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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Lo crucial y urgente

Hay demasiados sitios en los que se trata a las mujeres como ciudadanas de segunda

Javier Marías

Procuro no hablar mucho aquí de aquellos asuntos en los que “todos” estamos de acuerdo. Agregar mi apoyo o mi condena a una situación o a una causa evidentes suele parecerme superfluo, y podría dar la impresión de que sólo aspiro a colgarme la decorativa medalla, o de que me guardo las espaldas para que nadie me acuse de no haberme pronunciado sobre cuestiones que claman al cielo. Sin embargo hay alguna excepción de tarde en tarde, y se hace difícil callarse cuando por fin, y “gracias” al secuestro de casi trescientas niñas y adolescentes nigerianas por parte del grupo sanguinario-deficiente llamado Boko Haram, hay cierta reacción planetaria ante el sojuzgamiento de que son objeto las mujeres en grandes porciones del globo. Hay demasiados sitios en los que se las trata no ya como a ciudadanas de segunda, sino como a menores de edad permanentes, a prisioneras, a propiedades, a siervas, a animales de crianza o de carga, a prostitutas particulares, a esclavas. A individuos sin voz ni derechos ni autonomía, a criaturas forzosamente parasitarias a las que no se permite trabajar, ni ir a un hospital por su cuenta si están enfermas o heridas, ni conducir, ni mostrar el rostro ni el cabello, ni salir a la calle más que acompañadas de varones, es decir, de “tutores” o más bien dueños. También los hay, como se sabe, en los que se tirotea o envenena a las niñas por ir a la escuela, por intentar aprender algo, por negarse a languidecer en la oscuridad y la ignorancia como todas las generaciones que las precedieron. Hay niñas y profesores (y sobre todo profesoras) que se juegan la vida a diario por acudir a un aula, lo que en la esfera occidental constituye la cotidianidad más rutinaria de millones de críos. En algunos lugares esas aulas han de estar custodiadas por gente armada, para evitar atentados o raptos como el mencionado (antes hubo muchos otros).

Más acá, en Europa o América, son millares las mujeres que inmigran con la promesa de un empleo o de una boda “conveniente” y que, una vez llegadas a su destino, descubren que todo fue un engaño para dedicarlas a labores sexuales en régimen de esclavismo, con las consiguientes palizas, drogadicciones forzosas, amenazas continuas a sus familias (no digamos a sus hijos si los tienen); amenazas con frecuencia cumplidas. Todo esto se sabe, por lo que no entiendo a mis congéneres europeos. No soy puritano de derechas ni de izquierdas (tan coincidentes), y creo que quien elija dedicarse a alquilar su cuerpo –o sus órganos sexuales– es libre de hacerlo, lo mismo que otros alquilan sus manos, su espalda o su cerebro (casi todos algo alquilamos, y no por gusto). Jamás he estado con una puta, pero si un día –espero que no– me viera tentado o “necesitado”, lo último que se me ocurriría sería recurrir a una extranjera en mi país, africana, del Este, latinoamericana: nadie podría garantizarme que no era alguna de esas muchachas obligadas, embaucadas, cautivas. La mera sospecha me lo impediría.

Tampoco entiendo a muchas mujeres de nuestro ámbito, que pierden sus energías en denuncias absurdas, en vez de ir a lo crucial y urgente. Hace poco, la cineasta Jane Campion logró titulares al señalar que, de las sesenta y tantas ediciones del Festival de Cannes, sólo una directora –ella, creo– se había alzado con el mayor premio. Sí, suena fatal en principio. Pero ¿cómo no iba a ser así si durante décadas apenas había mujeres que dirigieran? Hasta hace una veintena de años –digamos–, se contaban con los dedos de las manos: Mabel Normand, Dorothy Arzner e Ida Lupino en Hollywood, Agnès Varda en Francia, Leni Riefenstahl, Margarethe Von Trotta y Danièle Huillet en Alemania, Ana Mariscal en España … En mucho menor grado, algo semejante ha sucedido con compositores, pintores y hasta escritores. Claro que si esto ha sido así, se ha debido a la tradicional relegación de la mujer a las tareas domésticas y a los impedimentos con que se ha encontrado para dedicarse a lo que le interesara. Pero así ha ido el mundo durante demasiados siglos. Quejarse de lo que se quejaba Campion viene a ser tan inútil, salvando algunas distancias, como protestar por que apenas haya habido generalas y almirantas.

Hay cosas, en cambio, que sí claman de verdad al cielo en nuestra parte de la tierra, y la más palmaria e incomprensible es que en nuestros países las mujeres perciben remuneraciones inferiores a los varones, exactamente por el mismo trabajo, por ocupar idénticos puestos y tener las mismas responsabilidades. Que semejantes afrenta y discriminación se perpetúen día tras día, y los Gobiernos no obliguen a los empresarios a igualar los salarios, es para mí uno de los mayores enigmas, además de la mayor injusticia. Pero los Gobiernos no prestan atención a cuestiones que afectan a la mitad de la humanidad, y por eso no tratan como a parias a países como Irán o Arabia Saudí, y tantos otros, en los que las mujeres malviven, sometidas y sin libertades. Hay quienes hablan de “diferentes” costumbres y “culturas” que se han de respetar y en las que no cabe inmiscuirse. Es como si se dijera que no había que inmiscuirse en la costumbre sudista de tener esclavos en las plantaciones, o en la “cultura” de los nazis de gasear judíos, homosexuales y gitanos. Salvando algunas distancias de nuevo, que en este caso –y bien mirado– no resultan tan insalvables.

elpaissemanal@elpais.es

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