento. Y menos en los tiempos que corren. La idea de que Mas promueva en otros países sus planes para someter a un referéndum la independencia de la comunidad autónoma catalana provoca urticaria a la diplomacia española.
La frase era perfecta, pero el consejero puntualizó en seguida que era off the record: no podía citarle. El periodista era un extraño allí –un corresponsal en Washington recién aterrizado entre los periodistas acostumbrados a seguir a Mas en sus periplos– y estaba poco versado en los códigos del grupo: al portavoz –y esta es una norma corriente en España– raramente se le cita con nombre y apellido.
En Los chicos del autobús, una crónica sobre los periodistas que cubrieron la campaña electoral de 1972, Timothy Crouse, de la revista Rolling Stone, bautizó a este grupo como the pack. Podría traducirse como la manada. Convivían durante meses. Sus comportamientos eran similares. Aprendían a conocer hasta sus manías más íntimas. Al mismo tiempo, competían ferozmente entre ellos y desconfiaban unos de otros.
“Había una camaradería acelerada mezclada con miedo y una histeria de baja gradación”, escribió Crouse. “Enviar el artículo tarde o cometer un error factual vistoso suponía arriesgarse a perderlo todo: el empleo, la cuenta de gastos, los amigotes con los que te tomabas un trago, la existencia desenfrenada, el runrún metanfetamínico que proviene de conocer noticias que el público tardaría horas en conocer y secretos que el público nunca conocería”.
En la Casa Blanca no hay canutazos, ese término horrible que describe a la turba de periodistas rodeando al político, micrófono en mano, esperando una declaración. Allí los portavoces tienen nombre y apellido. Y suelen afrontar preguntas desafiantes.
Otra diferencia: las dimensiones de la manada que sigue a los candidatos Richard Nixon y George McGovern (los chicos de Crouse en 1972) y aún más la que sigue a un presidente (el medio centenar de periodistas que acompañaban a Barack Obama en su gira por Europa a principios de junio) son incomparables a la que unos días después seguía al president Mas (una decena de periodistas circulando en microbús por una autovía de Carolina del Norte).
Y, sin embargo, ni Obama ni Mas –ni Mariano Rajoy– se dejan ver demasiado ante la prensa durante estos viajes. Y siempre los periodistas acaban preguntándoles sobre un tema que tiene poco que ver con el viaje. En Europa, en junio, a Obama le preguntaban por la liberación del soldado Bowe Bergdahl en Afganistán. En Carolina del Norte preguntaban por la última declaración de su socio Josep Antoni Duran Lleida o por el nuevo Rey de España.
El pack, aquí y allá, guarda un aire de familia. Todos tienen prisa, todos comparten la fobia de perder el tren, como decía Crouse. O, como dijo una vez Peter Baker, el corresponsal del New York Times en la Casa Blanca, “en conjunto”, los periodistas que cubren al presidente de Estados Unidos –en realidad, a todos los presidentes– “se parecen mucho a niños de ocho años corriendo detrás de un balón de fútbol”.
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